Raimundo llegó apurado a la Casa
de Comidas y de un humor de perros. Apenas saludó a los presentes con un leve
movimiento de cabeza, y enseguida se puso el delantal para atender a los
parroquianos.
En esas estaba cuando Mauricio se
dejó caer por allí. No le hacía demasiada gracia que ese mastuerzo entrara en
su negocio, pero tampoco tenía potestad para echarlo de allí. Además, de un
tiempo a esta parte, parecía haber caído en gracia con el resto de habitantes
del pueblo al haberse posicionado en más de una ocasión del lado del
desfavorecido. Pero a él todo eso le escamaba y seguía sin fiarse de él. Aun
así, había aprendido a tolerarlo en la taberna.
Observó como el capataz de Francisca se
acercaba hasta Hipólito, el hijo del alcalde y dueño del único colmado del pueblo, con una sonrisa en los labios.
- ¡Mirañar! -, le palmeó en el
hombro, logrando que el joven se inclinara hacia adelante debido a la fuerza
del golpe. - En qué momento te hice caso, zagal -.
El joven lo miró sin comprender.
- Buenas Mauricio… Pues me alegro mucho que te sirviera lo que te dije… por
cierto. ¿Qué te dije? -. Le miró interrogante.
Mauricio miró a ambos lados antes
de acercarse un poco más al muchacho. - Ya sabes… -, le dijo en voz baja. - El
jabón de lavar barbas… -.
- ¡Ooohhh, sí! -. Le respondió a
voz en grito Hipólito. - ¡El jabón que te vendí! -.
- Pero calla, muchacho -, le
agarró del brazo pidiéndole que bajara la voz. - Tampoco hace falta que grites,
¿no crees? -.
- Bueno, discúlpame, Mauricio -.
Hipólito se recompuso la chaqueta de su traje. Siguió hablando con un tono más
bajo y pausado. - Ya te dije que ese jabón era una maaaaaravilla -. Inclinó la
cabeza entrecerrando los ojos. - Tu barba se ve espesa, limpia y cuidada -.
Sonrió con suficiencia. - Seguro que alguna moza del pueblo se ha percatado de
eso mismo -.
¿Jabón para lavar barbas? ¿Había
escuchado bien? Raimundo dejó de llenar las jarras de vino para prestar
atención a lo que ambos estaban hablando. Desconocía que existiera un jabón
especial para el cuidado del vello facial. Miró de reojo a Mauricio y se
sorprendió. Se había producido un gran cambio en él. Su aspecto estaba más
cuidado y pulcro, y de nuevo vinieron a su mente las palabras que había cruzado
con Francisca aquella tarde.
Hipólito y Mauricio seguían
hablando, aunque ahora en voz más baja que antes y desde donde estaba no podía
distinguir qué estaban diciendo. Intrigado como estaba, dejó la garrafa de vino
y cogió un plato, un cuchillo y un poco de queso, y disimuladamente, como si no
les estuviera prestando atención, se acercó hasta ellos hasta casi situarse a
su lado. Mauricio se dio cuenta de su presencia, pero él disimuló poniéndose a
cortar queso como si nada. El capataz pareció quedarse tranquilo así. - Bueno,
Mirañar… no ha sido una muchacha del pueblo precisamente -, sonrió algo
avergonzado. - Pero sí una de Munia… -. Se frotó la nuca con la mano. -
Precisamente alabó mi… barba… Y todo gracias a ti y a tu jabón milagroso -.
A Raimundo se le cayó el cuchillo
al suelo al escuchar semejante… milagro. Hipólito y Mauricio le miraron con el
ceño fruncido, pero él volvió a disimular sonriendo despreocupado y agachándose
para recoger el utensilio del suelo. Aún sin incorporarse, mesó su barba con
las manos. La verdad es que llevaba ya un tiempo en que apenas prestaba atención
a este tipo de cosas. ¿Se habría percatado Francisca de aquello?
- Te lo dije Mauricio -,
respondió un sonriente Hipólito recalcando cada sílaba y acompañándola de
toquecitos con el dedo en el pecho del hombre. - Reservo mi derecho de ser
padrino en tu boda -.
- ¿Pero qué tontás estás
diciendo, zagal? ¿Boda? ¡Quita, quita! -. Dijo espantado. - Por lo pronto hemos
quedado en vernos más tarde… Tú… ya me entiendes… -.
Hipólito abrió los labios,
dibujando un “oh” silencioso al entender a qué se refería Mauricio.
- Raimundo, ¿qué hace por los
suelos? -. La voz de Alfonso le sobresaltó y le hizo caer hacía atrás,
terminando con sus posaderas en el suelo. Se levantó tan veloz como un rayo.
- Eh…
nada, nada. He de… Adiós… -. Salió de detrás de la barra, dejando a Alfonso,
Mauricio e Hipólito mirándolo atónitos.
Se
encaminó derecho a su habitación, cerrando la puerta tras de sí. Se paró frente
al espejo y se observó. La verdad es que necesitaba un buen rapado. Hacía un
par de meses que no se dejaba caer por la barbería. Y hablando de barbas. Comenzó a mover el rostro frente al espejo,
queriendo verse desde todos los ángulos posibles.
