No había
tanta seguridad en su voz cuando se acercó a Raimundo y empezó a enjabonarle la
cara, sin atreverse a mirarle a los ojos. Aunque podía sentir los de él clavados en
ella. Comenzó a respirar de manera irregular. Estaban tan cerca el uno del
otro, que hasta temía que Raimundo pudiera escuchar los latidos de su corazón.
- Ah…
ahora estate muy quieto, ¿entendido? -. Le advirtió algo nerviosa.
Él quiso
sonreír, pero se controló. - No podría moverme aunque quisiera… -. Musitó. En
realidad, bien pensado, no deseaba estar en otro lugar que no fuese allí, junto
a ella.
Se
miraron unos instantes a los ojos antes de que una de las manos de Francisca se
apoyara en su cuello, mientras con la otra hacía deslizar la cuchilla por su
mejilla. Sus ojos seguían con cautela el movimiento de su mano, que se movía
con delicadeza. Sin querer hacerle el menor rasguño.
Giró la
cintura para limpiar la cuchilla en el agua fresca antes de continuar. Al
hacerlo, uno de sus pechos quedó peligrosamente cerca del rostro de él. Tensó
su espalda de tal manera, que Francisca lo percibió.
- ¿Te
hice daño? -.
Él no
contestó por lo que ella siguió el curso de su mirada, enrojeciendo cuando vio
su pecho totalmente frente a sus ojos.
-
Raimundo Ulloa -. Le amonestó. - ¿Qué…? ¿Qué se supone que estás haciendo? -.
Él alzó
la mirada. La situación no podía resultar más incómoda, pero no tenía ninguna
excusa que ofrecerle más que la verdad.
- Francisca… -. Comenzó a decir.
- Ni
Francisca ni pepinillos en vinagre -, se apartó de él. Queriendo mostrarse
enfadada cuando en realidad tan solo quería esconder su turbación. - Esto no
era una buena idea, no sé cómo pudo ocurrírseme en hacer algo parecido -.
Él
suspiró. - Discúlpame de nuevo, Francisca. No quise… bueno sí quise mirarte,
pero no debí hacerlo. No quería incomodarte -.
- ¿Tú…?
-, ella lo miró de reojo, con el corazón queriendo salírsele del pecho ante las
palabras de Raimundo. - ¿Tú querías… mirarme? -. Preguntó temerosa. Pero
recordó también cómo él había recriminado su aspecto días atrás. Así que alzó
el mentón y le dijo, - Me extraña tu comportamiento cuando hace apenas dos días
no te gustaba para nada mi aspecto -.
Estaba
dolida. Así que a eso venía todo aquello. Ese intento de ponerse su antiguo
vestido había sido nada más por agradarle a él. Exactamente lo mismo que él
había hecho sacando su traje del armario y utilizando aquel jabón que le había
provocado un terrible sarpullido. Eran un par de tontos que preferían andar a
la gresca o enmascarar sus sentimientos, en vez de asumirlos de una vez por
todas.
Suspiró
al tiempo que se levantaba de la butaca e iba hacia ella.
- Estaba enfadado -.
Dijo sin más.
-
¿Enfadado? -. Preguntó ella extrañada. - Y ¿por qué? -.
- Porque
criticaste mi aspecto. Y heriste mi orgullo. Sí, no me mires de esa manera -,
afirmó ante la mirada de ella. - No soportaba la idea de que… de que no me
encontraras… -. Empezaba a sentir calor. Reconocer la verdad sobre lo que había
pasado, le sonaba ridículo. Pero ya que había comenzado aquella confesión, era
su deber terminarla. - De que no me encontraras atractivo -.
- ¡Pero
eso no es…! -. Casi gritó ella de manera precipitada, aunque no terminó su frase.
Calló. Ella no se sentía con las fuerzas suficientes para confesarse tal y como
había hecho él. - Siéntate. He de terminar de afeitarte -.
Él la
miró apenado, pero la obedeció sin pronunciar palabra. Volvió a tomar asiento y
esperó pacientemente a que ella tuviera a bien continuar.
