Ambos se
quedaron en silencio unos minutos. Mirándose nada más. Fue Raimundo quien lo
rompió primero. - Siento mucho mi comportamiento. No pretendía ofenderte… es
solo que… -, suspiró. Era inútil ocultar la realidad. Y prefería que ella la
conociera antes de que se quedara con la impresión de que un puñado de liendres
se había adueñado de su barba. -… me turbó tu comentario acerca de esta desazón
que me corroe. No sé muy bien lo que me ocurre, pero te aseguro que es un picor
insoportable -. Terminó diciendo mientras llevaba su mano hasta el rostro con
intención de rascarse de nuevo.
Pero
Francisca le detuvo en el aire, tomando su mano con suavidad, aunque soltándola
rápidamente al sentir su cálido contacto. Sin dejar de mirarle a los ojos,
acarició su mentón, por encima de la barba. Y abandonando por primera vez sus
ojos, bajó la mirada hasta el punto en el que se encontraba su mano.
- Tienes
la piel enrojecida… -. Murmuró. - Parece un tipo de sarpullido… -.
Siguió
acariciando suavemente hasta que le escuchó suspirar. Entonces, súbitamente,
apartó su mano y se distanció de él unos pasos, dándole la espalda y
cubriéndose con los brazos. Consciente de que había permanecido demasiado
tiempo de esa guisa frente a sus ojos.
- Seguro
que ha sido por algo que tengas en ese tugurio en el que mal vives -. Se mordió
el labio inferior casi al mismo tiempo en que pronunciaba aquellas palabras.
Llevaba tanto tiempo conviviendo con su orgullo herido e hiriente, que se había
acostumbrado a que fuera él quien hablara por ella en casi todas las ocasiones.
Cerró
los ojos al escuchar cómo Raimundo dejaba escapar el aire lentamente. - ¿Quién
humilla ahora, Francisca? -. Musitó. - Será mejor que me vaya… -.
-
¡Espera! -, gritó, haciendo que él se girara de nuevo para encararla. Ni
siquiera sabía que extraño impulso le había obligado a detener su marcha. Su
mente trató de maquinar una buena excusa para ello, pero no la encontró. Tan
solo, la necesidad de disculparse, como él lo había hecho antes con ella. -
Discúlpame si en algo te he ofendido, Raimundo -. Alzó el mentón. - Y… te pido
que me esperes aquí unos instantes. He de ir a por algo -.
Erguida
como un palo, y con toda la dignidad y amor propio que le quedaba, se agachó
para recoger el vestido y pasó por su lado, mirándole de reojo. Bufó cuando se
dio cuenta de que él la miraba abiertamente y sonreía. Entrecerró los ojos y lo
miró furiosa. - Deja ya de mirarme de esa manera tan… -, no era capaz de
encontrar las palabras adecuadas. - Sabes perfectamente a qué me refiero. No
es… decente -.
Y salió
des despacho escuchando a sus espaldas las sonoras carcajadas de Raimundo.
Cuando
él se hubo quedado a solas, suspiró al tiempo que se rascaba de nuevo la barba.
-
Preciosa, amor… siempre estás preciosa ante mis ojos… -.
………………………..
Subió
las escaleras casi a la carrera, deseosa de llegar lo antes posible a su
habitación y poder ponerse algo de ropa encima. Jamás en su vida había pasado
mayor vergüenza que hacía unos instantes en la biblioteca. Y a pesar de todo,
lo que menos le importaba es que hubiese sido ante Raimundo. Se sonrió avergonzada al
recordarlo. Si no hubiese sido tan tozuda de querer entrar en aquel vestido que
ya no le servía, nada de esto habría sucedido.
Su sonrisa
se borró del rostro al evocar también la profunda mirada de Raimundo
recorriéndole el cuerpo. Eran ya muchos años sin sentir la mirada de un hombre
sobre ella, y mucho menos la de él. Que en realidad, era la única que le
importaba. Y si mal no recordaba, los ojos de él se habían oscurecido de deseo
mientras la miraba.
Respiró
con fuerza mientras corría al armario en busca de algo de ropa que ponerse
encima. Después, salió de su alcoba para dirigirse a la habitación de Tristán y
después a la cocina.
……………………………
Nunca en
su vida había pasado mayor vergüenza. Cuando cogiera a ese atontado de
Hipólito, le iba a despellejar el pescuezo a base de collejas. Aunque en
realidad, la culpa había sido suya. ¿Cómo pudo ser tan estúpido de comprarse un
jabón para lavar su barba?
La
respuesta es bastante evidente, se dijo mentalmente. Querías
impresionar a Francisca y que quedara prendada de ti de nuevo. No soportabas la
idea de que ella no te encontrase ya atractivo
-
¡Cállate! ¡Maldita sea! -. Bufó furioso en el mismo momento en que la puerta se
abrió. Era Francisca. Con un oscuro y recatado vestido negro. Y a pesar de
todo, él no podía encontrarla más preciosa que en aquel instante.
- ¿Se
puede saber con quién hablas? ¿Una de esas liendres que habitan en tu poblada y
lustrosa barba ha reptado hasta tu cerebro trastornándote ya por completo? -.
