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domingo, 15 de noviembre de 2015

SECUESTRADA (Parte 3)



Estaba desesperado. Hacía días que Ayala no se ponía en contacto con él. Tantos como Francisca llevaba desaparecida. No existían pruebas fehacientes de que ella estuviera en sus manos, pero todo apuntaba a que así era.

Ni una nota, ni un encuentro… nada. Se frotó las sienes para aliviar el terrible dolor que le taladraba. Un dolor que apenas podía enmascarar el que sentía dentro de su corazón. Dos de las personas que más amaba en este mundo estaban inmersas en esa situación tan terrible, y él estaba atado de pies y manos.

Se encontraba en una encrucijada. No podía denunciar su desaparición a los civiles, pues en cuanto lo hiciera, Sebastián caería preso por el turbio asunto de la empresa. Pero si no lo hacía, la vida de ambos correría grave peligro.

Le desgarraba el alma haber posicionado a Francisca en el punto de mira de Ayala. Jamás debió dejarse convencer por Sebastián y regresar al pueblo para apropiarse de su fortuna. Todo había salido mal desde entonces. Todo, excepto ella…

Se sentó en una de las mesas de la posada y escondió la cabeza entre sus manos. Francisca se había entregado a él sin reservas, sin preguntas. Sin rencores. Solo por amor. Un amor tan grande que le había hecho volver a sentirse completo por primera vez en 46 años.

- Raimundo, ¿por qué no se va a descansar? -. La voz de su yerno junto a él le sobresaltó.

- No podría pegar ojo, Alfonso -. Se puso en pie y fue hacia el mostrador. - No podré descansar hasta que Sebastián y Francisca estén a salvo -.

El joven palmeó su hombro, con el único fin de lograr animarle un poco. - No se culpe, se lo ruego. Nadie podía prever lo que esos malnacidos pretendían -.

¿Y quién sino él tenía la culpa de todo? Debía haber estado más pendiente de los movimientos de Sebastián. Haber tratado de refrenar sus impulsos ambiciosos evitando que cayera en las redes de estafadores y prestamistas. Y sobre todo, debía haberse negado con mayor rotundidad y haber encontrado otra solución, antes de involucrar a Francisca.

Su amor, su pequeña podía estar a punto de morir, y él sería el único culpable.

- Marcha Alfonso, yo me quedaré un rato más aquí si no te importa. Necesito estar solo -.

Se despidió de su yerno y se sirvió un vaso de agua antes de regresar a la mesa donde se encontraba antes de que Alfonso llegara. Al hacerlo, algo llamó su atención.

Sobre la mesa, había una nota.

Sin necesidad de leerla, con solo echar un vistazo, supo inmediatamente lo que contenía. El vaso resbaló entre sus dedos hasta estrellarse contra el suelo, pero ni siquiera se percató de ello. Permanecía ajeno a  otra cosa que no fuera fijar su mirada en aquel papel blanco. Tan solo podía escuchar el zumbido de la sangre fluyendo por sus venas, pues hasta el latir de su corazón se había silenciado.

La tomó con manos temblorosas y rompió el sobre de manera apresurada. El tintineo de un objeto cayendo al suelo hizo que desviara por primera vez su atención de la nota. Pronunció un juramente al agacharse a recogerlo y comprobar con estupefacción que se trataba del anillo de compromiso que él mismo había regalado a Francisca. Aun así, respiró aliviado. Al menos, no iba acompañado de uno de sus dedos como en el caso de Sebastián.

Ayala estaba yendo demasiado lejos. Si lo que pretendía era torturarle, lo estaba logrando, y con creces. Aunque mucho mayor era la tortura que se infringía él mismo. De no haber sido por sus engaños, Francisca estaría ahora mismo ajena a tanto mal como estaba viviendo. Jamás podría perdonárselo y le desgarraba el alma tener la certeza de que ella tampoco podría hacerlo.

Leyó presto la misiva. Al fin un avance. Tenía dos días nada más para poder salvarla a ella y a su hijo. Dos días y todo habría acabado para siempre. Las lágrimas acudieron a sus ojos cuando llegó a las últimas líneas. ¡Cuántas tardes habían leído juntos aquel poema! ¡Cuántas verdades se encerraban entre sus palabras…!

Francisca se estaba despidiendo. Y lo que resultaba más desgarrador era que aun conociendo su traición, no podía dejar de amarle.

- ¡Maldita sea! -. Gritó desesperado. - Mi pequeña… Mi ángel… -. Sollozó.

Tras varios segundos, tomó su abrigo y salió de la posada en dirección al Jaral.

