Translate

viernes, 18 de diciembre de 2015

BESO BAJO EL MUÉRDAGO



La calesa con el membrete de los Montenegro se movía con un ligero repiqueteo por los senderos de gravilla que separaban la Casona de la plaza del pueblo.

- Si tan molesto le resulta tener que acudir para asistir a este acto organizado por el alcalde, nos habíamos quedado en casa y santas pascuas -.

Tristán, sentado en frente de su madre en la calesa, llevaba casi diez minutos escuchando la incesante perorata de Francisca, que no hacía más que refunfuñar por tener que mezclarse con esa panda de desarrapados como ella les llamaba.

– Yo mismo tengo tan pocas ganas de ir como usted -, le respondió mientras aprovechaba para mirar por la ventanilla.

- Hijo, parece mentira que digas eso -. Francisca miraba desconcertada al joven, como si sus palabras hubieran sido pronunciadas por un demente. – Sabes de sobra que somos la máxima autoridad de toda la comarca, y como tal, debemos estar presentes en todas y cada una de las absurdas pantomimas que nuestro ilustre alcalde tiene a bien celebrar -.  Pero en el fondo, se sentía igual que su hijo. Tenía muy pocas ganas de estar allí, y no solo por la terrible migraña que empezaba a hacer su aparición. Sino porque no se encontraba con las fuerzas suficientes para ver de nuevo a Raimundo. Cada vez que llegaban las navidades, ese extraño corazón suyo tenía por bien extrañarle terriblemente. Le encantaba hacerle saber lo sola que estaba sin él a su lado.

Notaron que estaban próximos a su destino cuando empezaron a escuchar en la lejanía a la banda municipal interpretando alguno de los villancicos más populares. La calesa se detuvo a unos metros de la plaza. Tristán fue el primero en descender, ofreciendo caballeroso el brazo a su hermana Soledad primero, y a su madre después.

Majestuosa y vestida con sus mejores galas, causó sensación cuando las gentes del pueblo la vieron entrar en la plaza acompañada de sus hijos. Dibujando en su rostro su sonrisa más educada, fue saludando a los miembros en pleno del ayuntamiento hasta llegar al alcalde, Don Pedro Mirañar que estaba acompañado por la cotilla de su mujer Dolores a la derecha y el inepto de su hijo Hipólito a su izquierda.

Unos ojos castaños seguían todos y cada uno de sus movimientos, muy a su pesar. Pero es que no podía evitar que la boca se le secara cada vez que la veía, que su corazón peleara contra sus costillas por querer escapar de su pecho, y que las manos le doliesen por tocarla.

- La verdad es que la plaza ha quedado preciosa con la decoración navideña -. La suave voz de Águeda, situada a su lado le hizo volver a la realidad. Esbozó una tímida sonrisa antes de responderle.

- Reconozco que por una vez, el alcalde ha tenido buen gusto y mesura. Por supuesto su aportación, Doña Águeda, ha sido indispensable para encontrarnos con lo que hoy tenemos ante nuestros ojos -.

La mujer sonrió con dulzura posando ligeramente su mano sobre su brazo. – Me adula usted Raimundo. Yo solo puse mis servicios a disposición del pueblo -.

Francisca Montenegro les fulminó con la mirada. Había recorrido con la mirada todos y cada uno de los rincones de la plaza, buscándole de manera sutil. Y ahí les vio. Apostados en la puerta de la taberna mientras esa mujer le dedicaba a Raimundo una estúpida sonrisa. La sangre le hervía en las venas. No solo estaba viéndose desplazada por la Señora Mesía como miembro ilustre del pueblo, granjeándose la simpatía de todos los habitantes del lugar. Aunque eso, en cierta medida, era capaz de tolerarlo aunque su ego se viera seriamente dañado. Pero lo que no sería capaz de soportar era ver como esa mosquita muerta posaba sus ojos sobre alguien totalmente prohibido para ella. Raimundo Ulloa.

Como si percibiera el intenso escrutinio de Francisca sobre ellos, Raimundo volvió la mirada de nuevo hacia la plaza haciendo que sus ojos se encontraran. Una profunda e invisible descarga eléctrica que solamente ellos sintieron, trazó un camino serpenteante que tenía como origen y destino a dos corazones que comenzaron a palpitar al mismo ritmo. Apenas escuchaban las voces y los cantos a su alrededor, y se sentían incapaces de apartar la mirada. Era una auténtica batalla visual que Francisca perdió, pues su punzante dolor de cabeza, sumado al temblor de sus rodillas le obligó a sostenerse sobre el brazo de su hijo, que la miró preocupado.

