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jueves, 5 de marzo de 2015

TRAICIÓN (Segunda parte)

El nudo del corbatín le asfixiaba la garganta casi tanto como los remordimientos que le acompañaban desde que Ayala había hecho acto de aparición en el pueblo. Su llegada lo había trastocado todo, obligándole a acelerar unos trámites con los que no comulgaba en absoluto. Y sin embargo, no le quedaba otra elección. La vida de uno de sus hijos estaba en juego.

Cuando regresó después de tantos años de ausencia, Tristán había sido su primera opción. Al menos hasta que comprobó las pésimas condiciones en las que vivía. No es que su hijo sostuviera una economía paupérrima, pero bastante tenía con lograr llegar a fin de mes.

Fue entonces cuando Francisca surgió ante él como la solución a todas sus cuitas. Todas. Las económicas… y, porqué no reconocerlo. Las sentimentales también. A pesar de los años seguía amándola con la misma intensidad de antaño y aunque los motivos que propiciaron su acercamiento a ella no podían considerarse los más nobles, el trasfondo era el mismo. La amaba, y creía sinceramente en un futuro a su lado.

Hoy había sido el día más importante en toda su vida. Y el más feliz. Aquel con el que había soñado a lo largo de los años que tuvo que conformarse con desearla en silencio. El culmen de todos sus anhelos de juventud. Por fin Francisca era suya para siempre. Cerró los ojos unos instantes, saboreando la sensación que le recorría por entero al pensar en la importancia de aquella unión. Francisca iba a salvar a Sebastián, y por ende, a él mismo, aunque ella no fuera conocedora de tal acción. A cambio, él le entregaría su corazón, su alma y su vida entera. Poco más tenía que ofrecerle. Aquello sinceramente le entristecía. Miró sus manos vacías, cargadas únicamente de sueños que se habían ido aplazando con los años, pensando que tal vez nunca llegaran a alcanzarse. Después, la miró a ella, departiendo con Emilia en la otra punta de la habitación.

No puedo evitar sentir una punzada de inquietud en su pecho cuando los ojos de su pequeña se cruzaron con los suyos propios. Tal vez su reciente conversación con Ayala, que se había presentado por sorpresa aquel día, había desestabilizado sus ya precarios nervios, haciéndole ver cosas que quizá no se correspondían con la realidad. Pero la oquedad que pareció adivinar en su mirada, le provocó un escalofrío.

¿Acaso ese malnacido se había atrevido a importunarla? ¿Había osado perturbar el resquicio de felicidad que había compartido con Francisca por primera vez en días? Había estado tan esquivo con ella las semanas pasadas que incluso temió que pudiera sospechar de sus intenciones. Había tanta mentira en su vida, tanta falsedad… Ella era lo único real. Lo más puro y sincero que habitaba en un alma plagada de engaños.

Se sentía tan sucio y miserable que estaba enmascarando su traición sintiéndose ofendido por la repentina aparición de Ayala y el consecuente cambio en la actitud de Francisca. ¿Por qué culpar a esa sabandija cuando el único que había faltado a su juramento había sido él mismo? Juro protegerla. Juro no dañarla. Y sin embargo iba a resultar inevitable su sufrimiento.

Movido por la culpa, pero sobre todo por la necesidad de estar junto a ella, de sentirla bajo sus manos, acortó la escasa distancia que los separaba. Besando tan tiernamente su cuello que quiso borrar así los tenebrosos pensamientos que se habían apoderado de él. Francisca no debía saber nada de sus actos ocultos. No hasta que estuviese preparado para poder contárselo y redimirse de alguna manera ante sus ojos.

La vio sonreírle, más su mirada no acompañaba a su sonrisa. Sintió miedo. Un frío helado instalándose entre ellos durante un instante fugaz antes de que la suave mano de Francisca le rozase el rostro con la yema de los dedos. La amaba tanto, que hasta le dolía.

Sus temores se disiparon por la idea que se había forjado en su mente al estrecharla al fin entre sus brazos, mientras los vítores de los presentes los envolvían. Aquella noche le demostraría que ella era la dueña de todo su ser. Le entregaría todo el amor que llevaba guardado dentro solo para su persona.

Subieron lentamente las escaleras que conducían a su alcoba. Francisca parecía tensarse a medida que se acercaban hasta la puerta.

- Raimundo… -, lo llamó en susurros, casi sin atreverse a mirarlo de frente. - ¿Podrías…? ¿Podrías dejarme a solas unos instantes? -. Sonrió tímidamente. - Me gustaría asearme y…quitarme este vestido antes de… -.

Moría de amor por ella con cada palabra que pronunciaba. Él también estaba algo temeroso ante el hecho de compartir de nuevo intimidad con Francisca. Ambos deberían tener paciencia el uno con el otro. Por suerte, contaban con el inmenso amor que los unía.

Le otorgó lo que le pedía, despidiéndose de ella rozando su mano con los labios en una lenta caricia convertida en beso. Alejándose camino de la cocina. Le iría bien una infusión antes de regresar a su lado.

………….


Abrió la puerta lentamente, sonriendo pleno de felicidad cuando la descubrió recostada sobre la cama. Dibujó su cuerpo con la mirada mientras sus pasos le acercaban hasta la cama. Su pequeña… Se desvistió con magistral rapidez para unirse presto a su lado, para albergarse en el hogar que era su cuerpo.

Alzó su mano temblorosa hasta rozar su costado. Subiéndola muy despacio mientras sus labios se unían acariciando su cabello, musitando su nombre con adoración. Ninguna respuesta obtuvo sin embargo. Francisca parecía haber caído en un profundo sueño, fruto del cansancio arrastrado durante el día. No pudo evitar sentir una cierta desilusión por aquello. Desilusión que desapareció cuando sus ojos reposaron en la figura que dormía a su lado.

Se acurrucó tras ella buscando su calor. Lo mismo que buscó su mano, encontrándola. Entrelazando sus dedos con los de ella igual que sus almas habían estado íntimamente entrelazadas durante años.

- Te amo, pequeña mía… Mi esposa -. Musitó. - Mi mujer… -. Susurró.


Esperaba tan solo que su amor, tan verdadero como lo sentía en su interior, fuera la garantía suficiente para soportar los envites que la vida les provocaría en cuanto Francisca descubriese su traición.

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