Tras tantos días de dudas,
preocupaciones y zozobras, volvía a estrechar entre sus brazos a Francisca. A
su gran y único amor. En ese momento no podía pensar en otra cosa que no fuera
besarla, cuidarla y amarla eternamente. Sin embargo, aún no estaban a salvo.
Ayala y sus hombres volverían en cualquier momento. Sería un suicidio para
ambos si permanecían un minuto más allí.
Con un
esfuerzo considerable, abandonó sus labios, pero no dejó de rozar su rostro.
-
Francisca, hemos de irnos, pequeña mía… -, murmuró junto a su sien. - ¿Eres capaz
de mantenerte en pie? -.
Ella
simplemente le miró y asintió con la cabeza. En sus ojos, un extraño brillo
captó la atención de Raimundo y se estremeció por ello. Sin embargo, no se
detuvo a pensarlo y la ayudó a ponerse en pie, admirando la entereza y los
arrestos que mostraba, aguantando el dolor que la atravesaba el cuerpo sin
emitir un solo quejido. Con cuidado, la acomodó junto a la pared y comenzó a
quitarse el abrigo para poder cubrirla con él. La noche era fría y aún
tardarían un buen trecho en llegar a un lugar seguro.
Ella se
limitaba a observarle en silencio. Con el recuerdo reciente de sus labios sobre
los suyos. Con su declaración de amor. Pero también con una sola pregunta
inundándole la mente.
- ¿Por
qué, Raimundo? -.
Detuvo
sus movimientos y se vio incapaz de mirarle a los ojos. Temida pregunta que al
fin había salido a la luz. Y aunque esperada, tenía la esperanza de que ésta se
hubiese producido en otro momento. En otro lugar. Quizá cuando él tuviese una
buena explicación que darle y que justificara su errado comportamiento.
-
Francisca… -.
- Solo
la verdad, Raimundo. Basta ya de mentiras, de engaños… -. Se tragó las lágrimas
para poder continuar. - Reconoce que jugaste conmigo, que me embaucaste solo
por mi dinero. Que nunca sentiste algo por mí -.
Puede
que hubiese mentido en infinidad de aspectos, pero no en ese. Desde que sus
ojos se posaron por primera vez en Francisca, jamás… jamás había dejado de
amarla.
- Sé
que te he hecho daño. Y que es probable que ahora mismo te veas incapaz de
confiar en mí…-. Avanzó hacia ella. - Pero te suplico que no dudes
de mi amor por ti -.
Francisca
sonrió incrédula. - Tengo pruebas suficientes como para no creerlo… -. Le dolía
mirarle a los ojos, buscando en ellos la verdad. - Me entregué a ti, Raimundo.
Estaba dispuesta a cualquier cosa porque fueras feliz… -. Agachó la cabeza,
aunque siguió hablando. - Si es cierto que me amas, hace que todo sea más
doloroso, pues no fuiste capaz de confiar en mí y contarme lo que pasaba -.
Le
escuchó suspirar y sintió la calidez de su cuerpo a escasos centímetros de
ella. ¿Qué podía decirle él que justificara todo lo que había sucedido? Y sobre
todo, ¿estaba dispuesta a creerle? A lo largo de todos estos días de cautiverio
había tenido tiempo de pensar largo y tendido sobre su modo de proceder durante
toda su vida. Nunca había sido feliz, pues su felicidad se marchó con Raimundo
hacía ya demasiados años. Pero él había vuelto. Había logrado derribar sus
defensas y volver a alcanzar su corazón. A dar luz a su vida. Y por momentos le
pareció que él había sido sincero. Hubo gestos, acciones, miradas… que son
imposibles de fingir.
Raimundo
sabía que estaba debatiéndose entre creerle y no hacerlo. Y puede que necesitara
mucho tiempo hasta que lograra ganarse de nuevo su confianza, pero no cejaría
en su empeño por conseguirlo. Si algo había aprendido de toda esta tragedia es
que nunca más volvería a traicionar sus sentimientos. Y su deseo era permanecer
junto a ella, el amor de su vida, hasta el final de sus días.
- No
tuve elección, Francisca…-, susurró. - Es mi hijo… -. Deslizó la mirada por su
rostro mientras con una mano la tomaba por el mentón, obligándola a que le
mirase. - Pero créeme si te digo que te amo. Que eres mi vida entera…-. Trazó
con el pulgar su labio inferior. - Sin ti no soy nada, pequeña. Déjame
cuidarte. Permíteme curar todas tus heridas. Quiero amarte y no consentir que
vuelvas a sufrir -.
- Ojalá
pudiera creerte, Raimundo -. Aun así, se permitió ceder a sus caricias. ¡Las
necesitaba más que nunca! Aunque en su interior existiera el resquicio de la
duda.
Él se
acercó hasta su rostro y reposó su frente contra la suya. Sentir de nuevo el
contacto de su piel después del temor que había padecido por su bienestar,
llenaba de calidez su corazón.
- Ahora
hemos de irnos, amor -, musitó. - Tendremos tiempo de hablar de todo esto
cuando estés repuesta, si es que me lo permites… -.
Francisca
pensó en Sebastián. Aún no había tenido tiempo de referirle que éste había
muerto. ¿Cómo revelar a un padre que su hijo ha sido asesinado por unos
malhechores después de todo el sacrificio vivido? Aquello sería un nuevo punto
que se interpondría entre ellos. Su relación, si es que aún podía permitirse
pensar en ella como tal, nunca volvería a ser igual pues el dolor que iba
suponer para Raimundo conocer el triste destino de Sebastián lo cambiaría para
siempre. Al menos ella había podido
salvar a Tristán. O eso es lo que creía.
Raimundo
deslizó un brazo en torno a su cadera para servirle de apoyo y salir
inmediatamente de aquel lugar antes de ser descubiertos.
- He de
referirte algo… -, comenzó a decirle. Puede que la mejor forma de revelar la
verdad fuera soltarlo sin tapujos. Tragó saliva. -…es acerca de… ¡Sebastián! -.
Pronunció el nombre del joven con absoluto asombro.
Su
rostro había mudado de la angustia inicial a la absoluta incredulidad. Raimundo
la miró sin entender, hasta que el sonido de una pistola cargándose detrás de
él captó su atención. Lentamente y tratando de cubrir con su propio cuerpo el
de Francisca, se fue girando hasta encararse con quien fuera que los estaba
apuntando.
No!!! Maldito maldito maldito! Como ose hacerle algo a Francisca o Raimundo, le mato ...
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