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lunes, 9 de marzo de 2015

TRAICIÓN (Cuarta parte)

Se movió ligeramente, desperezándose. Sin abrir aún los ojos, deslizó su mano por las sábanas buscando su calor. Sin embargo, ella no estaba, aunque su perfume seguía inundando la estancia. No pudo evitar esbozar una sonrisa mientras su mente regresaba a lo acontecido apenas unas horas atrás. Era capaz de sentir aún en su piel, el calor de sus manos, el sabor de sus labios… todo su ser. Había anhelado tantas noches esos momentos a su lado, que aún le parecían irreales. Como producto de un sueño que siempre creyó irrealizable.

Muchos eran los sinsabores que les habían acompañado en su camino a lo largo de los años. Le resultaba increíble que su amor hubiese resistido las embestidas del destino. Hasta llegar hasta ese momento, a ese lugar. A pesar de que las circunstancias no habían sido las más propicias, al fin había logrado lo que soñó desde niño. Convertir a Francisca en su esposa.

Se incorporó quedando sentado en la cama. La sábana se deslizó por su pecho hasta quedar recogida en su cadera. Apoyó las palmas de las manos a ambos lados de su cuerpo para que le sirvieran de soporte, y suspiró apesadumbrado. Ayala. Su semblante se ensombreció de pronto al recordar el momento en que divisó al hombre en el ágape por su matrimonio con Francisca. Estaba convencido de que su misiva de hacía unas semanas había conseguido tranquilizarlo hasta el punto de no hacerle regresar al pueblo. De ahí que su sorpresa fuera mayúscula cuando su mirada se cruzó con la de él en el jardín. Casi tuvo que sacarlo a empellones para poder conversar a solas. Lejos de la mirada de Francisca.

Afortunadamente, lo había conseguido.

……………………………………

Jugueteaba con su anillo de boda de manera distraída. Igual que hace años lo hizo también con el de compromiso que Raimundo puso en su dedo. Idéntico era el dolor que sentía, aunque ahora la situación fuera diferente. En lo que coincidían ambos momentos era en el hecho de que, nuevamente, dudaba de la veracidad de los sentimientos de Raimundo por ella.

Dudar. ¿En serio lo hacía? Su corazón cargado de sentimientos le hacía titubear, buscando razones que contradijesen los actos de Raimundo. Pero ¿Acaso existía alguna duda en lo que sus ojos habían visto el día anterior? ¿Alguna incertidumbre en lo que sus oídos escucharon? Todo había sido demasiado cristalino como para justificarlo con dudas.

Raimundo había jugado con ella y era un hecho que debía asumir cuanto antes.

Rememoró lo sucedido en su alcoba hacía unas horas. Había sido un error que no tuvo que permitirse. Si pensaba jugar la baza de la nulidad matrimonial por el hecho de no haber consumado con su esposo, ésta quedaba totalmente descartada. Por eso había salido al jardín, para buscar una solución a su estado. Para encontrar un aire limpio que le permitiera respirar. Lejos de él.

No se consintió derramar una sola lágrima más. Ya no era una chiquilla indefensa y asustada, aunque estuviese igual de herida. Se reprendió a sí misma por no poder evitar sentir lo que sentía. ¿Cómo podía amar tan desesperadamente a alguien que por dos veces había destrozado su corazón? Notaba crecer en su interior una rabia feroz contra su persona. Incluso estuvo tentada de subir a la habitación y encararlo de una vez por todas. Decirle que había descubierto su trampa.

¿Y qué? ¿Qué ganaría con eso? Solo darse cuenta de que ella misma había errado al confiar ciegamente en él. Por eso había desistido en acometer su idea inicial de marcharse lejos de allí sin revelar a nadie su paradero. Ahora Raimundo era su esposo y las leyes lo avalaban. Lo mejor era permanecer en la casona y afrontar lo que tuviera que pasar. Además, él desconocía que había descubierto su traición, y ese era un tanto que no pensaba desaprovechar. La verdad encerrada en ese gesto, por más que tratara de negárselo a sí misma, era darle la oportunidad de confesarle todo.

- Buenos días, Señora… Ulloa… -.  

Aquella conocida voz, cargada de ironía, le produjo un escalofrío de temor y rabia a partes iguales por la espalda. Diego Ayala. Maldito desgraciado ¿cómo había tenido el valor de presentarse en su casa? Solo recordar la conversación escuchada el día anterior, hacía que se le revolviesen las tripas. Aun así, disimuló. Esbozó su mejor sonrisa y se encaró a él, ofreciéndole su mano para que la besara.

- Señor Ayala, qué placer verle por aquí… aunque déjeme decirle que no es demasiado apropiado si tenemos en cuenta que justo ayer me casé con Raimundo. Se puede decir que interrumpe mi luna de miel -.

El hombre besó su mano con cortesía y le devolvió la sonrisa. Una sonrisa que hizo que a Francisca se le erizase la piel de la nuca.

- Dejémonos de formalismos, Señora -. Francisca frunció el ceño sin entender. - Vamos, no se haga ahora la inocente. Ayer pude verla mientras conversaba con su recién estrenado marido. Sé que nos escuchó -. Sentenció mientras tomaba asiento sin ser invitado.

Francisca permaneció de pie frente a él. Mirándolo con un odio que no podía controlar. - Dado que me vio… -, comenzó a hablar ella, -… no sé cómo tiene la poca vergüenza de presentarse en mi casa. Márchese ahora sino quiere que lo eche a patadas. Créame… -, se acercó peligrosamente a él. - Soy muy capaz de hacerlo -.

Ayala sonrió con desprecio. - No lo dudo Señora. Usted tiene… coraje, cosa que no puedo decir de su marido -. Con un gesto de la mano, la invitó a tomar asiento frente a él. - Usted me cae bien, Doña Francisca. Es por eso que quiero contarle ciertas acciones de su esposo por las Américas -.

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