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domingo, 13 de diciembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Final)



No había tanta seguridad en su voz cuando se acercó a Raimundo y empezó a enjabonarle la cara, sin atreverse a mirarle a los ojos. Aunque podía sentir los de él clavados en ella. Comenzó a respirar de manera irregular. Estaban tan cerca el uno del otro, que hasta temía que Raimundo pudiera escuchar los latidos de su corazón.

- Ah… ahora estate muy quieto, ¿entendido? -. Le advirtió algo nerviosa.

Él quiso sonreír, pero se controló. - No podría moverme aunque quisiera… -. Musitó. En realidad, bien pensado, no deseaba estar en otro lugar que no fuese allí, junto a ella.

Se miraron unos instantes a los ojos antes de que una de las manos de Francisca se apoyara en su cuello, mientras con la otra hacía deslizar la cuchilla por su mejilla. Sus ojos seguían con cautela el movimiento de su mano, que se movía con delicadeza. Sin querer hacerle el menor rasguño.

Giró la cintura para limpiar la cuchilla en el agua fresca antes de continuar. Al hacerlo, uno de sus pechos quedó peligrosamente cerca del rostro de él. Tensó su espalda de tal manera, que Francisca lo percibió.

- ¿Te hice daño? -.

Él no contestó por lo que ella siguió el curso de su mirada, enrojeciendo cuando vio su pecho totalmente frente a sus ojos.

- Raimundo Ulloa -. Le amonestó. - ¿Qué…? ¿Qué se supone que estás haciendo? -.

Él alzó la mirada. La situación no podía resultar más incómoda, pero no tenía ninguna excusa que ofrecerle más que la verdad. 

- Francisca… -. Comenzó a decir.

- Ni Francisca ni pepinillos en vinagre -, se apartó de él. Queriendo mostrarse enfadada cuando en realidad tan solo quería esconder su turbación. - Esto no era una buena idea, no sé cómo pudo ocurrírseme en hacer algo parecido -.

Él suspiró. - Discúlpame de nuevo, Francisca. No quise… bueno sí quise mirarte, pero no debí hacerlo. No quería incomodarte -.

- ¿Tú…? -, ella lo miró de reojo, con el corazón queriendo salírsele del pecho ante las palabras de Raimundo. - ¿Tú querías… mirarme? -. Preguntó temerosa. Pero recordó también cómo él había recriminado su aspecto días atrás. Así que alzó el mentón y le dijo, - Me extraña tu comportamiento cuando hace apenas dos días no te gustaba para nada mi aspecto -.

Estaba dolida. Así que a eso venía todo aquello. Ese intento de ponerse su antiguo vestido había sido nada más por agradarle a él. Exactamente lo mismo que él había hecho sacando su traje del armario y utilizando aquel jabón que le había provocado un terrible sarpullido. Eran un par de tontos que preferían andar a la gresca o enmascarar sus sentimientos, en vez de asumirlos de una vez por todas.

Suspiró al tiempo que se levantaba de la butaca e iba hacia ella. 

- Estaba enfadado -. Dijo sin más.

- ¿Enfadado? -. Preguntó ella extrañada. - Y ¿por qué? -.

- Porque criticaste mi aspecto. Y heriste mi orgullo. Sí, no me mires de esa manera -, afirmó ante la mirada de ella. - No soportaba la idea de que… de que no me encontraras… -. Empezaba a sentir calor. Reconocer la verdad sobre lo que había pasado, le sonaba ridículo. Pero ya que había comenzado aquella confesión, era su deber terminarla. - De que no me encontraras atractivo -.

- ¡Pero eso no es…! -. Casi gritó ella de manera precipitada, aunque no terminó su frase. Calló. Ella no se sentía con las fuerzas suficientes para confesarse tal y como había hecho él. - Siéntate. He de terminar de afeitarte -.

