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domingo, 29 de noviembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Parte 1)



Francisca decidió regresar a la Casona bordeando el camino del rio y disfrutar así de un poco de intimidad y sobre todo de paz. Había estado esa tarde en el pueblo para hacer unas gestiones, y había sentido las miradas curiosas de casi todos los parroquianos del pueblo al verla caminar por sus calles, completamente sola, sin la compañía de ninguna doncella. Costaba trabajo tener que reconocer, incluso para ella misma, que apenas contaba con servicio. Poco a poco todos habían ido abandonándola hasta dejarla prácticamente sola. Nada más podía contar con las visitas ocasionales de Emilia y de la pequeña María, aunque estas se habían visto mermadas debido a la negativa constante de Alfonso para que dichas visitas se produjesen.

¡Si supieran que esa criatura era la única que en estos momentos conseguía aliviar la pesadez de su alma…! Su cariño inocente había despertado en ella unos sentimientos que guardaba celosamente en su interior, y solo con ella se atrevía a mostrarlos. Desconocía si Raimundo era sabedor de esas visitas casi furtivas de Emilia. Saber que la pequeña era su nieta le permitía también estar un poquito más cerca de él. Quería mimarla, cuidarla y protegerla. Ya la adoraba igual que de si su propia nieta se tratase.

Aquella tarde hacía un calor asfixiante, y el vestido negro que llevaba solo hacía incrementar su sensación de sofoco. Con mucho cuidado se acercó hasta la orilla del rio y mojó su pañuelo. Haciéndolo deslizar después por su nuca, a la vez que cerraba los ojos.

- Por todos los santos, qué alivio… -. Murmuró.

- ¿Qué haces paseando aquí tú sola? -.

La voz inquisidora y curiosa de Raimundo la sobresaltó hasta casi hacerla caer al suelo. Se volvió hacia él lo más dignamente posible.

- Lo que haga o deje de hacer no es asunto tuyo, Ulloa -. Le recorrió con la mirada muy lentamente, desde los zapatos gastados pasando por su impoluta camisa blanca. Hasta terminar en un gorra de gusto más que dudoso. - ¿Y tú? ¿Vienes acaso de pastar a un rebaño de cabras? -.

Raimundo frunció el ceño ante su pregunta. Sin comprender. 

- ¿Cómo dices? -.

Francisca ahogó una carcajada al percibir su desconcierto. Alzó una mano señalando su cabeza. - Bonita gorra, Raimundo. Te da un aire de lo más… campestre -. Afirmó burlona.

Él se llevó instintivamente la mano a la cabeza, turbado pero sobre todo sorprendido por aquel comentario. Jamás hubiera pensado que ella se fijara en su aspecto.

- No me importa que sea bonita o fea. Me protege del sol, que es de lo que se trata -.

- No hace falta que te pongas así… -, le dijo fingiendo inocencia y encogiendo uno de sus hombros en un gesto que le resultó sumamente delicioso. - Tan solo era un comentario… Aunque déjame decirte que estás mejor sin ella -. Terminó sentenciando en voz baja, teniendo toda la intención de no ser escuchada. Aunque sin conseguirlo.

- Tal vez no pueda vestir las mejores ropas, Francisca, pero soy práctico. En cambio, mírate tú -. No encontró mejor forma de encubrir lo perturbado que le habían dejado sus palabras, que hablando también de su forma de vestir. - Siempre con esos vestidos oscuros y cerrados hasta el cuello. Sin dejar ver nada de ti. Tan negros y ocultos como tu corazón. Algo de lo más… apropiado para este sofocante calor veraniego -.

Francisca bufó visiblemente enfadada, aunque azorada por su comentario. Cierto era que ella antes vestía con algo más de colorido, pero se suponía que era una mujer viuda. Y aunque para nada penaba por la muerte de ese desgraciado que tuvo por marido, una señora de su posición debía guardar las apariencias.