………………

Tristán leyó por segunda vez la nota que minutos antes le había mostrado su padre. No tenía el valor suficiente para decirle lo que pensaba al respecto, aunque era más que evidente que por su mente había surcado la misma idea. Se trataba de un adiós. Su madre era consciente de que en cuanto aquellos desalmados cobrasen el dinero, ella moriría. 

Exhaló un gran suspiro y devolvió la nota a Raimundo. - Al menos podemos tener la certeza de que sigue con vida -.

- ¿Hasta cuándo, Tristán? -, explotó. - ¿Y en qué condiciones está viviendo ahora mismo? Quién sabe todo lo que habrá tenido que padecer para terminar cediendo ante las peticiones de Ayala. Ya conoces a tu madre -, le miró fijamente. - No da su brazo a torcer si no hay una razón poderosa para ello -. Golpeó la mesa con el puño. - Como se hayan atrevido a tocarle un solo pelo, te juro que yo… -.

Tristán le interrumpió. - Usted nada -. Posó su mano en el hombro de su padre. - No estoy dispuesto a consentir que ponga también su vida en peligro. Bastante tenemos ya con Sebastián y mi madre secuestrados -. Raimundo apartó la mirada. No deseaba que su hijo advirtiera el sentimiento de culpa que habitaba en ellos. - Comprendo perfectamente su sentir, padre -, prosiguió. - Pero este asunto es demasiado arriesgado y no podemos permitirnos dar un paso en falso -. Con un gesto, le pidió que tomara asiento. Él hizo lo propio, sentándose frente a él, apoyando los brazos en las rodillas. - No creo que sea conveniente que vaya usted solo a esa entrega -.

Raimundo se levantó rápidamente. - Ni hablar Tristán, las condiciones pactadas son muy precisas. He de ir yo solo y no hay más que hablar. No pienso arriesgar la vida de Sebastián y de Francisca -.

Acalló que pensaba ponerse en marcha mucho antes. Aquella misma noche si era preciso. Recorrería de nuevo los parajes en los que se había citado con Ayala en ocasiones anteriores hasta que diera con su escondite.

- Padre por favor, sea razonable -.

- Al fin doy contigo, Raimundo -. Don Pedro, el alcalde, apareció de pronto en el salón del Jaral, acompañado por algunos de los hombres encargados de rastrear los montes en busca de Francisca. - Llevo un buen rato intentando localizarte, rediez -.

- ¡Don Pedro! -, dijeron ambos casi al unísono. - ¿Es que ha ocurrido algo? ¿Francisca? -. Raimundo tenía hasta miedo de preguntar.

- No exactamente -. Respondió el Mirañar.

- Don Pedro, por Dios hable pronto -, Interpeló Tristán. - ¿A qué se debe tanta premura? ¿Acaso alguno de sus hombres ha descubierto algo? -.

Pedro tardó unos segundos en responder a sus preguntas. - Así es. Pero será mejor que os lo cuente él mismo. Faustino por favor, cuéntales lo que me has referido a mí antes -.

El hombre dio un paso al frente y comenzó a narrar lo sucedido mientras movía la gorra entre sus manos.

- Pues verá, Don Raimundo. Volvía de camino a mi casa junto a Marcelino después de haber rastreado el monte sin haber encontrado ninguna pista sobre la Doña -. Volvió la mirada hacia su compañero. Después, continuó. - Al llegar a la plaza vimos salir de la posada de la Emilia a un hombre un tanto sospechoso… -. Raimundo frunció el ceño. Debía haber sido momentos antes de que él descubriese la nota sobre la mesa. -…y Marcelino y yo decidimos seguirlo a una distancia prudencial para no ser descubiertos. Nos llegamos hasta el pantano… No sé si recuerdan que allí hay un chozo semiderruido que lleva varios años abandonado -.

- Sí… -, contestó Tristán, recordando aquel viejo chozo. - ¿Cree que mi madre y Sebastián puedan estar allí? -. Miró de reojo a su padre, que respiraba agitadamente.

El hombre asintió con la cabeza. - Lo creo, Don Tristán. Es más, tengo la certeza de que allí los tienen retenidos. - Escuchamos… voces -. Agachó la mirada, pues había tenido el buen tino de revelar que las voces más bien eran gritos. Gritos de dolor de una mujer.

Todos dirigieron su mirada a Raimundo, que permanecía como en estado de trance. Después de unos minutos de desconcierto, salió a escape del Jaral con una sola idea en la cabeza.

Ir a por Francisca.

2 comentarios:

  1. Qué recuerdos me trae este relato! Estoy super enganchada, adoro ese Raimundo valiente en busca de su pequeña ♡

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