Él la miró apenado, pero la obedeció sin pronunciar palabra. Volvió a tomar asiento y esperó pacientemente a que ella tuviera a bien continuar.

Francisca continuó afeitándole en silencio. Temblando cada vez que tenía que rozar su mejilla con la yema de los dedos. Sintiendo la respiración entrecortada de él en la palma de su mano. Aquello estaba resultando una tortura peor que la muerte.

Temblaba. Lo podía notar cada vez que sus manos le rozaban suavemente el rostro, y a pesar de todo, se negaba la posibilidad de que aquello pudiera ser cierto. Él mismo también lo hacía. Su perfume, la calidez de sus dedos sobre él. La cadente respiración que se volvía irregular por momentos. Estaba empezando a embriagarse de ella y le asustaba de manera terrible.

¿Qué esperaba que ocurriera? Ni en sus mejores sueños con ella habría imaginado que el día de hoy terminara de tamaña forma. En apenas dos días todo se había trastocado por completo. Es más, no había dejado de cometer una tontería tras otra, y nada más con el único fin de agradarla. Siempre ella, siempre Francisca. Caminaría sobre brasas ardiendo simplemente por ella. Pero no dejaba de tener miedo. Un sentimiento que no podía controlar, pues darse cuenta de que su amor por su pequeña seguía de manera tan viva en él, lo asustaba como a un chiquillo.

Deseaba huir y al mismo tiempo permanecer junto a ella lo que le restaba de vida. Cerró los ojos queriendo disfrutar de aquellos momentos con ella que no volverían a repetirse. Debía poner distancia con Francisca si no quería salir lastimado. Sintió como ella dejaba la cuchilla sobre la mesa del despacho y pasaba a limpiarle el rostro con un paño de lino. Tan delicadamente que creyó desfallecer. Ansiaba arrebatarle el paño, atrapar sus manos entre las suyas y beber de su boca hasta que estuviera saciado.

Ella probablemente lo rechazaría.

- No parece tan grave como parecía en un principio -, musitó ella, obligándole por tanto a abrir los ojos. Francisca no le miraba. Tan solo dejaba vagar las yemas de sus dedos por su mejilla ahora lampiña. - En un par de días estarás de nuevo en buen estado -.

- Gracias… -, le respondió mientras delineaba con su mirada el contorno de su perfecta mandíbula. Hasta terminar en sus labios sonrosados. Percibiendo cómo el corazón quería salírsele por la boca cuando advirtió que ella no parecía demasiado dispuesta a abandonar sus tímidas caricias.

- Se me hace raro verte así… -. Le dijo. No había escuchado apenas su agradecimiento. A pesar de la tortura que había supuesto para ella aquel inocente afeitado, no deseaba que el momento terminase. ¿Qué le quedaría después? ¿Qué burda excusa podría encontrar para poder volver a acariciarlo tal y como estaba haciendo en ese momento? Quiso apartarse. Dejar de seguir delatándose de aquella forma tan evidente. Y sin embargo no podía hacerlo.

Raimundo sonrió levemente. - Así te enamoraste de mí… -.

¿Por qué había dicho eso? ¿Cómo podía estar la razón gritándole que se alejara y al mismo tiempo, su corazón obligándole a permanecer a su lado? Definitivamente debía salir de allí. Antes de que cometiera una locura de la que más tarde pudiera arrepentirse.

Se puso en pie lentamente. Francisca no se apartó de él, pero seguía sin mirarle a los ojos. Percibió el ligero rubor que se adueñó de sus mejillas cuando sus cuerpos se rozaron. Francisca siempre fue mucho más valiente que él.

- Será mejor que me vaya -. Murmuró débilmente. - No deseo importunarte por más tiempo, Francisca -.

- Quédate -. Le pidió ella súbitamente en un suspiro. Casi como una súplica.

