Esperaba
en la biblioteca después de que una asombrada Rosario le acompañase hasta el
interior. La mujer no se había atrevido a preguntarle por la razón de su
aspecto ni mucho menos el motivo de su visita a la Señora, aunque era más que
evidente que el resultado era más que imponente.
Después
de ofrecerle un refrigerio que negó de manera educada, la mujer abandonó la
estancia para avisar a Francisca. Raimundo dejó escapar el aire lentamente
mientras enlazaba sus manos tras la espalda. Estaba nervioso. No entendía muy
bien porqué, pero lo estaba. Deseaba fervientemente que su mejorado aspecto
causara una gran impresión en ella, por más que se lo intentara negar a sí
mismo. Caminó por la biblioteca intentando parecer despreocupado, sin
conseguirlo. Atusó su barba con cuidado. Sentía una leve picazón a la que no
prestó demasiada atención.
Pero al
cabo de unos minutos, en los que Francisca no había aparecido todavía por allí,
aquel leve picor se convirtió en una terrible picazón por todo el rostro. ¿Qué
demonios estaba pasando? No podía dejar de pasar su mano por la barba,
intentando aliviar ese malestar. ¡Maldita sea! ¿Tenía que ser precisamente en
ese momento? Si no fuera porque Francisca ya estaba avisada, habría escapado de
allí como alma que lleva el diablo. Tendría que disimular frente a ella.
………………………………………….
- ¿Que
Raimundo está aquí? -. Francisca se había levantado como un resorte en cuanto
Rosario le avisó de la presencia de Ulloa en la Casona. Había salido al jardín
para disfrutar del aire limpio y fresco de la mañana. Y esperaba que ésta
hubiera transcurrido tranquila, pero estaba claro que sus planes se habían
trastocado por completo.
Bajó la
mirada hasta su ropa. La misma falda oscura y triste de siempre. La misma que
Raimundo había criticado la tarde que se encontraron junto al río.
Bufó
furiosa. Ese desarrapado no iba a descubrirla de aquella guisa. Aunque tuviera
que estar esperando un buen rato, subiría a su cuarto y se pondría el vestido
azul.
-
Rosario -, se dirigió a ella. - Acompáñame hasta mi alcoba. Necesito que me
ayudes a ponerme el vestido azul -.
- Pero
Señora, ¡está a medio arreglar! -. Le informó con preocupación. - Aún no me dio
tiempo a terminarlo… -. La recorrió con la mirada. - Además, está perfecta así,
no es necesario… -.
- Rosario
-. Interrumpió Francisca. - Vamos a subir a mi habitación y me vas a ayudar a
poner el vestido azul. ¿He hablado con claridad? -.
La mujer
suspiró. - Meridiana, Señora -.
…………………………
- Mira
nada más a quién tenemos aquí -. La voz de Francisca resonó a su espalda. -
Raimundo Ulloa en la Casona y sin avisar. Tus modales deben residir en el mismo
lugar que tu buen gusto para… -, se quedó muda en cuando Raimundo se giró hacia
ella. Tan guapo. Tan apuesto con su traje color marrón. Con aquella camisa
blanca impoluta coronada con un elegante corbatín de seda. -… vestir… -.
Terminó sin apenas resuello.
Aunque
no era la única que se había quedado sin respiración. Raimundo era incapaz de
decir ni una sola palabra. Francisca estaba… absolutamente preciosa. Había
reconocido de inmediato aquel vaporoso vestido azul. Su favorito. Presente en
muchos de sus antiguos encuentros de juventud. Hacía ya demasiados años.
Entrecerró los ojos sin embargo. Percibió una ligera incomodidad en Francisca, que
permanecía rígida como un palo, sin apenas moverse.
Sin
embargo, su henchido orgullo masculino ante la reacción de Francisca frente a
él, le impidió darse cuenta de que ella apenas podía respirar y moverse, debido
a la opresión que le estaba causando el vestido.
Un denso
silencio se instaló entre ellos. No dejaban de comerse con la mirada por más
que trataran de disimularlo. Al final, una carraspera tras ellos logró sacarlos
de su ensimismamiento mutuo.
- ¿Desea
Señora que les sirva alguna cosa? -.
- No
Rosario. Retírate -.
¿Beber
algo? ¿Comer? Sentía ganas de llorar. Ni siquiera podía sentarse si no quería
que el vestido le estallara por las costuras, así que se limitó a moverse
lentamente, con los brazos pegados al cuerpo e intentando mantenerse lo más
erguida posible. Teniendo cuidado de no darle la espalda en ningún momento.
Moriría de vergüenza si alguno de los botones salía disparado.
A pesar
de ello, estaba más que satisfecha. Había conseguido enmudecer a Raimundo con
su aspecto. Sonrió perversa. Que se atreviera ahora a decir algo referente a su
manera de vestir.
