Magullada. Hambrienta. Aterida de
frío y aterrada hasta límites que ya creía olvidados. Con los alaridos de
Sebastián, el hijo de Raimundo, resonando con intensidad aún en sus oídos, a pesar de que el joven
mal dormía apenas a unos metros de ella.
Sola. Así se sentía. Abandonada
por todos aquellos que sentían algo de aprecio por ella, pues era poco probable
que supieran la suerte que estaba corriendo. Sus fuerzas también comenzaban a
abandonarla y no sabía cómo podría sobrevivir las próximas horas si es que no
se producía un milagro.
Se abrazó sus doloridos músculos tratando
de infundirse algo de calor, pues ni eso le habían proporcionado esos
malnacidos. A su alrededor podía percibir el hedor y la podredumbre de aquel
inhóspito lugar, que no supo reconocer a pesar de sus intentos. Ni siquiera
podía imaginar dónde podía encontrarse. El último recuerdo que permanecía
fresco en su memoria la trasladaba a su despacho después de haberse reunido con
Mauricio. Después… nada. Todo se volvía negro.
Dirigió su vista al cuerpo que dormía
en la otra esquina del maloliente y húmedo sótano. Y no supo cómo sentirse.
Aquel hombre era el culpable de la penosa situación que estaba viviendo, y sin
embargo, la compasión le embargaba pensando en las interminables horas de
tortura que había sufrido a manos de Ayala y sus secuaces. Un escalofrío de
terror le atravesó la columna sabiéndose la siguiente. La resistencia de
Sebastián terminaría por diluirse y entonces irían a por ella. A fin de
cuentas, de su patrimonio dependía que saliera bien parada de todo aquello.
Más no se doblegaría. No iba a
cambiar su modo de conducirse en la vida por mucho que se torciesen las cosas
para ella. No había luchado durante todos estos años para ahora perderlo todo a
manos de esa panda de desgraciados. Jamás accedería a las peticiones de Ayala.
Aunque ello le costase la vida.
Su vida. Apoyó la frente sobre
sus rodillas al tiempo que exhalaba un suspiro derrotado. ¡Qué poco valor le
concedía en estos aciagos tiempos! Tras el varapalo que supuso saber que
Raimundo había regresado de las Américas para hacerse con su fortuna, el rencor
y las ansias de venganza le habían permitido mantenerse firme sin desfallecer
de dolor un solo instante. Aunque sintiera que se desgarraba por dentro cada
vez que él estaba junto a su lado declarándole su amor.
“No confíe en Raimundo”. Por más que tratase de no pensar en ello,
las palabras no dejaban de resonar en su cabeza. Raimundo había sido su primer
pensamiento cuando llegó a ese lugar, y su recuerdo no le había abandonado en
todo este tiempo.
¿Confiar en él? ¿Cómo hacerlo
cuando las pruebas lo acusaban de manera tan directa? Y sin embargo, ¿cómo no
entregarse a él ciegamente cuando su sola imagen, evocada en las largas horas
que llevaba cautiva, le había animado a no perder la esperanza?
Si pudiera volver el tiempo
atrás… Si tan solo pudiera regresar sobre sus pasos y enfrentarle… Hablarle
abiertamente del resultado fortuito de sus pesquisas… Tal vez entonces podría
encontrar una explicación posible a todo lo que estaba aconteciendo. ¿Por qué
no fue capaz de confiarse a ella?
Daría lo que fuera por volver a
sentir su mano rozando tímidamente su mejilla. Por apreciar el calor de sus
labios sobre los suyos y el susurro de su voz quemándole la piel.
Daría lo que fuera por volver a
perderse en su mirada una vez más…
Escuchó cómo el pestillo de la
puerta se abría lentamente y sintió nauseas. El simple hecho de pensar en el
apestoso aliento de Ayala sobre ella le revolvía las entrañas. Aun así,
encontró las fuerzas suficientes para ponerse en pie y enfrentarle cara a cara.
Había tomado una decisión y la llevaría hasta sus últimas consecuencias.
Advirtió la sucia mirada de aquel
hombre sobre su cuerpo en cuanto sus pies alcanzaron el final de la escalera.