- Madre, ¿se encuentra bien? -. Su cara no presentaba buen color. Definitivamente, no deberían haber haberse presentado allí.

- Si hijo, no te preocupes -. Se recompuso a duras penas, pues lo último que deseaba era dar un espectáculo allí mismo.

Aguantándose las ganas de acercarse hasta ellos para soltar alguna de sus típicas pullas, permaneció en su sitio, pues el alcalde estaba a punto de comenzar su discurso, conmemorando la inauguración de los festejos con motivo de las próximas celebraciones navideñas. Fingiendo que mantenía interés por las engoladas palabras que Pedro Mirañar estaba dedicando al populacho, se dedicó a recorrer la plaza con la mirada, deteniéndose sorprendida en la exquisita ornamentación que ondeaba por los ventanales y puertas de todos los edificios que bordeaban la plaza. Tenía que reconocer que este año, todo había sido decorado con muy buen gusto. Sus ojos brillaban bajo el reflejo de los coloridos adornos dulcificando su mirada y haciéndole regresar a las navidades que vivió de niña junto a sus padres. Dibujó una imperceptible sonrisa provocada por los recuerdos, dejando que su mirada siguiera vagando por el lugar. Hasta que llegó de nuevo hasta los ojos de Raimundo que la seguían observando con un tinte especial. Algo que no se paró a descifrar por temor a lo que sus propios sentimientos pudieran revelarle. Y otra vez se vio atrapada en ellos, siendo incapaz de apartarse.

- Dicho lo cual, queridos puentevejeros, quedan inaugurados los festejos navideños en este nuestro pueblo -.

El hecho de que Tristán soltara su brazo para poder aplaudir el fin del discurso del alcalde, la obligó a apartar la mirada de Raimundo por segunda vez en esa noche. Como un autómata se unió a los aplausos inclinando la cabeza levemente a Don Pedro, que buscaba su aprobación con la mirada.

- Y ahora, disfrutemos de un poco de música y de los dulces típicos de estos días, cortesía de nuestra familia, los Mirañar -. Dolores se había situado delante de su esposo cobrando ella de pronto todo el protagonismo.  – Los encontraran en la mesa del fondo… -, señaló con la mano, -…junto con el mejor ponche de huevo de toda Asturias -.

- Dolores, ¡por favor! Haz el favor de comportarte mujer… -. Tomando a su mujer del brazo, bajaron del improvisado escenario para acercarse hasta Francisca, que enseguida puso cara de fastidio en cuanto les vio encaminarse hacia ella, pero que disimuló con una sonrisa cuando estuvieron junto a ella.

- Qué honor tenerla aquí Doña Francisca, a usted y a sus hijos, tan queridos aquí en nuestro pueblo -. Besó su mano con cortesía mientras Francisca alzaba una ceja por su atrevimiento. Nunca en todos los años que se conocían, Pedro Mirañar se había atrevido a una muestra de educación de ese calibre. - ¿Qué le ha parecido mi discurso? ¿Demasiado navideño? ¿Acertado? ¿Poderoso? -.

- Largo -. Contestó ella sin ningún miramiento. Los ojos del alcalde, abiertos como platos y la mirada de Tristán regañándola por su respuesta, le obligó a añadir. - Pero déjeme felicitarle por la decoración de este año. Es magnífica -.

Pedro sonrió temeroso. – Se lo agradezco Doña Francisca, pero he de reconocerle que le mérito no ha sido exclusivamente mío -. Tragó saliva ante lo que iba a decir. – Recibí…un poco de ayuda -.

Francisca frunció el ceño. - ¿Qué quiere decir? ¿Ayuda? ¿Y de quién si puede saberse? -.

- Mía, Doña Francisca -. 

Todos los presentes se volvieron hacia la dueña de aquella voz, que se mostró ante ellos acompañada de Raimundo Ulloa que le ofrecía galante su brazo.

Si las miradas matasen, estaba seguro de que hubiera perecido allí mismo delante de todos. Raimundo sintió un especial placer al percibir el enfado en los ojos de Francisca. Verla mostrando aquel endemoniado carácter le hacía volver a sentirse vivo. Y cada vez más enamorado de ella.

- Muy buenas noches a todos -, habló Águeda. – Le agradezco el cumplido Doña Francisca. Me alegra saber que todo mi esfuerzo por decorar esta bonita plaza ha valido la pena -. Rozó con su mano el brazo de Raimundo que la sostenía y servía de apoyo, provocando que las facciones de Francisca se tensasen de manera instantánea. Águeda sonrió para sus adentros. Había logrado ponerla furiosa.

Viendo la tormenta que se avecinaba, Tristán salió al paso ofreciendo su mano a Raimundo que la estrechó de inmediato.

