- ¡No! -. Gritó Raimundo,
interponiéndo su cuerpo de nuevo entre ellos. - No permitiré que la mates, Sebastián.
No lo consentiré -.
- Lo siento padre… Usted mismo ha
decidido su destino -.
Raimundo cerró los ojos con
fuerza, a la vez que una lágrima descendía por su mejilla al recordar a aquel
niño de cabellos rizados que se enredaba entre sus piernas mientras él faenaba
en la taberna. El mismo que años más tarde se convirtió en aquel joven que
partía hacia la capital con su maleta cargada de sueños y proyectos.
Extendió las manos, queriendo que
cubrir a Francisca. Gracias a su muerte, se lograría el tiempo suficiente para
que Tristán, acompañado de los civiles, llegara hasta ellos y salvaran a su
pequeña. Se lo debía. Por todo lo que le había hecho padecer a lo largo de su
vida. Por todo lo que habría sufrido a manos de su propio hijo.
Por todo lo que la amaba.
Notó de pronto que una mano se
unía a la suya. Entrelazándose hasta convertirse en una sola. Apretando
firmemente. Abrió los ojos, y vio a Francisca a su lado.
- Si tú mueres, yo he de morir
contigo -. Susurró ella.
Raimundo bajó la mirada hasta sus
manos unidas y después volvió hasta sus ojos.
- Te amo -. Declaró sin voz,
moviendo sus labios en silencio.
Acto seguido, dos disparos
rompieron el silencio de la noche. Todo había acabado.
………….
- Pero madrina, ¿qué hace aún
levantada? -.
Francisca se apartó de la ventana
de la biblioteca al escuchar la voz preocupada de María, su ahijada, tras ella. Sonrió
levemente al advertir el ceño fruncido de la muchacha. ¡Cuánto la había
extrañado estos días pasados! Su presencia se le había hecho demasiado
necesaria entre tanta mentira y oscuridad. Únicas compañeras de sus días
pasados.
- Estoy bien María, no te
preocupes por mí -. Tomó una de las manos de la joven entre las suyas. - Y no
me regañes… He estado demasiado tiempo aislada, lejos de los míos. Lejos de ti
-, le dijo mientras la tomaba del mentón con ternura. - Además, no podría
dormir aunque quisiera -.
- ¿Es por el abuelo, no es
cierto? -, se atrevió a preguntar María.
No le respondió. No sabía muy
bien cómo sentirse después de todo lo que había ocurrido. Todo sucedió
demasiado deprisa y no había tenido tiempo de pararse a pensar en qué era lo
que iba a ocurrir a partir de ahora.
Se limitó a sonreírle levemente,
tratando de ocultar su tristeza. - Ve a dormir, María. Yo iré enseguida, te lo
prometo -. Exhaló un suspiro. - Pero necesito estar un momento a solas, por
favor -.
María se despidió de ella a
regañadientes con un beso en la mejilla. Su madrina había vivido un infierno y
aunque tratase de hacerse la fuerte ante ella, sabía que todo era una fachada.
Estaba sufriendo. Y mucho.
Cuando se hubo quedado a solas,
los recuerdos de lo vivido apenas unas horas atrás, acecharon de nuevo su
mente. Había estado a punto de morir a manos de Sebastián. Si seguía con vida,
no había duda que tenía que deberse a un milagro.
*********
Cerró con fuerza los ojos, aferrándose a él. Feliz de sentir su
contacto en aquellos que serían los últimos minutos de su vida. Siempre pensó
que cuando llegara su momento, Raimundo estaría a su lado, tomándole de la mano
mientras ella cerraba lentamente los ojos. Puede que no fuera su hora. Que todo
lo que estaba sucediendo se tratara de una macabra maniobra del destino para
hacerle pagar viejas tropelías.
Fuera como fuera, no encontraba mejor forma de morir que junto a
Raimundo.
Esperó con dolor un final que nunca llegó. Cuando quiso darse cuenta de
lo que estaba sucediendo, unos brazos le alzaron llevándole a un lugar seguro. Su mano, vacía
ya de la suya, se agitaba en el aire buscándola incesantemente. Sus gritos
desesperados llamándole, se entremezclaban con las voces de los civiles dando
las últimas instrucciones.
- Está muerto -.
Se revolvió entre aquellos brazos ante tamaña afirmación. Necesitaba
volver la vista atrás. Comprobar que no se trataba de Raimundo, antes de que su
corazón se desgarrara por completo. Luchó con las pocas fuerzas que le quedaban
por librarse de aquel agarre. Hasta que al fin lo consiguió.