- Pero, ¿cómo te atreves a juzgar mi aspecto? ¿Tú? ¿Un vulgar tabernero que nada entiende de clase y distinción? -.

Raimundo dio un par de pasos hacia ella, acercándose a una distancia considerada como peligrosa. - Te recuerdo que no siempre fui un vulgar tabernero -. Repitió sus palabras. - Y recuerdo también cómo solías vestir… -. Le recorrió la figura desde la cabeza hasta los pies. Sí. Recordaba demasiadas cosas, todas relacionadas con ella. Su cabello apenas recogido. Aquellos vestidos que se ceñían en sus caderas. - Irradiabas luz… -, pronunció en voz baja de pronto, perdido en sus recuerdos durante unos instantes, rememorando incluso su cuerpo, que ahora apenas se intuía ahora bajo tanto ropaje, pero regresando a la realidad inmediatamente. - Aunque esa la proporcionaba una irresistible sonrisa que hace demasiados años que desapareció -.

Francisca tragó saliva, descolocada por sus palabras. - Desapareció porque entre todos la matasteis… Pero no tengo ganas de seguir con esta absurda cháchara que no nos lleva a ningún lado -. Le miró fijamente a los ojos. - Lleva esa horrible gorra o quítatela, no me importa en absoluto lo que hagas -. Y dándose media vuelta, se alejó por el camino que llevaba a la casona.

- Mientes, Francisca… -. Susurró él cuando se hubo quedado solo. - Nunca dices las cosas porque sí -. Torció el gesto por haber dado importancia a esas palabras. Aun así, se quitó la gorra con rabia, bajando la mirada hacia ella mientras la retorcía entre sus manos.

“Estás mejor sin ella…”. ¿De verdad Francisca pensaba aquello? Así debía ser, pues de otra manera no lo hubiera dicho. Era cierto que no había querido ser escuchada mientras lo decía, pero él estaba acostumbrado a no perderse ni uno solo de sus movimientos cuando la tenía cerca. Mucho más en sus palabras, por más que ella quisiera silenciarlas a sus oídos. Y aunque sabía que no debía hacer eco de aquel velado halago, no podía evitar que cierta parte de él se sintiera demasiado turbada. Por ese mismo motivo, de camino a la casa de comidas, comenzó a pensar en algo que hacía tiempo que no hacía.

…………………….

- Habrase visto… descastado, grosero, qué sabrá él de cómo debe vestir una señora… -.

No dejó de refunfuñar durante todo el trayecto que le restaba hasta sus tierras. Encubrir mediante un supuesto enfado el alcance que habían tenido las apreciaciones de Raimundo sobre ella, fue lo mejor que se le ocurrió para no pensar en ello. Y sin embargo, en cuanto llegó a la Casona, subió rauda hasta su alcoba, bufando furiosa a todos aquellos que encontró en su camino. El sonoro portazo advirtió a los presentes que no se trataba de un buen momento para importunar a la Señora.

Lanzó con rabia contenida su pequeño bolso, que cayó sobre la cama. Se dirigió derecha hasta el espejo que adornaba el centro de su dormitorio. Y se observó. Se vio pálida, ojerosa. Demacrada. Frunció los labios y los ojos comenzaron a brillarle de emoción al percatarse de que sus oscuros vestidos no hacían sino acentuar todos aquellos “defectos”.

- Normal que ni se haya fijado en ti durante todos estos años… -, se dijo a sí misma. Furiosa por dar importancia a lo que Raimundo pudiera pensar de ella acerca de su aspecto.

Con la misma rabia con la que se había librado del bolso, deshizo su moño dejando que su pelo cayera suelto por su espalda. Introdujo sus dedos entre los mechones, mesándolos con cuidado. Tal vez se hacía otro tipo de recogido…

- Maldita sea Francisca… ¿y a ti qué más te da lo que opine ese… ese…? -.