Jabón
para lavar barbas. ¡Qué estupidez! ¿O no…? Suspiró desconcertado y furioso.
¡Maldita Francisca! Tal vez debería hacer una visita al colmado, y luego
acercarse hasta La Puebla e ir al barbero. Esa condenada mujer iba a tragarse
todas sus palabras.
…………………
- Buenas
tardes, Raimundo -, le saludó Dolores en cuanto terminó de entrar al colmado
aquella misma tarde. - Hacía mucho que no se dejaba usted caer por aquí… ¿Qué
tal Alfonso? ¿Y Emilia? Espero que se hayan arreglado ya de la trifulca que
tuvieron el otro día -. Salió de detrás del mostrador hasta ponerse a su lado,
cruzando los brazos sobre el pecho. - Ya sabe usted que a mi no me gusta
cotillear, pero estando yo delante de tamaño encontronazo que tuvieron los dos
en la plaza, pues es normal que me quedase preocupada. Y dígame, ¿qué problemas
puede tener una pareja que es…? -.
-
¡Dolores! -. La interrumpió Raimundo en un grito, resoplando después. - Déjese
de chácharas que tengo algo de prisa -. Movió la cabeza como si buscara a
alguien. - ¿No se encuentra Don Pedro? ¿O Hipólito? -. La verdad es que
prefería tratar el asunto con ellos.
Dolores
arqueó una ceja. - Pues no, tendrá que conformarse conmigo. Y dígame, ¿qué le
pongo? -.
¡Maldición!
Tenía que pensar algo con rapidez. - Póngame… una libra de garbanzos -.
La mujer
se acercó hasta los garbanzos, llenando la saca mientras seguía con su
incesante y absurda charla, ahora sobre la hija de la Señora Encarna. ¡Qué le
importaba a él que su hijo el mayor hubiera tenido que casarse con una joven a
la que había dejado preñada!
- ¿Qué
más le pongo? -.
Jabón.
Quiero jabón para lavar barbas.
- Media
saca de azúcar -. Estaba siendo infantil. Quería ese maldito jabón y como
siguiera así, terminaría llevándose medio colmado antes de atreverse a pedirlo.
Después
de un buen rato donde el mostrador se empezó a llenar de paquetes con
garbanzos, azúcar, algo de harina, unos judiones…, Raimundo tomó aire y lo dejó
escapar lentamente.
- Quería
jabón para lavar barbas -. Lo dijo tan sumamente bajo, que Dolores frunció el
ceño.
- ¿Cómo
dice? -. Raimundo volvió a resoplar. - Jabón para lavar barbas -. Lo dijo algo
más alto que la vez anterior, pero la mujer seguía sin escucharlo.
- Por
Dios, Raimundo, o me estoy quedando sorda o usted está perdiendo voz. ¿Qué es
lo que dice que quiere? -.
- ¡Jabón
para lavar barbas, por todos los demonios! -.
Más vale
que ese maldito jabón sirviera par algo….
..............
- Pero,
¿se encuentra bien suegro? -. Alfonso le hablaba a través de la puerta
cerrada de su habitación. Extrañado de que no se hubiera presentado a
desayunar esa mañana a la hora habitual.
- Estoy
bien Alfonso, no te inquietes. Tan solo es un ligero… malestar -. Mintió. En
realidad, se encontraba frente al espejo, con una pequeña palangana llena de
agua, y la barba completamente enjabonada. Se quedó con una mano suspendida en
el aire, esperando que su inocente patraña hubiera calado en su yerno.
Silencio.
No escuchaba nada. - ¿Alfonso? -.
- Eh…
sí, disculpe -. Le resultaba raro ya que antes de llamar a su puerta, había
escuchado ruidos extraños en el interior de la habitación. - ¿Quiere que llame
al médico de La Puebla? Si salgo ahora podemos estar aquí en… -.
- ¡¡NO!!
-. Gritó Raimundo logrando que al otro lado, Alfonso se apartara de la puerta
sobresaltado. - Quiero decir… -. Se maldijo mentalmente por su ímpetu al
responder. - No es más que un dolor en las tripas, creo que la cena de anoche no me sentó
demasiado bien -. Le molestaba tener que mentir a Alfonso, pero lo prefería, a
pasar la vergüenza de tener que explicar la situación en la que se encontraba.
- De veras, solo necesito descansar y que… nadie me moleste en lo que queda de
mañana -.
Alfonso
exhaló un suspiro. - Como desee Raimundo, no se le molestará en toda la mañana.
Si necesita algo, o se encuentra peor, no dude en avisarnos -.
Raimundo
escuchó los pasos de Alfonso alejándose al fin de su puerta. Se había propuesto
dejarse caer por la Casona esa misma mañana. Miró hacia la cama, donde había
dejado su mejor traje. Veríamos si después de esa visita, Francisca seguía
pensando que era un zarrapastroso.
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