Ni todo el maquillaje posible podría enmascarar las pequeñas
sombras violáceas bajo sus ojos, ni la profunda tristeza que se escondía tras
ellos. Nuevamente se sentía como la condenada a muerte que se encamina hacia el
cadalso y que en pocas horas encontraría la soga alrededor de su cuello, aunque
ésta apareciese en forma de anillo en su dedo. Y nadie más que ella era la
culpable de aquel dislate. Si se encontraba en aquella tesitura había sido por
su propia voluntad. Nadie la obligaba, salvo su propio temor a verse en la
ruina.
Sopesó detenidamente el precio
que estaba dispuesta a pagar a cambio de una seguridad económica de por vida.
¿De verdad le compensaba realmente vivir atada a un hombre que no amaba a
cambio de preservar su fortuna? Si en el pasado ya vivió en carne propia el
resultado de un matrimonio sin amor, ¿por qué estaba dispuesta a errar de
nuevo?
Observó su imagen en el enorme
espejo que la doncella había dispuesto en la alcoba a petición suya. Un fino
vestido de seda blanca se amoldaba a su figura como si fuera un guante. Su
mirada vagó hasta que cruzó los ojos con los de su reflejo y se vio incapaz de
reconocerse. Estaba llegando demasiado lejos y a estas alturas de su vida, no
se encontraba con fuerzas suficientes como para poder vivir atada a León,
lidiando con la presencia de Raimundo cada día recordándole lo errado de su
acción.
¿Por qué tuvo que venir el Ulloa
a atormentarla la otra noche? ¿Por qué sumar más desdicha a la que ya sentía?
Le ardían los labios desde que Raimundo osó probarlos. A su mente regresaron
sus palabras provocando que las lágrimas le quemaran en la garganta. Podría
controlar a León durante un tiempo, pero ¿cuánto? Él terminaría por querer
ejercer sus derechos maritales y a ella, la sola idea la asqueaba.
León era un buen hombre y aquel
matrimonio no sólo iba a provocar su desdicha, sino también la de él. Aquellas
tribulaciones que enmarañaban su mente se fueron tornando en remordimientos a
medida que los segundos pasaban. Y éstos se volvían pesares con cada paso del
reloj. ¿Cómo podía ser tan mezquina? ¿Cómo podía engañarse pensando que podría
soportarlo?
- ¿Qué estás haciendo, Francisca?
-, musitó cerrando los ojos.
- El mayor error de tu vida -, le
respondió una tenue voz a su espalda. Rápidamente, se giró sobresaltada y sus
ojos se bañaron en lágrimas cuando su mirada la recorrió con tanto amor que
hasta el pecho le dolía. - Estás preciosa… -. Murmuró casi en un suspiro.
- No deberías estar aquí y lo
sabes -. A pesar de las palabras, no se apreciaba reproche en su voz. - Creí
que todo había quedado dicho entre nosotros la otra noche -.
- Y sin embargo… -, avanzó un par
de pasos hacia ella. -…creo que aún queda demasiado por decirnos, Francisca. Es
por eso que estoy aquí -, exhaló el aire retenido en sus pulmones.
Apenas había logrado vivir desde
su encuentro pasado, ideando la manera de detener aquella boda. Por eso se
había colado en la habitación de Francisca. Por eso estaba dispuesto a jugarse
el todo por el todo para no perderla una vez más.
- Porque no puedo permitir
que arruines tres vidas a causa de esta locura -. Prosiguió.
- ¿Tres vidas? -, preguntó. - Son
dos personas las que componen un matrimonio -.
Raimundo sonrió de medio lado. -
Y dos personas son entre las que debe existir amor para dar ese paso. Y ambos
sabemos que León no es una de ellas -.
- En eso te equivocas -, rebatió
alzando el mentón. Haciendo acopio de fuerzas para refrenar las lágrimas. - Él
me ama -.
- Pero tú a él no -, respondió
condescendiente. - Yo también te amo Francisca, y sin embargo te casas con él
-. Se acercó dos pasos más. Ella no retrocedió. - Suspende esta boda, amor. Cásate
conmigo -. Le pidió.
Ni siquiera sabía qué era lo que
la mantenía en pie, pues todo su cuerpo estaba colapsado tras aquella propuesta.
- Eso no puede ser… -, respondió. - Ya no -.
- ¿Por qué no? -, le inquirió,
recortando por fin la poca distancia que los separaba. Tomándola con sus manos,
temblando al sentir sus brazos desnudos bajo las palmas. - ¿Qué te lo impide?
¿Acaso le amas? -. Preguntó con temor.
Ella bufó. - ¿Cómo puedes pensar
tal cosa, Raimundo? Yo… -. Acalló sus palabras antes de empeorar la situación.
No podía permitirse sucumbir a la tentación de la propuesta de Raimundo. - Será
mejor que te marches -, exigió, desprendiéndose de sus manos. - No quiero
volver a verte. A partir de mañana, ambos habremos dejado de existir para el
otro -.
Raimundo la miró dolido. - Tú
nunca podrás dejar de existir para mí, Francisca -. Bajó los brazos derrotado, consciente de que
había perdido la batalla. - No te inquietes, que no volveré a importunarte
nunca más -. Suspiró, pero no apartó su mirada de la suya. - Solo una cosa más
Francisca -.
Ella le instó a continuar con un
movimiento de cabeza, pues ni las palabras podías salir de su garganta ya que
morían enredadas en el nudo que le atenazaba.
- Bésame -. Le pidió. Situándose
apenas a dos palmos de ella. Alzando una mano hasta su cuello, rozándolo con
infinita dulzura. - Un último beso que concluya nuestra historia. La última
petición de un moribundo que perderá su vida en el mismo instante en que te
conviertas de otro -. Acarició con su mirada el contorno de sus labios segundos
antes de que sus ojos se posaran en los de ella. - Déjame llevarme tu sabor una
vez más -.
- Raimundo… -, sollozó antes de
que su boca fuera tentada por la de él en una caricia infinita.
Dejó escapar un gemido que
Raimundo atrapó entre sus labios mientras sus manos resbalaban por su cuerpo
queriendo impregnarse de ella. Sus lenguas se enredaban en una entrega sumamente
placentera. El silencio, roto por los suspiros y gemidos quedos. Por el suave sonido
de sus labios rozándose.
Y al fondo, junto a la puerta, un
par de ojos los observaban con aturdimiento.
Olé, ole y ole!
ResponderEliminarSi en su momento morí de amor leyendo estas letras, me acabas de rematar de nuevo
¡Gracias Ruthy! Y SIGUEEE por lo q mas quieras xfi, xfi, xfi
Gracias guapa!!
Eliminar