Sus peores temores se habían
visto confirmados tras esa llamada telefónica que acababa de recibir. Era un
hecho. El banco iba a hacer uso de sus derechos e iba a solicitar el cobro de
los créditos que el inepto de Fernando había autorizado. ¿Cómo había podido
dejarse embaucar por ese sinvergüenza? Se sorprendía a sí misma por haber
depositado tanta confianza en un joven, que si bien era el esposo de su
ahijada, poco o nada sabía aún del mundo de los negocios.
No había más que ver el resultado
de sus desastrosas gestiones.
Sin embargo, ¿a quién podía echar
la culpa salvo a ella? Fue su mano la que rubricó aquel contrato que la había
llevado prácticamente a la ruina. Un frío helado le recorrió la columna al
pensar en lo mermado que había quedado su patrimonio tras ese terrible
traspié. Un día, estás en la cumbre y al
día siguiente puedes verte abocada a la
más absoluta de las miserias.
Apenas veía solución a este revés
y sentía como poco a poco la desesperación iba abriéndose paso en su interior.
Acudían a su mente sus peores temores de futuro. Se veía desamparada, sola. En
la más absoluta indigencia. Y lo que era peor, convirtiéndose en la burla y
mofa de todos. Era algo que no podría soportar.
Tenía que encontrar una salida,
fuera cual fuera. Pero ¿cuál? Barrió con fuerza los documentos que tenía sobre
la mesa y que eran el recuerdo constante de su ruina, al tiempo que un grito de
impotencia se escapaba de su garganta. Cayeron al suelo causando un estruendo
que la sobresaltó y extrañó.
Se puso en pie, con el ceño
contrariado y divisó entre la montaña de papeles una pequeña cajita, la misma
que había ocasionado tal estrépito. Su respiración se tornaba cada vez más y
más agitada cuando su entendimiento advirtió la respuesta a todas sus cuitas.
Lo había tenido frente a ella todo este tiempo y había sido incapaz de verlo.
Se agachó para tomarla entre sus manos y la abrió con sumo cuidado.
Acarició el broche que contenía
en su interior mientras su mente maquinaba su próximo paso. Había llegado el
momento de acercar posturas con León Castro y aceptar sus atenciones si no
quería verse en la ruina. Aunque para ello, tuviese que renunciar a su corazón
una vez más.
……………….
Apenas le quedaba resuello cuando
se plantó frente a las puertas de la Casona. Tras demasiados días sin tener
noticias de ella, ni una muestra de interés por su parte, Francisca lo había
hecho llamar para citarlo esa misma tarde a merendar. Después de todo, la
conversación que ella mantuvo con Raimundo, parecía haber dado sus frutos dada
la situación actual. Y aunque se había prometido que no se haría ilusiones por
tal encuentro, en lo más hondo de su ser anhelaba que al fin Francisca, le
ofreciese la respuesta que tanto anhelaba.
Cruzó el umbral en cuanto la
puerta se abrió, incapaz de esperar siquiera a ser anunciado por la doncella, que
tan rápido como pudo, tomó su abrigo y desapareció hacia las cocinas con la
precaución de no molestar.
El corazón casi se le escapó por
la garganta cuando advirtió una dulce sonrisa en su rostro. Francisca se puso
en pie y le ofreció la mano. Él no dudó ni un instante en tomarla con la suya y
besarla con adoración.
- Francisca -, le habló. - Me
complace que hayas decidido convidarme a tu casa. Dado nuestro último
encuentro, supuse que no deseabas mi compañía -.
Ella no borró su sonrisa. -
Siento si estuve grosera el otro día León -, con un gesto de la mano le ofreció
asiento en el sofá, haciendo ella lo propio a continuación, frente a él. - He
de reconocerte que tu propuesta mi pilló desprevenida y tal vez mi reacción fue
desproporcionada. Te ruego que me disculpes si te ofendí -.
León bajó la mirada hacia sus
manos entrelazadas. - Ofensa no puede considerarse si fue la verdad de tus
sentimientos lo que pronunciaron tus labios… -. Su voz sonaba abatida, a pesar
de que se había prometido a sí mismo no mostrarse tan vulnerable frente a ella.
- Sé que mi amor no es correspondido, Francisca, pero si tan solo me
permitieras mostrarte lo felices que podríamos llegar a ser tú y yo, entonces…
-.
- León -, interrumpió ella.
