Raimundo le había pedido dar un paso más en su relación. Sonrió de manera imperceptible al escuchar en su mente la palabra “relación”. Hacía apenas unas semanas todo esto le hubiese parecido un sueño difícil de alcanzar. Raimundo estaba lejos, muy lejos de ella. Y se había pasado dieciséis años extrañándole. Echándole de menos cada vez que cerraba la puerta de su alcoba y se perdía en la soledad de unas sábanas blancas ausentes de él. Y sin embargo ahora… todo era completamente diferente. Él estaba de regreso. Le había declarado su amor y ella se había permitido de nuevo soñar con un futuro a su lado.
Estaba aterrada no obstante. Se
había pasado toda la vida ocultando un corazón y unos sentimientos que hasta
llegó a creer que no poseía. ¿Cómo luchar contra eso? No era tarea fácil
derribar el muro de protección que se había forjado a lo largo de demasiados
años a base de rencor y miedo. Rencor hacia quien creía causante de una vida
plagada de desdichas. Miedo por seguir amándole a pesar de ello.
Pero la fuerza arrolladora con la
que Raimundo había irrumpido de nuevo en su vida, había logrado resquebrajarlo
de tal manera, que allí estaba ella. Dispuesta a arriesgarse. A amar y a dejarse
amar.
Más él no se encontraba
presente en la posada cuando había ido a buscarle. Sentía ganas de reír al
recordar la cara de incredulidad de su hija Emilia y el rostro lleno de estupor de
Alfonso, su yerno. Había decidido sin embargo esperarlo allí, sentada en una de las mesas
de la recepción de la posada. En silencio. Esquivando la mirada curiosa del joven.
¿Qué hacía allí? Las dudas
comenzaron a embargarle. Tal vez se había precipitado y no estaba preparada
para dar un paso más. ¿Por qué no llegaba Raimundo? Dirigió su mirada por milésima
vez hasta la entrada, esperando que su figura se dibujara a lo lejos
encaminándose por fin hasta ella y librándole del mar de recelos que ahora
mismo la acuciaban. Pero no era así. Él no llegaba y ella comenzó a llenarse de
miedos. Lo mejor y más sensato sería marcharse de allí enseguida.
Se puso en pie tan bruscamente
que casi derriba la silla. Alfonso levantó la vista del libro de cuentas y la
miró.
- ¿Es que se marcha ya Doña
Francisca? -.
Su tono no podía revelar más que
alivio con aquella decisión. A pesar de tratar de ser respetuosos el uno con el
otro por el bien de María, su ahijada e hija a su vez de Alfonso, era más que evidente que su relación era tensa.
Educadamente tensa.
- Resulta que tengo mil asuntos que atender y
no puedo estar toda la mañana aquí -. Se acercó hasta el mostrador. - Te ruego que cuando
llegue Raimundo… -, suavizó extremadamente su tono de voz. -… dile que estuve
esperándole, y que… -. Se quedó en silencio. Pensativa.
- Y que… -, repitió Alfonso, animándole a proseguir. - ¿Desea que le diga algo más a mi suegro?
-.
La impetuosidad de él le hizo
callar. - No, nada más que estuve aquí -.
- Será mejor que todo lo demás que
tenga que decir, me lo diga a mí mismo -.
Tensó su espalda mientras miles
de sensaciones revolotearon a través de ella penetrando en todos y cada uno de
sus sentidos. Su voz siempre conseguía estremecerla aunque durante años hubiese
estado cargada de reproches. No se volvió hacia él. Se apoyó sobre el mostrador
queriendo lograr algo de apoyo, buscando las fuerzas que había perdido
paulatinamente mientras le esperaba. Su respiración se tornó dificultosa cuando
sintió el calor que emanaba su cuerpo tras ella.
- Alfonso, creo que Emilia te
andaba buscando en la taberna -.
Él frunció el ceño. - ¿Emilia?
Pero si ella estaba… -.
- Alfonso… -. Le apremió. -
Desaparece. Por favor -.
Durante breves instantes se
sintió algo incómodo por haber hablado así a su yerno. Tantos como tardó éste
en salir por la puerta que comunicaba con la taberna. Su premura se debía a las
ganas que tenía de estar a solas por fin con Francisca. Su corazón se había
detenido en el mismo momento en que había divisado su presencia desde la plaza.