- Raimundo ¿cómo le va? -. El joven sonrió de medio lado. – No he visto por aquí a Sebastián. Espero que las cosas le marchen tal y como él deseaba -. Se percibía el tono preocupado en su voz.

- Está bien, no te preocupes Tristán. Solo anda cargado de trabajo estos días -. Se volvió hacia Francisca, que tenía los ojos clavados en los brazos entrelazados de él y Águeda. ¿Vislumbró tal vez celos en su mirada? Aquello sería tan maravilloso…significaría que, después de todo, él no le era del todo indiferente.

- Buenas noches Francisca. Te ves radiante -.

Se quedó muda en el sitio, sin saber qué decir. Lo último que esperaba de Raimundo en ese momento era un cumplido.

- Gracias…Raimundo… -. Estaba descolocada. Se sentía furiosa por haberles encontrado juntos, y encima ver cómo esa horrible mujer se colgaba de su brazo y le sonreía sin cesar, hacía que le reconcomieran los celos. Raimundo era suyo. Solamente ella podía agarrarle de aquella forma. Y no es que quisiera hacerlo. Por supuesto que no.

- Alcalde, un discurso soberbio, le felicito -. Don Anselmo hizo su aparición saludando afectuosamente a todos los presentes. La música comenzó a sonar y a Águeda se le iluminaron los ojos al escuchar aquella melodía.

- Recuerdo que bailaba esta canción con mi padre cuando era tan solo una niña -. Se volvió hacia Raimundo. – Raimundo, ¿me hará el honor de bailar conmigo? -.

Él miró de reojo a Francisca que se había quedado con la boca abierta. Quiso disfrutar de ese momento y sin pensárselo respondió a Águeda dedicándole su sonrisa más seductora.

- El honor será mío -.

Un intenso bufido se escuchó de pronto y todos miraron a Francisca, que estaba roja de indignación. Y de celos. Jamás pensó que otra mujer podría llegar a arrebatarle en sus narices lo que ella consideraba propio moralmente. Raimundo era suyo. Ya tuvo que vivir una vez viendo como otra mujer disfrutaba de una vida a su lado. No soportaría vivirlo de nuevo. Pero su orgullo no le dejó reconocerlo.

- Iré a tomar un ponche -. Comenzó a caminar hacia la mesa, dejando a todos pasmados tras ella. – No pienso quedarme a observar cómo hacen el ridículo -. Se le escuchó farfullar a lo lejos.

…………..

¿Pero cómo se había atrevido ese maldito Ulloa a sacar a bailar a esa mujer, delante de ella? Bebió de un solo trago su segundo vaso de ponche. Se situó de espaldas a la plaza, pues se negaba a presenciar cómo esa mujerzuela se abrazaba a Raimundo mientras bailaban. Sus ojos empezaron a brillar por lágrimas que no quería derramar. Odiaba a Águeda Mesía con todas las fuerzas de su ser.  Se había propuesto arrebatarle todo y lo estaba consiguiendo. Pero nunca pensó de dentro de ese todo, también estaría su Raimundo. ¡Y el muy sinvergüenza le había sonreído de la misma manera que la sonreía a ella! Si seguía estrujando el vaso de aquella forma, terminaría por hacerle añicos delante de todos los presentes.

- Eso Francisca…sigue dando motivos para ser la comidilla de esta panda de destripaterrones -.

Se sirvió otro vaso de ponche, pero de pronto alguien se le arrebató de las manos.

- Será mejor que no sigas bebiendo Francisca -. La sensual voz de Raimundo junto a ella hizo que se estremeciera todo su cuerpo. – Unos muchachos le han añadido aguardiente a hurtadillas, y si sigues bebiendo de esta manera terminarás lamentándolo -.

Ella se volvió hacia él mientras arqueaba una ceja. - ¿Con qué derecho vienes a mí a decirme lo que tengo que hacer, tabernero? -. Miró a ambos lados. - ¿Y tu delicada acompañante? -. Se llevó la mano al pecho en fingida afectación. – No me digas que ya está agotada de tanto bailar la canción de su papá -.

Raimundo sintió que explotaba de gozo. Estaba celosa por más que ella se empeñara en ocultarlo.

- Está allí... -. Le indicó con la mano. -…hablando con su hija. Pero me prometió que en cuanto terminara seguiríamos bailando. Déjame decirte que es una excelente bailarina -.

Francisca mostró una mueca de burla, sujetándose las manos para no golpearle en toda la sesera. ¡Maldito Ulloa! Todos los hombres eran iguales. En cuanto veían unas faldas iban detrás como moscas. El problema es que a ella, todos los hombres le daban igual excepto ese.