Haciendo acopio de fuerzas para poder expresar aquello que su razón le instaba
a pronunciar y a la vez que su corazón le prohibía. Tragó saliva y suspiró
imperceptiblemente mientras su rostro se dulcificaba. - ¿Quién dice que tu amor
no es correspondido? -.
Contuvo la respiración cuando
León frunció el ceño extrañado ante su confesión. Tan solo esperaba haber sido
lo suficiente convincente como para que él no dudase.
- ¿Qué…? ¿Qué quieres decir con
eso, Francisca? ¿Acaso tú… me amas? -.
Su voz, sus ojos… todo su ser
sonaba tan esperanzado, que no podía sentirse más miserable por aquello que iba
a acometer. Pero era la única solución plausible a sus problemas económicos. Y
bien mirado, León no le causaba disgusto, al contrario. Disfrutaba de su
compañía, de su conversación. Le miró a los ojos un instante. Tan solo un
defecto era el que reinaba en su persona: no era Raimundo Ulloa.
- Amor… -, respondió. - Siempre
he considerado que se trataba de un sentimiento demasiado sobrevalorado… Las
personas se aman mientras exista un interés en ellos por permanecer junto a la
otra persona. Cuando dicho interés desaparece, lo hace también el amor -.
León resopló contrariado por su
respuesta. - Es una visión demasiado cínica sobre el sentimiento más hermoso
que existe sobre la faz de la tierra, ¿no crees? -. Volvía a mostrarse desesperanzado.
- Pudiera ser -, le contestó. -
Pero la vida me lo ha demostrado a cada paso. Primero con Raimundo, después con
Salvador… si es que a lo que sentía tu primo se le puede llamar “amor” -, se
corrigió con desprecio. - Por eso te necesito, León -, rogó inclinándose hacia
él y tomando sus manos entre las suyas. - Sé que tu amor hacía mí es puro y
sincero, tal y como tú eres. He estado meditando largo y tendido sobre tu
propuesta y creo que ha llegado la hora de brindarte mi respuesta -.
- ¿Tú respuesta? -, inquirió
León. - Francisca, te ruego que no juegues con mis sentimientos… no podría
soportar una burla por tu parte -. Se soltó de sus manos antes de ponerse en
pie y alejarse unos pasos de ella.
- No hay burla en mis palabras,
te lo aseguro -, le siguió ella situándose tras él. Alzó una mano para posarla
suavemente sobre su brazo. - Tal vez ninguno de los hombres que ha pasado por
mi vida me haya enseñado la cara más dulce del amor -. En eso no mentía. Ni
siquiera Raimundo, que no había dudado en traicionarla a la mínima de cambio. -
¿Por qué no me lo muestras tú, León? -. Su templanza se vio resquebrajada
cuando él se volvió lentamente hacia ella, mirándola fijamente a los ojos. -
Enséñame lo que es amar de verdad -.
León acarició su mejilla con un
leve roce de sus nudillos. - Apenas puedo creer que esto esté sucediendo,
Francisca… -, musitó. - Creo que debemos casarnos -, le propuso de pronto. - ¿A
qué esperar? Como bien sabes no dispongo de demasiado tiempo para alargar un
posible noviazgo -. Enmarcó su rostro con una inusitada delicadeza. - Deseo
comenzar a hacerte feliz cuanto antes, Francisca -. Buscó anhelante una respuesta en sus ojos. -
¿Qué me dices? ¿Aceptarás casarte conmigo? -.
Ella le sonrió con los labios, no
así con la mirada. Aunque él ni siquiera percibió aquel pequeño detalle que
encerraba la verdad.
- Sí -, respondió Francisca. -
Acepto casarme contigo, León -.
El hombre se acercó hasta sus
labios pausadamente, depositando en ellos un beso tan dulce que sus ojos se
llenaron de lágrimas. León, ignorante del verdadero sentir de ella y exultante
por sus propios sentimientos, la acunó entre sus brazos.
- No sabes lo feliz que me haces,
Francisca -, sonrió sin soltarla. - Dedicaré el resto de mi existencia a cuidar
de ti y colmarte de dicha. Te lo prometo -.
Francisca enjugó sus lágrimas con
el dorso de la mano, sintiéndose mezquina por lo que había hecho. Y con el
corazón destrozado al comprobar que no había sido Raimundo, sino León, quien le
ofrecía el amor más sincero.
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