Mala idea. Terrible idea más bien. ¿Qué pasaría si se quedaba? Demasiado era todo aquello que los separaba. Quedarse sería una completa locura que afectaría a demasiada gente. No podría olvidar aquello. Todo el daño que se habían ocasionado no podía quedar borrado en un instante.

Pero la amas… Y tu amor por ella es más fuerte que todo lo demás…

Esa era la única verdad de su vida. Por más que Francisca le había humillado a lo largo de los años, siempre estaría dispuesto a olvidar todo por uno solo de sus besos. Sin embargo esa certeza le dañaba.  Silenció por tanto aquello que su corazón le suplicaba, por dejarse llevar una vez más por la razón. Por el miedo.

- ¿Quedarme? -. Le preguntó burlón, apartándose de ella y sintiendo que se le desgarraba el alma al mismo tiempo. - ¿Para que sigas humillándome? ¿Qué nueva treta tienes preparada esta vez, Francisca? -. Bajó la mirada, incapaz de seguir mirándola a los ojos mintiéndole de manera tan descarada. - Jamás debí venir. Esa es la única realidad -.

Ella sintió sus palabras y su mirada como un golpe terrible en las costillas que le robó hasta la respiración. Le había notado temblar bajo sus manos. Incluso sus palabras minutos antes le habían hecho creer que todo podía cambiar entre ellos. ¿Cómo podía haberse transformado de repente? No. No había malinterpretado su actitud anterior. Raimundo demostraba el mismo sentir que ella. Sintió la furia nacer en su interior. Cobarde. Nuevamente se comportaba como un maldito cobarde incapaz de asumir sus propios sentimientos.

Alzó el mentón, orgullosa. - Vete entonces. Nada ganas permaneciendo aquí contra tu voluntad -. Escupió las palabras sin ninguna contención. - No me importa lo que hagas o dejes de hacer. Nunca me ha importado en realidad -. Aferró sus manos al borde de la mesa hasta que le dolieron los nudillos. - ¿Creías que mostraba alguna preocupación por ti? -, empezó a carcajearse mientras el corazón se le rompía.

Raimundo comenzó a respirar con fuerza. No contaba con aquel repentino ataque de Francisca. - Para no importarte nada de mí, bien que te calaron mis palabras del otro día junto al río -. Volvió a recorrerla con la mirada. - Aunque veo que tu verdadera naturaleza, resurge de nuevo -, señaló su indumentaria con el dedo. - Oscura -. Sentenció.

Francisca bufó furiosa. - Creo que al respecto, puedo decir exactamente lo mismo de ti. Y sino, a las pruebas me remito -. Arqueó una ceja. - Y ahora lárgate de aquí sino quieres que te eche a patadas yo misma -. Avanzó unos pasos hacia él. - Descastado -.

Él permaneció inalterable. - Déspota -.

Sus ojos refulgían furiosos. - Cobarde -.

- Orgullosa -. Avanzó él un par de pasos.

Su pecho comenzó a subir y bajar, preso de la fuerte agitación que le acuciaba. Acortó la distancia que le separaba de él, dando un par de pasos más.

- Mentiroso -.

Raimundo hizo lo propio, eliminando ya el escaso espacio que los mantenía distantes.

- Mentirosa -.

Fue la última palabra que pronunció antes de apoderarse de sus labios y enlazar sus manos tras la cintura de ella, pegándola a su cuerpo tanto como le fue posible. Francisca se resistió, revolviéndose en su abrazo hasta que él liberó su boca en busca de oxígeno.

Ambos se miraron a los ojos. Con rabia. Con furia. Con deseo. Las manos de Francisca se apoyaron en su pecho, empujándole hasta que su espalda chocó contra la puerta. Después, se abalanzó sobre su boca, devorándola con auténtico delirio. Pasado aquel arrebato descontrolado, comenzaron a acariciarse con ternura. Rozando sus bocas en breves y dulces contactos. Asumiendo que tras 30 años de disputas y amor en la sombra, algo había cambiado para siempre.

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