Durante varias horas, vagó por los
parajes de su juventud y que tantos y tan buenos recuerdos le traían. Todos
junto a él, junto a Raimundo. El mismo hombre del que había huido aquella misma
tarde, escapando de un amor que le arrasaba, que asolaba todo a su paso.
Derribando el muro de contención de sentimientos ocultados en años. Haciendo
aflorar por primera vez las dudas, los temores. Los profundos miedos y
cicatrices que habitaban en su alma y que creía olvidados. Superados desde el
mismo momento en que él desapareció. O al menos eso es lo que había creído.
Alzó la vista cuando, sin saber
cómo había llegado hasta allí, los muros de la casona se presentaron ante ella.
Altos e imponentes. Duros y fríos. Como ella. Eso es lo que todos habían
llegado a pensar con los años. Una fachada nada más que le permitía mantener a
todos alejados de su interior.
Corrió cuanto pudo pensando que
así podría dejar todo atrás, más todo fue inútil. Se sintió ridícula. Si la
solución fuera así de sencilla, hacía tiempo que ya habría huido de todo. Hasta
de ella misma.
Llegó hasta su alcoba abriendo la
puerta con fuerza. Con los ojos anegados en lágrimas nublándole la vista. Cerró
con fuerza, apoyándose después en el duro portón. Deslizándose poco a poco por
él, mientras su cuerpo se convulsionaba por el llanto y caía desplomada en el
suelo. Odiaba sentirse herida. Aborrecía sentirse vulnerable. Frágil.
Nuevamente una chiquilla asustada que tuvo que sufrir un matrimonio lleno de
padecimientos. De dolor y sufrimientos. Años vacíos resumidos en golpes y
violaciones continuas. Humillaciones.
Raimundo había traído a su mente
el recuerdo de aquellos años. Con su irrefrenable ardor, con su pasión
desatada. Sintió que perdía el control y ella naufragaba de pronto en un mar de
horribles recuerdos. De evocaciones que creía muertas y enterradas en lo más
profundo de los infiernos. Junto a él. Junto a ese desgraciado.
Como si viviera en una pesadilla,
su voz resonó burlona en su cabeza haciéndole sentir menos que nada.
- Espero que te estés pudriendo
en el infierno… -, sollozó, al tiempo que se despojaba del vestido como si éste
le quemara. Apartándolo de ella. Lanzándolo lejos y deshaciendo su moño. En
esos momentos soñaba con ser cualquier persona excepto ella misma.
Raimundo no es Salvador…
le repetía incansablemente su mente y su corazón mientras un agudo dolor le
traspasaba el pecho.
Raimundo le ofrecía el mundo
entero. Salvador estaba muerto y enterrado. Pero había dejado su marca en ella
de por vida, condenándole a no poder entregarse libremente al único y gran amor
de su vida.
……………………….
Se disculpó con su hija excusando
su no presencia en la cena alegando un terrible malestar. En realidad no había
mentido. La sensación de haber hecho algo terrible sin darse cuenta, le
atormentaba desde que Francisca había salido como alma que lleva el diablo de
la posada. ¿Acaso sus palabras la habían incomodado? ¿O tal vez habían sido sus
actos? Consecuencia de una larga espera sin sus besos. Sin el calor de su piel.
Cierto era que se había dejado llevar por sus más bajos instintos. Pero tan
solo había necesitado rozarla con la punta de sus dedos para volverse
completamente loco. Tras horas tratando de dilucidar a qué se podía deber su
reacción, llegó a la conclusión de que tal vez se había precipitado.
Obligándole a compartir con él, la misma pasión que al él mismo le estaba consumiendo.
¿Y si ella realmente no la
compartía? ¿Y si tal vez la estaba embarcando en una relación plena cuando no
estaba preparada para ello? Los miedos y las dudas comenzaron a aflorar y
mermaron su entusiasmo inicial por el paso que Francisca había dado al
presentarse en la posada. Lo consideró toda una declaración de intenciones en
un principio. Ahora, no estaba tan seguro de que aquello hubiese sido lo
adecuado.
Tal vez lo propio hubiera sido
sincerarse el uno con el otro y cerrar viejas heridas antes de pensar en un
futuro juntos. Mañana iría a la Casona y trataría de reparar aquel
desafortunado incidente que parecía haber levantado un nuevo muro entre ellos.
…………………………………………..
Se había pasado la noche
acurrucada en el suelo, incapaz de moverse. Abrió paulatinamente los ojos, como
despertando de un estado de sopor en el que había caído al poco de llegar a su
alcoba. Le llevó varios minutos ser consciente de la situación en la que se
encontraba. A oscuras, con la cama aún sin deshacer y su vestido hecho poco más
que trizas a tan solo unos pasos de ella.
Se puso en pie no con poca
dificultad, notando cómo sus músculos le reprendían por toda una noche en el
suelo. Caminó hasta sentarse sobre la cama, poniendo sus manos sobre las
rodillas y suspirando apesadumbrada.
No es más que miedo Francisca…
todo está dentro de ti. Raimundo jamás será como Salvador. Jamás…
Realmente lo sabía. Se lo decía
su mente pero también su corazón. Y ella amaba a Raimundo con todas sus
fuerzas, pero el golpe terrible que supuso su abandono cuando más lo
necesitaba, le había herido tan profundamente que el terror que suponía para
ella padecer una nueva traición por su parte, no podía evitar rondarla.
Alzó la cabeza cuando unos suaves
golpes en su puerta la alertaron. Debía de tratarse de alguna de
las doncellas.
- ¿Sí? -.
Tardó unos segundos en escuchar
la voz al otro lado de la puerta.
- Señora, disculpe que la moleste tan
temprano, pero Raimundo Ulloa está abajo. Y desea hablar con usted -.
Francisca se llevó una mano al
pecho, como si así pudiera refrenar el desbocado latir de su corazón. Puede que
quizá no estuviera lista aún para enfrentarse a él y a sus miedos. Pero
ella no era una cobarde. Nunca lo había sido. Y si quería por fin tomar las
riendas de su destino, aquel que siempre soñó y deseó, debía bajar y encararse
a Raimundo. Como también debería volver a confiar en él. Y en ella misma.
- Dile que bajo ahora mismo. Que me espere en el jardín -.
Al menos, que la fresca brisa de
la mañana golpeara con suavidad su rostro mientras se sinceraba, por primera
vez en muchos años, con el amor de su vida.
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