Por fin se cumplía el día en que
salía de aquel horrible agujero en el que había estado encerrado durante cinco
largos días por un asesinato que no había acometido. El de aquel desgraciado de Lucio. Y todo por obra y gracia de las
malas artes de aquella sabandija llamada Ayala. Había logrado inculparlo sólo para conseguir salir
impune él mismo.
Aún no sabía cómo había
conseguido la libertad después de que todas las pruebas apuntaran hacia él.
Pruebas falsas, claro está. Preparadas por ese Ayala y sus esbirros. ¡Era
inocente! Se había cansado de gritarlo mientras los guardias le sacaban
detenido de la Casa de Comidas. Afortunadamente, había sido durante la
noche. Su hija no había sido testigo de
su injusta detención, lo cual agradecía enormemente dado su avanzado estado de
preñez.
Se frotó la muñeca con la mano. Todavía
quedaban en ella las marcas de las esposas. El primer día de estar allí
encerrado, sufrió lo indecible a manos de los otros presos con los que tuvo que
compartir celda. Insultos, golpes… Y de pronto, por arte de magia. Todo cesó.
Pensó en el cura, en Don Anselmo. Le había
explicado casi entre lágrimas el mismo día que se acercó a visitarlo, todo lo
que estaba padeciendo cuando solo llevaba un día preso. Quizá su intervención
tuvo algo que ver en que estas cesaran, aunque la verdad, descartaba la idea de
que su buen amigo tuviera tanto poder como para librarle de aquella tortura.
Sus pensamientos le llevaron entonces, de manera irremediable, a ella.
Era la única persona con poder en aquel pueblo capaz de evitarle ese
sufrimiento. Pero al contrario de lo que hubiera ocurrido en un pasado, dudaba
que Francisca hubiese movido un solo dedo por ayudarle. Y sin embargo…
Algo en su pecho le hacía
albergar la esperanza de que así había sido.
Un guardia se acercó hasta los
barrotes y abrió la cerradura.
- ¡Es usted libre Ulloa! -.
Le gritó. A pesar de que había
quedado demostrada su inocencia, no habían dejado casi de tratarlo como a un
perro. No le deseaba aquella experiencia ni a su peor enemigo.
Cuando hubo llegado al exterior,
se puso la mano sobre la frente para evitar que la luz del día le quemara los
ojos. Los cálidos rayos le acariciaron la cara y no pudo evitar sonreír. Dando
gracias por esos pequeños detalles que uno no sabe apreciar realmente hasta que
se ve privado de ellos. Cerró los ojos, dejando que a su vez la brisa le
acariciara suavemente.
-¡Raimundo! -. Alguien le llamó.
– Al fin amigo mío… -. Abrió los ojos para encontrarse frente a sí a Don
Anselmo junto a Don Pedro, el alcalde. Este último lo palmeó en el hombro. – Al fin se ha
hecho justicia -.
Él sonrió entristecido mientras
les miraba. - ¿Qué se sabe de Ayala y de mi yerno? -.
El páter agachó la mirada. Tuvo
que ser el alcalde quien le relatara las nuevas sobre los últimos
acontecimientos acaecidos en ese tiempo.
- Ayala está muerto -. Raimundo
mudó el rostro. A pesar de que la muerte de aquel indeseable era un acto de justicia, no podía evitar sentir algo de lástima por éste. – No quiso asumir su parte de culpa en toda esta historia… -,
prosiguió Don Pedro, -… y al verse acorralado por la Guardia Civil, se arrojó por el barranco de la Cañada de los Lobos
poniendo así fin a su desdichada existencia. En cuanto a Alfonso… -.
Deliberadamente había silenciado
su discurso. No era fácil tener que relatar lo ocurrido con él.
Raimundo miró alternativamente a ambos hombres, que permanecían en silencio.
- ¿Y Alfonso? ¿Por qué calla,
alcalde? -. Se dirigió ahora al cura. – Don Anselmo, se lo ruego, dígame usted
qué es lo que ha pasado con ese muchacho -.
Don Anselmo suspiró al tiempo que
le agarraba por el hombro. – Alfonso está preso, Raimundo. Y ha sido condenado
al garrote vil. La sentencia llegó esta misma mañana a la alcaldía -.
Raimundo tuvo que apoyarse en su
amigo para no caer al suelo debido a la impresión. Emilia, su pobre hija
teniendo que pasar por todo esto sola… en su estado. Tenía que ir
inmediatamente a su lado para brindarle todo su apoyo y su cariño en este duro
trance que les había tocado vivir.
- He de ir junto a Emilia. ¿Dónde
está? -. Agarró al cura por los brazos. – Me imagino que estará en la Casa de
Comidas, ¿verdad? Mi pobre hija… -.
- Raimundo espera -. Le detuvo Don
Anselmo. – Emilia está en la Casona. Con Francisca -.
- ¿En la Casona? -. Preguntó
extrañado. - ¿Qué hace allí? ¿Cómo es posible? -. Casi gritó. – Si esa arpía de
Francisca sigue obligándole a trabajar en su estado y después de todo lo
ocurrido, no se lo perdonaré jamás -. Afirmó con rabia. – Debí haberlo
imaginado… -. Rio con desprecio, mientras perdía la mirada en algún lugar de su
pasado. – Ella tenía que sacar partido a toda esta situación. Habrá disfrutado
viéndome en la cárcel, eso seguro -.
- Raimundo estás sacando las cosas
de quicio -. Le interrumpió Don Pedro. – Doña Francisca solo está… -.
- Está procurando separarme de mi
hija y sacar tajada con todo esto. Aprovechándose de que Emilia está sola y no
tenía a nadie a quien acudir. Pero esto no va a quedar así, ¿me oye? -. Le
clavó el dedo en el pecho repetidas veces. – Voy a ir ahora mismo a la Casona
y… -.
- Y nada Raimundo -. Le detuvo Don
Anselmo sujetándole por el brazo casi al mismo tiempo en que él había comenzado
a dar un paso para acudir hasta la Casona. – Te vendrás en este instante con
nosotros hasta el pueblo, te asearás un poco y comerás algo. Después… -, echó
una significativa mirada al alcalde, -…ya se verá -.
Llegué aquí buscando un poco de evasión porque estoy acompañando a mi mamá que está enferma. Y es muy gratificante haber encontrado mucho más buque eso. Gracias por compartir un espacio que nos reconforta y nos incita a soñar.
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias por tu comentario! Para mí es un privilegio saber que al menos, colaboro un poquito en tus momentos de evasión, tan necesarios muchos veces.
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