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martes, 10 de noviembre de 2015

SECUESTRADA (Parte 1)



Magullada. Hambrienta. Aterida de frío y aterrada hasta límites que ya creía olvidados. Con los alaridos de Sebastián, el hijo de Raimundo, resonando con intensidad aún en sus oídos, a pesar de que el joven mal dormía apenas a unos metros de ella.

Sola. Así se sentía. Abandonada por todos aquellos que sentían algo de aprecio por ella, pues era poco probable que supieran la suerte que estaba corriendo. Sus fuerzas también comenzaban a abandonarla y no sabía cómo podría sobrevivir las próximas horas si es que no se producía un milagro.

Se abrazó sus doloridos músculos tratando de infundirse algo de calor, pues ni eso le habían proporcionado esos malnacidos. A su alrededor podía percibir el hedor y la podredumbre de aquel inhóspito lugar, que no supo reconocer a pesar de sus intentos. Ni siquiera podía imaginar dónde podía encontrarse. El último recuerdo que permanecía fresco en su memoria la trasladaba a su despacho después de haberse reunido con Mauricio. Después… nada. Todo se volvía negro.

Dirigió su vista al cuerpo que dormía en la otra esquina del maloliente y húmedo sótano. Y no supo cómo sentirse. Aquel hombre era el culpable de la penosa situación que estaba viviendo, y sin embargo, la compasión le embargaba pensando en las interminables horas de tortura que había sufrido a manos de Ayala y sus secuaces. Un escalofrío de terror le atravesó la columna sabiéndose la siguiente. La resistencia de Sebastián terminaría por diluirse y entonces irían a por ella. A fin de cuentas, de su patrimonio dependía que saliera bien parada de todo aquello.

Más no se doblegaría. No iba a cambiar su modo de conducirse en la vida por mucho que se torciesen las cosas para ella. No había luchado durante todos estos años para ahora perderlo todo a manos de esa panda de desgraciados. Jamás accedería a las peticiones de Ayala. Aunque ello le costase la vida.

Su vida. Apoyó la frente sobre sus rodillas al tiempo que exhalaba un suspiro derrotado. ¡Qué poco valor le concedía en estos aciagos tiempos! Tras el varapalo que supuso saber que Raimundo había regresado de las Américas para hacerse con su fortuna, el rencor y las ansias de venganza le habían permitido mantenerse firme sin desfallecer de dolor un solo instante. Aunque sintiera que se desgarraba por dentro cada vez que él estaba junto a su lado declarándole su amor.

“No confíe en Raimundo”. Por más que tratase de no pensar en ello, las palabras no dejaban de resonar en su cabeza. Raimundo había sido su primer pensamiento cuando llegó a ese lugar, y su recuerdo no le había abandonado en todo este tiempo.

¿Confiar en él? ¿Cómo hacerlo cuando las pruebas lo acusaban de manera tan directa? Y sin embargo, ¿cómo no entregarse a él ciegamente cuando su sola imagen, evocada en las largas horas que llevaba cautiva, le había animado a no perder la esperanza?

Si pudiera volver el tiempo atrás… Si tan solo pudiera regresar sobre sus pasos y enfrentarle… Hablarle abiertamente del resultado fortuito de sus pesquisas… Tal vez entonces podría encontrar una explicación posible a todo lo que estaba aconteciendo. ¿Por qué no fue capaz de confiarse a ella?

Daría lo que fuera por volver a sentir su mano rozando tímidamente su mejilla. Por apreciar el calor de sus labios sobre los suyos y el susurro de su voz quemándole la piel.

Daría lo que fuera por volver a perderse en su mirada una vez más…

Escuchó cómo el pestillo de la puerta se abría lentamente y sintió nauseas. El simple hecho de pensar en el apestoso aliento de Ayala sobre ella le revolvía las entrañas. Aun así, encontró las fuerzas suficientes para ponerse en pie y enfrentarle cara a cara. Había tomado una decisión y la llevaría hasta sus últimas consecuencias.