Cuantos más arrestos demostraba ella más lujuria divisaba en su mirada. Sabía
que tenía todas las de perder. Que su vida estaba alcanzando sus últimos días y
que su final sería atroz. Más, alzó el mentón orgullosa. Si había de morir, lo
haría con la cabeza bien alta.
- Buenas tardes, Señora… -.
Una mueca de asco se pintó en su
rostro cuando los dedos de Ayala recorrieron su espalda en una lenta y
repugnante caricia que terminó por su cuello. Apartó la cara con vehemencia,
conteniendo su furia en su puño. Aguantándose las ganas de estrellarlo contra
su mejilla con todas las fuerzas de las que fuera capaz. Pero aquello no le
conduciría a nada. Al menos, a nada bueno…
- ¿Ha pensado ya en mi propuesta?
-. Prosiguió mientras avanzaba y se ponía frente a ella. Tomándola del mentón
para obligarla a mirarle de frente. - Mi paciencia tiene un límite y usted está
empezando a alcanzarlo… -.
Había ido acercándose a ella
hasta quedar apenas a unos milímetros de sus labios. Pero ella no se arredró.
- En eso nos diferenciamos usted
y yo, Ayala -. Escupió su nombre con todo el desprecio que sentía por él. - En
que usted ya ha sobrepasado con creces el mío -. Se deshizo de su agarre con un
manotazo. - Escúcheme bien lo que voy a decirle… Jamás verá una sola peseta de
mi patrimonio. Nada he de pagar, pues nada debo -. Dirigió su mirada hacia
Sebastián. Había despertado al mismo tiempo que la puerta se abrió anunciando
la presencia de aquel hombre, y observaba la escena en silencio. - Cada palo
que aguante su vela -.
Ayala bufó irónico, pero sobre
todo, sorprendido por los arrestos de aquella mujer. Cuanto más la conocía, más
la deseaba. Sin embargo, sus intereses actuales marchaban por otros derroteros.
Iba a sentir tener que deshacerse de ella.
- Creo que no ha comprendido el
alcance de su decisión, Señora -. Apoyó sus manos sobre las caderas. - O paga,
o los dos mueren -.
En ese momento Sebastián se
acercó a ella desesperado. - Por Dios, Doña Francisca, haga lo que le piden…
¡Nos matarán a los dos! -. Aferró su brazo con las manos, apelando a su
compasión. - Piense en usted… piense en mi padre… -.
¡Cómo si pudiera dejar de pensar
en él un solo instante…! Comprendía los motivos que habían llevado a Raimundo a
actuar como lo hizo, pero nunca podría perdonarle su traición. Que hubiera
jugado con sus sentimientos, embaucándola y haciéndola creer que todavía la
amaba. Miró a Sebastián con firmeza, para después dirigirse a Ayala.
- He dicho mi última palabra -.
El silencio se volvió tan denso
de repente que los envolvió a todos. Ni siquiera sus respiraciones se
escuchaban, temiendo romperlo en pedazos. Tras unos minutos, Ayala chasqueó la
lengua.
- Mala decisión, Señora… muy
mala… -. Murmuró. - ¡Muchachos! -.
La puerta se abrió de pronto y
dos de sus secuaces bajaron prestos. Cerró los ojos y se preparó para lo peor.
Dedicó un último pensamiento a Raimundo. A Tristán, Soledad y María. A ellos
había amado más que a nadie y con ellos en su recuerdo terminaría sus días.
Escuchó los gritos de Sebastián
mientras ella era apartada de un fuerte empujón que le tiró al suelo. Casi en
volandas, el joven Ulloa era sacado del sótano mientras trataba de revolverse y
escapar de sus captores.
- ¡Mi muerte quedará sobre su
conciencia! -, gritó. - ¡Mi padre jamás se lo perdonará! ¿Me oye? ¡Jamás! -.
Sus gritos cargados de reproches
se entremezclaban con la risa burlona de Ayala, que la confinaba una vez más
entre aquellas oscuras cuatro paredes que se convertirían en su morada una
noche más. Se acurrucó contra una de las columnas y se tapó los oídos con las
manos, mientras espesas lágrimas surcaban sus mejillas.
- Raimundo… perdóname… -,
sollozó. - Perdóname… -.
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