- Me buscaré yo también un buen bailarín que me acompañe -. Le miró desafiante. – no vas a ser tú el único que se divierta -.

- Estás celosa -. Soltó de repente Raimundo. – Te mueres de celos por verme feliz junto a otra mujer, no lo niegues -.

Las mejillas se le encendieron. Estaba roja de indignación. Y de vergüenza porque él se había percatado del ataque de celos que le estaba consumiendo. Tal era su irritación, que se veía incapaz de proferir una respuesta mordaz a Raimundo.

- Ni en tus sueños, Ulloa -. Y salió despavorida hacia la mitad de la plaza. Pensó que había llegado el momento de marcharse de allí. Alejarse de las palabras de Raimundo y de su descarado coqueteo con Águeda. Pero no contó con que él salió tras ella, sujetándola suavemente del brazo y haciendo que se detuviera.

- Mejor no quieras saber cómo son mis sueños, Francisca -. Le susurró en el oído mientras la mantenía firmemente sujeta del brazo. Su respiración se volvió arrítmica y la mano de Raimundo le quemaba en el lugar por donde la mantenía asida.

- ¡Beso, beso, beso! -. Escucharon una voz que les gritaba insistentemente que se besaran. Apartándose como un resorte, se miraron desconcertados buscando a la persona que estaba profiriendo tales gritos.

- Pero cállate insensato -. Pedro Mirañar sujetaba a Hipólito que no hacía más que gritar que se besaran. El muchacho consiguió zafarse de su padre y se dirigió hasta el medio de la plaza, donde ellos estaban.

- Lo siento padre, pero es la tradición -. Tenía una sonrisa bobalicona en el rostro. – Y las tradiciones deben respetarse. Así que… ¡beso, beso, beso!  -. Comenzó de nuevo a gritar, acompañándose esta vez de las palmas.

- ¿Se puede saber que sandeces está diciendo su hijo, alcalde? -. Francisca tenía ganas de estrangular al muchacho con sus propias manos. Había conseguido que todos los presentes estuvieran con los ojos clavados en ellos dos. Y eso le ponía terriblemente furiosa.

- Discúlpele Doña Francisca, ya sabe que mi hijo no anda dotado de demasiadas luces… -.

- Es la tradición -. Volvió a interrumpir Hipólito. – Están bajo el muérdago y tienen que besarse -. Se giró hacia los parroquianos arengándoles a que se unieran a él con las palmas y pidieran todos juntos que Raimundo y Francisca se besaran.

La plaza se había convertido en un griterío. Y mientras ella asistía furiosa al espectáculo, Raimundo, cruzado de brazos a su lado, sonreía de medio lado disfrutando de la situación.

- ¿Te diviertes? -.  Le susurró Francisca visiblemente enfadada. – Tenemos que hacer que esto pare. Me niego a ser la comidilla del pueblo. Y borra esa estúpida sonrisa, porque no vamos a besarnos -.

Raimundo se acercó un poco más a ella. – Yo no tengo inconveniente -. Musitó junto a su oído. – Y además, si lo manda la tradición… -.

- ¡Eso es Raimundo! ¡Así se habla! – Hipólito palmeó su hombro feliz por haber conseguido convencerles.

- Te repito que ni lo sueñes Raimundo…- volvió a susurrarle Francisca. Quiso dar un paso para salir de la plaza, pero Raimundo la atrapó entre sus brazos acercándola hasta su pecho.

- Y yo te dije que mejor no quisieras conocer cómo eran mis sueños… -. Se acercó hasta sus labios. -…aunque te puedo asegurar que se asemejan bastante a este comienzo… -.

Se apoderó de su boca como único dueño de la misma. La tentó con los labios hasta que ella se rindió y abrió la boca, dando paso así a su lengua que se enredó con la de Francisca, danzando en un beso interminable que desató la algarabía de todos los presentes. Tras varios minutos, ella consiguió soltarse. Estaba mareada por la intensidad de aquel beso y casi desfallece de no ser porque Raimundo la mantenía sujeta con firmeza.

Tragó saliva separándose definitivamente de él. – Esto se acabó Raimundo… -.

Se dio media vuelta para alejarse, pero aún llegó a sus oídos la respuesta de él.

- Te equivocas Francisca. Esto no ha hecho más que empezar -.

2 comentarios:

  1. Si este es el comienzo, ni quiero imaginar el final!
    Y la Bicha que se caiga pronto por alguna ventana...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias por tu comentario. Este relato termina aquí, pero siempre es interesante que vosotras lo continuéis. Un saludo

      Eliminar