Había salido temprano aquella
mañana después de resultar totalmente infructuosos sus intentos por conciliar
el sueño. Francisca estaba continuamente en sus pensamientos y temía haber
tensado demasiado la cuerda al presionarla de aquella manera. La había soñado y
anhelado durante años. Sin embargo desde que tomó la decisión de no dejar pasar
más tiempo sin estar a su lado, las ansias de poseer su alma y su cuerpo
nuevamente se habían adueñado de su ser hasta casi enloquecerlo.
La observó enamorado. No había
variado su posición. Seguía con las manos apoyadas en el mostrador. Tan solo el
ligero temblor que recorría su cuerpo, delataba su estado. Frágil… Dulce… Estaba
tan bella y él deseaba tanto amarla…
- Me sorprende encontrarte aquí,
Francisca -. Murmuró en voz tan sumamente baja y delicada que advirtió cómo la
piel de su nuca se estremecía. Sonrió al comprobar que él no era el único que
temblaba.
- ¿De verdad te sorprende,
Raimundo? -, le respondió ella tras unos segundos en silencio. - Me pediste que
diera un paso al frente. Que no temiera que los demás hablaran acerca de
nosotros… -.
Desvió la mirada hacia las manos
de Raimundo, de pronto apoyadas a ambos lados de ella en el mostrador de la
recepción de la posada. Rodeándola hasta casi hacerla desaparecer entre sus
brazos. Cerró los ojos cuando su cálido aliento le golpeó en el cuello.
- ¿Estás dispuesta a arriesgarte
conmigo, amor? -. Tuvo que aferrar con fuerza la madera para que sus manos no
saltaran feroces hacia ella. - ¿Estás dispuesta a reconocer que me amas tanto como yo
te amo a ti, pequeña? -.
El ritmo de su respiración se
aceleró ante el tono susurrante de su voz. Estaban tan sumamente cerca que el
pecho de Raimundo ya rozaba su espalda. Hasta podía escuchar los latidos de su
corazón. O tal vez eran los suyos propios. Se sentía tan mareada que parecía
que flotaba.
- Dime que me amas -, musitó en un susurro
antes de rozar su nuca con los labios. - Dímelo, pequeña… -.
- Raimundo… -. Gimió ella. -
Detente te lo suplico… -.
- Llevo demasiados años
deteniéndome, amor… -, movió sus manos hasta cubrir con ellas las de Francisca.
- No me pidas que controle lo que siento por ti -.
Enterró los labios en su pelo adorando
la fragilidad de su cuerpo, que se estremecía con cada caricia de sus labios.
Estaba tan deseoso de ella que le costaba controlar su ardor. Su irrefrenable
pasión por ella. Muy lentamente la fue girando hasta que quedaron frente a
frente.
Francisca seguía con los ojos
cerrados y la cabeza agachada, incapaz de enfrentarse a su mirada. Para ella
suponía un shock enfrentarse abiertamente a sus sentimientos. Y no sabía si aún
estaba preparada para ello. Se debatía entre salir corriendo de allí o quedarse
para siempre a su lado.
- Mírame amor mío… -. Había
subido su mano hasta rozar su mejilla. Abrió muy despacio los ojos, temerosa de
perderse en los de Raimundo. - Te quiero Francisca -.
Rozó sus labios con tanta ternura
como disponía en ese momento. La que ella le provocaba. Quiso saltar de júbilo
cuando ella, temerosa, acarició su rostro con la yema de los dedos. Cuando le
comenzó a devolver aquel tímido beso que pronto se le antojó insuficiente.
Apretó su cuerpo contra el de Francisca queriendo hacer el beso mucho más
intenso y profundo. Y no sintió cómo ella se tensaba en sus brazos, ni cómo
intentaba zafarse de él hasta que sus lágrimas mojaron sus labios.
- Francisca, mi amor… -.
Pero ella salía ya apresurada por
la puerta, sin volver la vista atrás.
Como lo dejas así? Ay Dios mio, se me ha parado el corazon! Sigue en cuanto puedas, este relato promete muchisimo!
ResponderEliminarComo encuentras todas las ideas por las historias? Cada vez me sorprendo mas!
muchas gracias!! Las ideas surgen facilmente, me alegro que te guste leer mis historias
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