Y corrió. Regresó sobre sus pasos con las lágrimas nublándole la
mirada. Más se detuvo de pronto. Raimundo estaba en el suelo, aferrando con
todas sus fuerzas el cuerpo inerte de Sebastián mientras su llanto desgarrado
inundaba sus oídos.
Quiso llegar hasta él. Abrazarle hasta que no le quedaran fuerzas. Y
sin embargo, no lo hizo. Permaneció de pie observándole en la lejanía. ¿Qué
podría decirle? ¿Cómo podría consolarle? En su interior, no sentía pena por el
desenlace que había tenido Sebastián. Consideraba que él mismo se lo había
buscado, que no había sido sino una consecuencia de su ambición desmedida.
Raimundo había perdido a su hijo a costa de salvarle a ella. Nada de
lo que pudiera hacer o decir podría contrarrestar su sufrimiento. Todo había
acabado.
Miró a Tristán, de pie junto a su padre. Él también había perdido a su
hermano y su rostro reflejaba el dolor por ello. Sus miradas se cruzaron
durante breves instantes antes de que él la apartase.
Sintió de nuevo que alguien la llevaba lejos de allí, y esta vez no
opuso resistencia. Necesitaba regresar a su casa, a su vida. Y olvidar…
- Raimundo Ulloa es una víctima más de toda esta desgracia -, declaró
ya en la biblioteca ante varios civiles que la habían acompañado hasta la
casona. - Por lo que a mí respecta, no pienso levantar ninguna denuncia en su contra. Y
ahora… -, despachó a aquellos hombres en pos de esa tranquilidad que tanto
necesitaba. -… déjenme descansar. Mañana les daré las explicaciones pertinentes
acerca de lo sucedido -.
****
Regresó junto a la ventana,
abrazándose la cintura con los brazos. Pasando por alto el quejido de su cuerpo
aún dolorido por los golpes que había recibido. Reposó su frente en el frío
cristal mientras su corazón albergaba la secreta esperanza de que Raimundo
cruzara su puerta y llegara hasta ella. Sentir de nuevo el contacto de su piel
con la suya.
Escuchar de sus labios tan solo
una vez más que le amaba. Tanto como ella le amaba a él.
No había ningún resquicio de duda
al respecto. Ningún temor. Todo quedó disipado en el momento en que él estuvo
dispuesto a arriesgar su vida por salvarla.
- Raimundo… -. Musitó. - Ojalá
todo hubiese sido diferente… -.
- Puede serlo si tú lo deseas,
pequeña -.
Tembló al sentir su voe junto a ella. Desde que la habían apartado de su lado, no había
anhelado otra cosa que volver a estar con él. Y sin embargo, tenía tanto miedo
de ver un adiós en su mirada, que se vio incapaz de enfrentarle.
- ¿Cómo olvidar y poder seguir
adelante? -.
Raimundo llegó hasta ella,
apoyando la frente en su cabello, que le caía descuidadamente sobre el hombro
en una trenza.
- Lo siento amor…Lo siento tanto…
-.
Un sollozo escapó de su garganta
cuando se giró lanzándose a sus brazos. Refugiándose en ellos.
- Tenía tanto miedo de perderte
para siempre… -, lloró. Descargó toda la tensión y la angustia que la había
atenazado desde que descubrió su traición, a pesar de que con el paso de los
días, había llegado a comprender sus motivos. - No vuelvas a hacerme daño,
Raimundo… no lo soportaría… -.
Él la tomó entre sus brazos,
bebiendo las lágrimas que morían en sus labios mientras se encaminaba hacia el
diván. Tomando asiento y acomodándola en su regazo. Regando su rostro con
suaves roces de sus labios.
- Jamás tendré vida suficiente
para demostrarte cuánto te amo, pequeña mía… -, llegó hasta su boca. - Cuánto
siento haberte herido, amor… -.
Tomó sus labios entre los suyos
en un beso lento, tierno, pero a la vez apasionado. Se movía sobre su boca como
si ésta contuviera su tesoro más preciado. Atrapando su corazón que escapaba de
su pecho en un suspiro.
Sus labios fueron moviéndose por
su mejilla hasta el lóbulo de su oreja, que mordió ligeramente. Enviando escalofríos
a lo largo de su cuerpo.
- Gracias por salvarme… -,
susurró Francisca.
Raimundo enmarcó su rostro. - El
amor nos ha salvado a los dos, mi ángel -, declaró antes de fundirse una vez
más con ella.
La vida podía seguir su curso.
Ellos ya estaban construyendo su propio mundo.
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