¿A quién pretendía engañar? ¡Por supuesto que le importaba lo que él pensara de ella! ¡Siempre le había importado! Y pensar que ya no la pudiera encontrar… apetecible, conseguía enfurecerla. Respiró con fuerza un par de veces antes de girar la cabeza hacia un arcón junto a los pies de su cama. Si mal no recordaba, allí debían estar.

Arqueó una ceja indiferente mientras se movía despreocupadamente por la habitación. Mirando de reojo aquel baúl. Nada perdía por sacar uno de esos antiguos vestidos y tratar de ponérselo… Además lo hacía porque a ella le apetecía, no porque ese condenado Ulloa le hubiera dicho aquellas cosas tan poco consideradas.

Se arrodilló junto al arcón y lo abrió con cuidado, dejando que una nube con olor a naftalina le llenase las fosas nasales hasta provocarle una molesta tos. Apartó un pequeño trozo de lienzo que cubría con cuidado los vestidos, que se encontraban al fondo. Sonrió mientras sentía que algunas lágrimas acudían a sus ojos. Allí encerrada estaba su juventud. Salvador nunca le permitió volver a utilizarlos, siempre obligándola a vestir con colores oscuros. “Propios de una Señora”, solía decirle.

Sacó son delicadeza su viejo vestido color violeta. El mismo que llevaba la primera noche que ella y Raimundo… Apartó los pensamientos con la misma rapidez con la que depositó el vestido en el suelo, junto a ella. Se inclinó para sacar su vestido color aguamarina, acariciando con la yema de sus dedos la delicada seda. Era su favorito. Su padre lo había mandado traer de París cuando ella cumplió los 16 años. Fue su regalo de cumpleaños…

Tragó con fuerza para deshacer en nudo que le oprimía la garganta. Colocó el vestido aguamarina sobre el anterior, sonriendo ya entre lágrimas cuando encontró aquel que estaba buscando. El azul. Ese era el preferido de Raimundo.

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se puso en pie, dejando el vestido sobre la cama. Ese patán se iba a tragar sus palabras, una por una.

Desbrochó con gran habilidad la hilera de botones de su traje, quedándose en enaguas, y cogiendo el vestido antes de acercarse ante el espejo.

¡Perfecto! La entraba como un guante. A pesar de sus dos embarazos, parecía que… ¡Maldición! Quizá había lanzado las campanas al vuelo demasiado pronto. Conseguía abrocharse los botones, sí… ¡pero a qué precio! Apenas podía respirar, y en el momento en que quisiera sentarse, podría terminar sacando un ojo al que osara situarse tras ella, ya que alguno de los botones podría dejarlo lisiado de por vida.

- No pienso volver a probar bocado nunca más… -, refunfuñó. - ¿Ves Francisca? Todos esos bollitos de almendra están concentrados en tus caderas. Tantas meriendas con Don Anselmo no podían ser buenas… -. Bufó furiosa. - ¡Rosario! -, la llamó acercándose hasta la puerta y asomándose al pasillo. - ¡Rosarioo! -.

La buena mujer llegó a la alcoba portando una bandeja con la merienda, pensando que aquello era lo que pretendía la Doña con tanto griterío. - Ya llego con la merienda, Señora. Emilia hizo un poco de bizcocho de almendras que… -.

- ¡¿Cómo dices?! ¿Es que pretendéis entre todos que no quepa en ninguno de mis vestidos? -.

Rosario abrió los ojos como platos, sorprendida ante su reacción. - Pero Señora, nada más lejos de la realidad, solo que Emilia la notó algo decaída hoy, y pensó en hacerle su postre favorito… -. Fue poco a poco frunciendo el ceño al verla con el pelo suelto y un vestido a medio poner. Un vestido… ¿azul?

- Deja ahí la bandeja, pero te aseguro que solo probaré un bocado y por no hacer un feo a Emilia… -. Dijo mirando la merienda de reojo. - Si te he hecho llamar es para que me arregles este vestido para mañana mismo -. Se dirigió hacia el espejo de nuevo. - Ni un solo comentario, Rosario. Ni uno -.

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