Él quiso
replicarle, pero dicha réplica quedó perdida en el olvido cuando observó cómo
ella sonreía levemente. Hacía tanto tiempo que las bromas habían desaparecido
entre ellos, que no había sido capaz de reconocer una de ellas en ese momento.
- Muy
graciosa -. Se limitó a decir. - ¿Qué es eso que traes? -. Le preguntó
extrañado al ver la caja que portaba en sus manos.
De
pronto, la puerta del despacho se abrió, y entró Rosario con una palangana
llena de agua.
- Aquí
tiene Señora, ¿dónde desea que la ponga? -.
- Sobre la mesa -, le indicó con
una mano.
-
Retírate ya y que nadie venga a molestarme, ¿entendido? -.
La mujer
se limitó a asentir con la cabeza mientras aguantaba una sonrisa. No pudo
evitar aun así dedicar una mirada de reojo a Raimundo, que iba a desgarrarse la
piel del rostro como siguiera rascándose de aquella manera. Tuvo que morderse
los labios para no estallar en carcajadas. Sabía perfectamente lo que Francisca
iba a hacer, pues había reconocido la caja de Tristán.
Cuando
la puerta se cerró, Francisca se acercó hasta la mesa dándole la espalda. Abrió
la caja y suspiró.
- ¿Qué
es lo que pasa aquí, Francisca? ¿Para qué es esa agua? -. Su voz comenzaba a
temblar dada su inquietud. - ¿Qué es lo que pretendes? -.
Ella se
dio la vuelta lentamente mostrándole lo que llevaba en su mano. Era una
cuchilla.
- Voy a
afeitarte esa barba, Raimundo -.
Raimundo
abrió los ojos como platos. - Perdona Francisca, creo que no te escuché bien.
Que tú… ¿qué? -, retrocedió un par de pasos, asustado y sin dejar de mirar la
cuchilla. - Creo que definitivamente, será mejor que me vaya -.
Ella le
miró arqueando una ceja. - Vamos Raimundo, no seas chiquillo. Es más que evidente
que te ha brotado un sarpullido, Dios sabe a causa de qué… -, le decía mientras
movía la cuchilla en el aire. - Lo mejor es que te afeites. Y no hay más
que hablar -.
Raimundo
era incapaz de perder de vista la condenada cuchilla y seguía con su cabeza
todos los movimientos de su mano. Al ver que Francisca se acercaba decidida a
él, elevó los brazos a modo de barrera, mirándola esta vez a los ojos.
- Fran…
Francisca… si todo esto es porque antes me atreví a mirarte de esa manera que
tú consideras indecorosa… -, seguía dando pasos hacia atrás, queriendo alejarse
de ella y de ese arma mortífera que tenía en las manos. -… te aseguro que no
hubo mala intención… Te… ¡Te miraba con buenos ojos! -. Se defendió.
Un
intenso sofoco ante su comentario, junto con unas terribles ganas de
carcajearse ante su comportamiento se adueñaron de ella. Y decidió seguir
“jugando” un poco con él. Ese momento de distensión, de confianza entre ellos,
le hacía volver a sentirse joven. Volver a sentirse viva.
- ¿Con
buenos ojos? -. Preguntó insinuante, moviendo la cuchilla entre sus dedos
mientras se acercaba lentamente a él. - Y ¿cómo de apreciativa era tu mirada?
-.
Él tragó
saliva al tiempo que volvía a descender su mirada hacia la cuchilla. - Vamos,
Francisca, esto es absurdo. Me iré de aquí y santas pascuas. Ya me afeitaré yo
mismo en casa o buscaré otra… solución ¿de acuerdo? Pero ahora… aparta eso -.
Francisca
bufó irónica. - Pero ¿piensas acaso, maldito tabernero, que voy a rebanarte el
pescuezo con una cuchilla de afeitar? ¿Por quién me tomas? -. Se acercó hasta
ponerse frente a él. - Además... -, apartó la mirada de él, perdiéndola en sus
propias elucubraciones. -… sería demasiado… sangriento. Y no veas lo mal que se
quita la sangre de las alfombras… No, definitivamente, puedes estar tranquilo. No voy a matarte con esta cuchilla
-. Fijó de nuevo sus ojos en los suyos sonriendo de manera imperceptible. - . Y ahora, deja de
comportarte como un crio y siéntate ahí. No hay más que hablar -.
Raimundo
permaneció perdido en sus ojos durante unos instantes que le resultaron
demasiado efímeros. Por primera vez en mucho tiempo, estaba cómodo en su
compañía, y eso le alegraba y le aterraba a la vez. Temía ser el único que se
sintiera de aquella manera.
- Mandona
-, la llamó antes de ir hacia la butaca junto a la mesa y sentarse en ella
refunfuñando en voz baja.
-
Insolente -. Replicó ella.
Raimundo
sonrió cuando ella se acercó a la mesa para coger el jabón. Dándole la espalda.
La idea de que le afeitase le resultaba de lo más… turbadora. Puso sus manos
sobre las rodillas y esperó.
- Bueno,
pues… allá vamos… -.
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