Advirtió la sucia mirada de aquel hombre sobre su cuerpo en cuanto sus pies alcanzaron el final de la escalera. Cuantos más arrestos demostraba ella más lujuria divisaba en su mirada. Sabía que tenía todas las de perder. Que su vida estaba alcanzando sus últimos días y que su final sería atroz. Más, alzó el mentón orgullosa. Si había de morir, lo haría con la cabeza bien alta.

- Buenas tardes, Señora… -.

Una mueca de asco se pintó en su rostro cuando los dedos de Ayala recorrieron su espalda en una lenta y repugnante caricia que terminó por su cuello. Apartó la cara con vehemencia, conteniendo su furia en su puño. Aguantándose las ganas de estrellarlo contra su mejilla con todas las fuerzas de las que fuera capaz. Pero aquello no le conduciría a nada. Al menos, a nada bueno…

- ¿Ha pensado ya en mi propuesta? -. Prosiguió mientras avanzaba y se ponía frente a ella. Tomándola del mentón para obligarla a mirarle de frente. - Mi paciencia tiene un límite y usted está empezando a alcanzarlo… -.

Había ido acercándose a ella hasta quedar apenas a unos milímetros de sus labios. Pero ella no se arredró.

- En eso nos diferenciamos usted y yo, Ayala -. Escupió su nombre con todo el desprecio que sentía por él. - En que usted ya ha sobrepasado con creces el mío -. Se deshizo de su agarre con un manotazo. - Escúcheme bien lo que voy a decirle… Jamás verá una sola peseta de mi patrimonio. Nada he de pagar, pues nada debo -. Dirigió su mirada hacia Sebastián. Había despertado al mismo tiempo que la puerta se abrió anunciando la presencia de aquel hombre, y observaba la escena en silencio. - Cada palo que aguante su vela -.

Ayala bufó irónico, pero sobre todo, sorprendido por los arrestos de aquella mujer. Cuanto más la conocía, más la deseaba. Sin embargo, sus intereses actuales marchaban por otros derroteros. Iba a sentir tener que deshacerse de ella.

- Creo que no ha comprendido el alcance de su decisión, Señora -. Apoyó sus manos sobre las caderas. - O paga, o los dos mueren -.

En ese momento Sebastián se acercó a ella desesperado. - Por Dios, Doña Francisca, haga lo que le piden… ¡Nos matarán a los dos! -. Aferró su brazo con las manos, apelando a su compasión. - Piense en usted… piense en mi padre… -.

¡Cómo si pudiera dejar de pensar en él un solo instante…! Comprendía los motivos que habían llevado a Raimundo a actuar como lo hizo, pero nunca podría perdonarle su traición. Que hubiera jugado con sus sentimientos, embaucándola y haciéndola creer que todavía la amaba. Miró a Sebastián con firmeza, para después dirigirse a Ayala.

- He dicho mi última palabra -.

El silencio se volvió tan denso de repente que los envolvió a todos. Ni siquiera sus respiraciones se escuchaban, temiendo romperlo en pedazos. Tras unos minutos, Ayala chasqueó la lengua.

- Mala decisión, Señora… muy mala… -. Murmuró. - ¡Muchachos! -.

La puerta se abrió de pronto y dos de sus secuaces bajaron prestos. Cerró los ojos y se preparó para lo peor. Dedicó un último pensamiento a Raimundo. A Tristán, Soledad y María. A ellos había amado más que a nadie y con ellos en su recuerdo terminaría sus días.

Escuchó los gritos de Sebastián mientras ella era apartada de un fuerte empujón que le tiró al suelo. Casi en volandas, el joven Ulloa era sacado del sótano mientras trataba de revolverse y escapar de sus captores.

- ¡Mi muerte quedará sobre su conciencia! -, gritó. - ¡Mi padre jamás se lo perdonará! ¿Me oye? ¡Jamás! -.

Sus gritos cargados de reproches se entremezclaban con la risa burlona de Ayala, que la confinaba una vez más entre aquellas oscuras cuatro paredes que se convertirían en su morada una noche más. Se acurrucó contra una de las columnas y se tapó los oídos con las manos, mientras espesas lágrimas surcaban sus mejillas.

- Raimundo… perdóname… -, sollozó. - Perdóname… -.

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