Francisca
continuó afeitándole en silencio. Temblando cada vez que tenía que rozar su
mejilla con la yema de los dedos. Sintiendo la respiración entrecortada de él
en la palma de su mano. Aquello estaba resultando una tortura peor que la
muerte.
Temblaba.
Lo podía notar cada vez que sus manos le rozaban suavemente el rostro, y a
pesar de todo, se negaba la posibilidad de que aquello pudiera ser cierto. Él
mismo también lo hacía. Su perfume, la calidez de sus dedos sobre él. La
cadente respiración que se volvía irregular por momentos. Estaba empezando a
embriagarse de ella y le asustaba de manera terrible.
¿Qué
esperaba que ocurriera? Ni en sus mejores sueños con ella habría imaginado que
el día de hoy terminara de tamaña forma. En apenas dos días todo se había
trastocado por completo. Es más, no había dejado de cometer una tontería tras
otra, y nada más con el único fin de agradarla. Siempre ella, siempre
Francisca. Caminaría sobre brasas ardiendo simplemente por ella. Pero no dejaba
de tener miedo. Un sentimiento que no podía controlar, pues darse cuenta de que
su amor por su pequeña seguía de manera tan viva en él, lo asustaba como a un
chiquillo.
Deseaba
huir y al mismo tiempo permanecer junto a ella lo que le restaba de vida. Cerró
los ojos queriendo disfrutar de aquellos momentos con ella que no volverían a
repetirse. Debía poner distancia con Francisca si no quería salir lastimado.
Sintió como ella dejaba la cuchilla sobre la mesa del despacho y pasaba a
limpiarle el rostro con un paño de lino. Tan delicadamente que creyó
desfallecer. Ansiaba arrebatarle el paño, atrapar sus manos entre las suyas y
beber de su boca hasta que estuviera saciado.
Ella
probablemente lo rechazaría.
- No
parece tan grave como parecía en un principio -, musitó ella, obligándole por
tanto a abrir los ojos. Francisca no le miraba. Tan solo dejaba vagar las yemas
de sus dedos por su mejilla ahora lampiña. - En un par de días estarás de nuevo
en buen estado -.
-
Gracias… -, le respondió mientras delineaba con su mirada el contorno de su
perfecta mandíbula. Hasta terminar en sus labios sonrosados. Percibiendo cómo
el corazón quería salírsele por la boca cuando advirtió que ella no parecía
demasiado dispuesta a abandonar sus tímidas caricias.
- Se me
hace raro verte así… -. Le dijo. No había escuchado apenas su agradecimiento. A
pesar de la tortura que había supuesto para ella aquel inocente afeitado, no
deseaba que el momento terminase. ¿Qué le quedaría después? ¿Qué burda excusa
podría encontrar para poder volver a acariciarlo tal y como estaba haciendo en
ese momento? Quiso apartarse. Dejar de seguir delatándose de aquella forma tan
evidente. Y sin embargo no podía hacerlo.
Raimundo
sonrió levemente. - Así te enamoraste de mí… -.
¿Por qué
había dicho eso? ¿Cómo podía estar la razón gritándole que se alejara y al
mismo tiempo, su corazón obligándole a permanecer a su lado? Definitivamente
debía salir de allí. Antes de que cometiera una locura de la que más tarde
pudiera arrepentirse.
Se puso
en pie lentamente. Francisca no se apartó de él, pero seguía sin mirarle a los
ojos. Percibió el ligero rubor que se adueñó de sus mejillas cuando sus cuerpos
se rozaron. Francisca siempre fue mucho más valiente que él.
- Será
mejor que me vaya -. Murmuró débilmente. - No deseo importunarte por más
tiempo, Francisca -.
-
Quédate -. Le pidió ella súbitamente en un suspiro. Casi como una súplica.
