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viernes, 4 de diciembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Parte 3)



Esperaba en la biblioteca después de que una asombrada Rosario le acompañase hasta el interior. La mujer no se había atrevido a preguntarle por la razón de su aspecto ni mucho menos el motivo de su visita a la Señora, aunque era más que evidente que el resultado era más que imponente.

Después de ofrecerle un refrigerio que negó de manera educada, la mujer abandonó la estancia para avisar a Francisca. Raimundo dejó escapar el aire lentamente mientras enlazaba sus manos tras la espalda. Estaba nervioso. No entendía muy bien porqué, pero lo estaba. Deseaba fervientemente que su mejorado aspecto causara una gran impresión en ella, por más que se lo intentara negar a sí mismo. Caminó por la biblioteca intentando parecer despreocupado, sin conseguirlo. Atusó su barba con cuidado. Sentía una leve picazón a la que no prestó demasiada atención.

Pero al cabo de unos minutos, en los que Francisca no había aparecido todavía por allí, aquel leve picor se convirtió en una terrible picazón por todo el rostro. ¿Qué demonios estaba pasando? No podía dejar de pasar su mano por la barba, intentando aliviar ese malestar. ¡Maldita sea! ¿Tenía que ser precisamente en ese momento? Si no fuera porque Francisca ya estaba avisada, habría escapado de allí como alma que lleva el diablo. Tendría que disimular frente a ella.

………………………………………….

- ¿Que Raimundo está aquí? -. Francisca se había levantado como un resorte en cuanto Rosario le avisó de la presencia de Ulloa en la Casona. Había salido al jardín para disfrutar del aire limpio y fresco de la mañana. Y esperaba que ésta hubiera transcurrido tranquila, pero estaba claro que sus planes se habían trastocado por completo.

Bajó la mirada hasta su ropa. La misma falda oscura y triste de siempre. La misma que Raimundo había criticado la tarde que se encontraron junto al río.

Bufó furiosa. Ese desarrapado no iba a descubrirla de aquella guisa. Aunque tuviera que estar esperando un buen rato, subiría a su cuarto y se pondría el vestido azul.

- Rosario -, se dirigió a ella. - Acompáñame hasta mi alcoba. Necesito que me ayudes a ponerme el vestido azul -.

- Pero Señora, ¡está a medio arreglar! -. Le informó con preocupación. - Aún no me dio tiempo a terminarlo… -. La recorrió con la mirada. - Además, está perfecta así, no es necesario… -.

- Rosario -. Interrumpió Francisca. - Vamos a subir a mi habitación y me vas a ayudar a poner el vestido azul. ¿He hablado con claridad? -.

La mujer suspiró. - Meridiana, Señora -.

…………………………

- Mira nada más a quién tenemos aquí -. La voz de Francisca resonó a su espalda. - Raimundo Ulloa en la Casona y sin avisar. Tus modales deben residir en el mismo lugar que tu buen gusto para… -, se quedó muda en cuando Raimundo se giró hacia ella. Tan guapo. Tan apuesto con su traje color marrón. Con aquella camisa blanca impoluta coronada con un elegante corbatín de seda. -… vestir… -. Terminó sin apenas resuello.

Aunque no era la única que se había quedado sin respiración. Raimundo era incapaz de decir ni una sola palabra. Francisca estaba… absolutamente preciosa. Había reconocido de inmediato aquel vaporoso vestido azul. Su favorito. Presente en muchos de sus antiguos encuentros de juventud. Hacía ya demasiados años. Entrecerró los ojos sin embargo. Percibió una ligera incomodidad en Francisca, que permanecía rígida como un palo, sin apenas moverse.

Sin embargo, su henchido orgullo masculino ante la reacción de Francisca frente a él, le impidió darse cuenta de que ella apenas podía respirar y moverse, debido a la opresión que le estaba causando el vestido.

Un denso silencio se instaló entre ellos. No dejaban de comerse con la mirada por más que trataran de disimularlo. Al final, una carraspera tras ellos logró sacarlos de su ensimismamiento mutuo.

- ¿Desea Señora que les sirva alguna cosa? -.

- No Rosario. Retírate -.

¿Beber algo? ¿Comer? Sentía ganas de llorar. Ni siquiera podía sentarse si no quería que el vestido le estallara por las costuras, así que se limitó a moverse lentamente, con los brazos pegados al cuerpo e intentando mantenerse lo más erguida posible. Teniendo cuidado de no darle la espalda en ningún momento. Moriría de vergüenza si alguno de los botones salía disparado.

A pesar de ello, estaba más que satisfecha. Había conseguido enmudecer a Raimundo con su aspecto. Sonrió perversa. Que se atreviera ahora a decir algo referente a su manera de vestir.