- ¿Y
bien? ¿Qué es lo que te trae por aquí? -.
Horror.
Debía haber planeado una buena excusa para explicar su presencia en la Casona,
pero era incapaz de pensar con claridad teniendo a aquel ángel caído del cielo
frente a él. Y lo peor de todo, es que el terrible picor había regresado con
más virulencia que antes. Contuvo como pudo sus manos, que permanecían
inmóviles junto a sus costados, cuando lo que más deseaba era aliviar esa tortura.
Y rascarse. Rascarse hasta arrancarse la piel a tiras si era menester con tal
de que desapareciera esa molestia.
Al
final, no pudo contenerse más y alzó su mano. Rascó su barba con ímpetu, pero
lo disimuló tratando de aparentar que la mesaba con gesto descuidado. Esperaba que al menos
Francisca se diera cuenta de que lucía más espesa y lustrosa que antes.
- Vine a
traer unas cosas a… Rosario y de paso esperé para presentarte mis respetos… -
Siguió rascándose. - No quiero darte pie a que puedas pensar que soy un patán
sin modales -.
Francisca
lo miró de reojo sin creerse demasiado su explicación.
- Ya… por supuesto… -.
El muy
truhán se había arreglado y acicalado para hacerle tragar sus palabras del día
anterior. Y la verdad es que lo había conseguido con creces, porque tenía mejor
aspecto que incluso cuando ambos eran jóvenes. Deslizó su mirada por él, desde
la cabeza hasta los pies, deshaciendo seguidamente el camino andado hasta
regresar a su cuello. Con gusto le arrancaría aquel condenado corbatín y…
Se
sobresaltó ante sus propios pensamientos. Pensar además que Raimundo se había
preparado así para ella, le hacía temblar como una hoja.
Por su
parte, él no se quedaba atrás en su apreciación. Se le hacía la boca agua al
ver cómo el vestido se adaptaba a su cuerpo como un guante. Recordó las miles
de veces que la había estrechado entre sus brazos llevando el mismo vestido.
Las noches que la había besado junto a la puerta justo antes de…
¡Por
todos los demonios! ¡No podía soportar ese picor! Incluso la cara estaba
empezando a escocerle terriblemente y no podía dejar de atusarse la barba para
aliviarse. Francisca le miraba, abiertamente extrañada.
- ¿Es
que acaso tienes liendres que no puedes si no estar rasca que te rasca? -.
Aquello
fue un golpe terrible para su orgullo. Inmediatamente dejó de rascarse, pues
aunque el picor no había desaparecido, la vergüenza que empezó a inundarle
ocupaba ahora mismo sus sentidos. Tragó saliva. Altivo, sin decir ni media
palabra más se encaminó hacia la puerta dispuesto a marcharse.
Francisca
se percató de que su comentario había sido de lo más desafortunado y alzó el
brazo para detenerle. Justo en ese momento, los botones de la espalda
estallaron y las costuras justo debajo del brazo se abrieron, dejando visible
parte de su ropa interior.
- ¿Es
que acaso no crees que deberías dejar de comer bizcocho de almendras? -.
Francisca
enrojeció de vergüenza y de furia ante su pregunta.
-
Descastado, grosero… ¿cómo te atreves a…? -. Levantó su mano con intención de
abofetearlo, pero al hacerlo, el vestido ya no soportó más presión y se rompió
por completo, cayendo sin remedio al suelo. Quedando en enaguas ante la extraña
mirada de Raimundo, que se quedó boquiabierto.
Observó
como sus preciosos labios empezaron a fruncirse queriendo formar un puchero.
Alzó la mirada hacia sus ojos, que seguían fijos en los suyos aunque cargados
ahora de un cristalino brillo, consecuencia de las primeras lágrimas que
querían acudir a sus ojos. Aun así y pese a la vergonzosa situación de ambos,
no pudo más que admirarla en silencio. Se mantenía orgullosa, altiva. Sin ceder
un ápice.
Sin
poder evitarlo sus ojos se deslizaron hasta el nacimiento de sus pechos. Su
agitada respiración se hizo más que evidente ante aquel escrutinio al que la
estaba sometiendo. No quería para nada seguir incomodándola, pero su cuerpo no
le respondía. Hacia demasiado tiempo que no se encontraba ante su cuerpo
semidesnudo.
- Si ya
has terminado de mirar y de humillarme, será mejor que te marches -. Le pidió.
Raimundo
alzó de nuevo sus ojos a ella. - No hay humillación ni en mis actos ni en mi
mirada. Tan solo… -. No pudo terminar la frase. O tal vez, no quiso hacerlo.
- Tan
solo… -, insistió ella a continuación, reprendiéndose por parecer demasiado
ansiosa por conocer sus pensamientos.
Él tragó
saliva. - Tan solo admiración, Francisca -.
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