Mala
idea. Terrible idea más bien. ¿Qué pasaría si se quedaba? Demasiado era todo
aquello que los separaba. Quedarse sería una completa locura que afectaría a
demasiada gente. No podría olvidar aquello. Todo el daño que se habían
ocasionado no podía quedar borrado en un instante.
Pero
la amas… Y tu amor por ella es más fuerte que todo lo demás…
Esa era
la única verdad de su vida. Por más que Francisca le había humillado a lo largo
de los años, siempre estaría dispuesto a olvidar todo por uno solo de sus
besos. Sin embargo esa certeza le dañaba.
Silenció por tanto aquello que su corazón le suplicaba, por dejarse llevar una
vez más por la razón. Por el miedo.
-
¿Quedarme? -. Le preguntó burlón, apartándose de ella y sintiendo que se le
desgarraba el alma al mismo tiempo. - ¿Para que sigas humillándome? ¿Qué nueva
treta tienes preparada esta vez, Francisca? -. Bajó la mirada, incapaz de
seguir mirándola a los ojos mintiéndole de manera tan descarada. - Jamás debí
venir. Esa es la única realidad -.
Ella
sintió sus palabras y su mirada como un golpe terrible en las costillas que le
robó hasta la respiración. Le había notado temblar bajo sus manos. Incluso sus
palabras minutos antes le habían hecho creer que todo podía cambiar entre
ellos. ¿Cómo podía haberse transformado de repente? No. No había
malinterpretado su actitud anterior. Raimundo demostraba el mismo sentir que
ella. Sintió la furia nacer en su interior. Cobarde. Nuevamente se comportaba
como un maldito cobarde incapaz de asumir sus propios sentimientos.
Alzó el
mentón, orgullosa. - Vete entonces. Nada ganas permaneciendo aquí contra tu
voluntad -. Escupió las palabras sin ninguna contención. - No me importa lo que
hagas o dejes de hacer. Nunca me ha importado en realidad -. Aferró sus manos
al borde de la mesa hasta que le dolieron los nudillos. - ¿Creías que mostraba
alguna preocupación por ti? -, empezó a carcajearse mientras el corazón se le
rompía.
Raimundo
comenzó a respirar con fuerza. No contaba con aquel repentino ataque de
Francisca. - Para no importarte nada de mí, bien que te calaron mis palabras
del otro día junto al río -. Volvió a recorrerla con la mirada. - Aunque veo
que tu verdadera naturaleza, resurge de nuevo -, señaló su indumentaria con el
dedo. - Oscura -. Sentenció.
Francisca
bufó furiosa. - Creo que al respecto, puedo decir exactamente lo mismo de ti. Y
sino, a las pruebas me remito -. Arqueó una ceja. - Y ahora lárgate de aquí
sino quieres que te eche a patadas yo misma -. Avanzó unos pasos hacia él. -
Descastado -.
Él
permaneció inalterable. - Déspota -.
Sus ojos
refulgían furiosos. - Cobarde -.
- Orgullosa -.
Avanzó él un par de pasos.
Su pecho
comenzó a subir y bajar, preso de la fuerte agitación que le acuciaba. Acortó
la distancia que le separaba de él, dando un par de pasos más.
- Mentiroso -.
Raimundo hizo
lo propio, eliminando ya el escaso espacio que los mantenía distantes.
- Mentirosa -.
Fue la última
palabra que pronunció antes de apoderarse de sus labios y enlazar sus manos
tras la cintura de ella, pegándola a su cuerpo tanto como le fue posible.
Francisca se resistió, revolviéndose en su abrazo hasta que él liberó su boca
en busca de oxígeno.
Ambos se
miraron a los ojos. Con rabia. Con furia. Con deseo. Las manos de Francisca se
apoyaron en su pecho, empujándole hasta que su espalda chocó contra la puerta.
Después, se abalanzó sobre su boca, devorándola con auténtico delirio. Pasado aquel arrebato descontrolado, comenzaron a acariciarse con ternura. Rozando sus bocas en breves y dulces contactos. Asumiendo que tras
30 años de disputas y amor en la sombra, algo había cambiado para siempre.
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