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martes, 3 de marzo de 2015

TRAICIÓN (Primera parte)

La noche había caído ya hace rato sobre el pueblo. El que podía haber sido el día más feliz de su vida, se había tornado sin embargo en uno de los más amargos. Su recién recuperada vida se desmoronaba ante sus ojos como un castillo de naipes que el viento había derribado a su paso. Le dolía el pecho a causa de las lágrimas que había tenido que tragarse, y que poco a poco estaban envenenado su alma. En su mente, tan solo retumbaba el eco de algo que no quería escuchar.

Me ha traicionado.

Ahora parecían cuadrar al fin todas las piezas. Todos aquellos detalles a los que no dio importancia en su momento, tomaban forma y cobraban un sentido ante sus ojos. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Tan ilusa como para no haberse dado cuenta de su traición? Estaba enamorada. Aquella era su única justificación. Había depositado en él nuevamente sus ilusiones, su corazón. Su vida entera, para que Raimundo la destruyera sin ningún miramiento. Y lo peor era que él seguía fingiendo. Simulando una felicidad que por supuesto, no sentía. Aparentando un amor hacia ella que era más que evidente que no existía. Si la hubiese amado, nunca la habría herido de muerte.

No quería escucharlo. No quería verlo. No tenía valor para mirarlo a la cara y ver en sus ojos su mentira. Y sin embargo, no podía escapar de él. Ahora era su esposa. Hasta que la muerte los separase… ¡Qué irónico! Tal vez ese momento no tardara demasiado tiempo en llegar, pues ella ya se sentía muerta.

Vestida aún con su precioso vestido blanco, se sentó sobre la cama que a partir de ese momento iba a compartir con él. Cerró los ojos mientras sus manos vagaban por las suaves sábanas, recordando la ilusión de aquella misma mañana, anhelando el momento en que dormiría entre sus brazos. En el que sus manos dibujarían su cuerpo mientras sus labios habrían bailado sobre su pecho en una sinfonía de besos y de caricias…

Ahogó un sollozo al tiempo que su puño se cerraba con fuerza en torno a la ropa de cama. Se negaba a derramar una sola lágrima aunque lo único que deseaba era cerrar los ojos y no despertar nunca más.

- ¿Por qué, Raimundo? ¿Por qué? -, musitó apenas con un hilo de voz que le raspaba la garganta.

Sentía el rostro dolorido por haber pintado en él una felicidad que había estallado en mil pedazos cuando a sus oídos llegó la velada conversación de Raimundo con aquel hombre al que había considerado amigo. El suelo se derrumbó debajo de ella y tuvo que buscar apoyo a los pies de la escalera de la casona para no desfallecer de dolor. Había entrado en busca de su esposo, de Raimundo, cuando lo escuchó hablar con Ayala en el salón. ¿Cómo asimilar que la persona que decía amarte con toda su vida te había engañado? ¿Cómo soportar enterarse de la verdad justo el día en que los destinos de ambos se habían unido para siempre?

Su vida cambió en ese instante.

Abrió los ojos de nuevo. Tratando de enfocar por encima del dolor que los recubría. Lo mejor sería despojarse de sus ropas antes de que él regresara a la habitación. Con rapidez y entre dedos temblorosos, desabotonó su vestido, que cayó al suelo junto con sus ilusiones. Dejándola desnuda, cubierta nada más por un corazón destrozado.

Aquella noche no podría soportar sus caricias traicioneras. Unos besos plagados de mentiras. No tenía fuerzas, se sentía frágil. Hasta el simple roce del camisón sobre su piel le dañaba terriblemente. ¿Cómo  rechazar unas atenciones que durante años habían plagado sus noches en soledad?

Escuchó sus pasos acercándose hasta la alcoba. Con avidez, apartó las sábanas escondiéndose bajo ellas y cerrando los ojos justo en el mismo instante en que Raimundo abría la puerta. En silencio. Pudo sin embargo imaginar la sonrisa en sus labios sin necesidad de verlo. Había logrado su objetivo. Engañarla para poder disponer a placer de su fortuna.

Lo sentía moverse por la habitación hasta que instantes después, su cuerpo, cálido y poderoso se acercó acechante hasta rozar su espalda. A pesar de querer evitarlo con todas sus fuerzas, un intenso escalofrío recorrió su columna. Cerró los ojos, fingiendo que dormía, mientras la mano de Raimundo trepaba por su costado en una lenta caricia. Sus labios rozaron tímidamente su cabello, llamándola en susurros. Más ella, no contestó.

Adivinó la desilusión en él cuando creyó que dormía plácidamente. Notó cómo se acurrucaba junto a ella y la rodeaba con su brazo, buscando su mano. Entrelazándola con delicadeza.

- Te amo, pequeña mía… Mi esposa -, susurró. - Mi mujer… -.

La habitación quedó en silencio, mientras una solitaria lágrima descendía por su mejilla muriendo en el mar de sus labios.

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