- ¿Y bien? ¿Qué es lo que te trae por aquí? -.

Horror. Debía haber planeado una buena excusa para explicar su presencia en la Casona, pero era incapaz de pensar con claridad teniendo a aquel ángel caído del cielo frente a él. Y lo peor de todo, es que el terrible picor había regresado con más virulencia que antes. Contuvo como pudo sus manos, que permanecían inmóviles junto a sus costados, cuando lo que más deseaba era aliviar esa tortura. Y rascarse. Rascarse hasta arrancarse la piel a tiras si era menester con tal de que desapareciera esa molestia.

Al final, no pudo contenerse más y alzó su mano. Rascó su barba con ímpetu, pero lo disimuló tratando de aparentar que la mesaba con gesto descuidado. Esperaba que al menos Francisca se diera cuenta de que lucía más espesa y lustrosa que antes.

- Vine a traer unas cosas a… Rosario y de paso esperé para presentarte mis respetos… - Siguió rascándose. - No quiero darte pie a que puedas pensar que soy un patán sin modales -.

Francisca lo miró de reojo sin creerse demasiado su explicación. 

- Ya… por supuesto… -.

El muy truhán se había arreglado y acicalado para hacerle tragar sus palabras del día anterior. Y la verdad es que lo había conseguido con creces, porque tenía mejor aspecto que incluso cuando ambos eran jóvenes. Deslizó su mirada por él, desde la cabeza hasta los pies, deshaciendo seguidamente el camino andado hasta regresar a su cuello. Con gusto le arrancaría aquel condenado corbatín y…

Se sobresaltó ante sus propios pensamientos. Pensar además que Raimundo se había preparado así para ella, le hacía temblar como una hoja.

Por su parte, él no se quedaba atrás en su apreciación. Se le hacía la boca agua al ver cómo el vestido se adaptaba a su cuerpo como un guante. Recordó las miles de veces que la había estrechado entre sus brazos llevando el mismo vestido. Las noches que la había besado junto a la puerta justo antes de…

¡Por todos los demonios! ¡No podía soportar ese picor! Incluso la cara estaba empezando a escocerle terriblemente y no podía dejar de atusarse la barba para aliviarse. Francisca le miraba, abiertamente extrañada.

- ¿Es que acaso tienes liendres que no puedes si no estar rasca que te rasca? -.

Aquello fue un golpe terrible para su orgullo. Inmediatamente dejó de rascarse, pues aunque el picor no había desaparecido, la vergüenza que empezó a inundarle ocupaba ahora mismo sus sentidos. Tragó saliva. Altivo, sin decir ni media palabra más se encaminó hacia la puerta dispuesto a marcharse.

Francisca se percató de que su comentario había sido de lo más desafortunado y alzó el brazo para detenerle. Justo en ese momento, los botones de la espalda estallaron y las costuras justo debajo del brazo se abrieron, dejando visible parte de su ropa interior.

- ¿Es que acaso no crees que deberías dejar de comer bizcocho de almendras? -.

Francisca enrojeció de vergüenza y de furia ante su pregunta.

- Descastado, grosero… ¿cómo te atreves a…? -. Levantó su mano con intención de abofetearlo, pero al hacerlo, el vestido ya no soportó más presión y se rompió por completo, cayendo sin remedio al suelo. Quedando en enaguas ante la extraña mirada de Raimundo, que se quedó boquiabierto.

Observó como sus preciosos labios empezaron a fruncirse queriendo formar un puchero. Alzó la mirada hacia sus ojos, que seguían fijos en los suyos aunque cargados ahora de un cristalino brillo, consecuencia de las primeras lágrimas que querían acudir a sus ojos. Aun así y pese a la vergonzosa situación de ambos, no pudo más que admirarla en silencio. Se mantenía orgullosa, altiva. Sin ceder un ápice.

Sin poder evitarlo sus ojos se deslizaron hasta el nacimiento de sus pechos. Su agitada respiración se hizo más que evidente ante aquel escrutinio al que la estaba sometiendo. No quería para nada seguir incomodándola, pero su cuerpo no le respondía. Hacia demasiado tiempo que no se encontraba ante su cuerpo semidesnudo.

- Si ya has terminado de mirar y de humillarme, será mejor que te marches -. Le pidió.

Raimundo alzó de nuevo sus ojos a ella. - No hay humillación ni en mis actos ni en mi mirada. Tan solo… -. No pudo terminar la frase. O tal vez, no quiso hacerlo.

- Tan solo… -, insistió ella a continuación, reprendiéndose por parecer demasiado ansiosa por conocer sus pensamientos.

Él tragó saliva. - Tan solo admiración, Francisca -.

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