Llegó el alba y con él las prisas por el viaje que debían
realizar. La casona estaba revolucionada con los preparativos. Mauricio junto
con alguno de sus hombres, bajaba el baúl con el equipaje de Francisca y
Soledad. Mientras, en el exterior, una sombra escondida entre los arbustos del
jardín, observaba sin perder detalle todo el movimiento que se estaba
produciendo.
Tras el descubrimiento de que Francisca se marchaba y los
motivos que le habían impulsado a ello, Raimundo no soportaba la angustia que que había nacido en su pecho. Necesitaba salir. Correr. Gritar. Sin saber muy bien cómo
llegó hasta allí, había salido a la fría noche y había vagado durante horas por la
ribera del rio. Finalmente, sus pasos le habían encaminado irremediablemente a
la Casona.
Tenía que verla. Necesitaba verla. Y por eso estaba allí, agazapado
como si fuera un delincuente. Nada tenía de malo que mostrara aquel inesperado
interés por su salud, nada tenía que ocultar. Pero aun así, no se vio capaz de
salir de su escondrijo. Ella no tardaría en aparecer. Justo ahora estaban
subiendo el equipaje a la calesa.
De repente, Francisca se mostró ante sus ojos. Tan bella como
siempre, y en esta ocasión supo reconocer en su rostro la dulzura y fragilidad
de antaño. Su corazón amenazando con salir del pecho, ansiaba correr hasta ella.
La boca se le secó. El suelo tembló bajo sus pies. Quería
acercarse. Necesitaba acercarse.
- Francisca…-, pronunció en un susurro
Aquella voz. Cada vez que la escuchaba, mil escalofríos
recorrían su espalda haciéndole flaquear las piernas. Solo tuvo que girarse muy
lentamente para encontrarse con los profundos ojos de Raimundo frente a ella.
- Ulloa, ¿Qué hace aquí? -, gritó Mauricio. - ¡Lárguese ahora
mismo o le echo a patadas como el perro que es! Esto es una propiedad privada
-. Bufó mientras se le acercaba amenazador.
- ¿Acaso te crees ahora el dueño de mi finca Mauricio? -. La
voz de Francisca le detuvo en seco. Sus ojos refulgían con un brillo peligroso.
- El único que se tiene que largar de mi vista ahora mismo eres tú -, prosiguió.
- Vamos, ¡largo! -.
Sus atenciones se volvieron nuevamente hacia Raimundo. Todo
su cuerpo temblaba, incluido su corazón. Como siempre le ocurría cada vez que
tenía la fortuna de cruzar su camino con el suyo. Más, también como siempre,
revistió su alma de fina ironía.
- Y bien, Raimundo ¿Qué es lo que estás haciendo aquí? -,
preguntó entrelazando las manos sobre el regazo. - Espera, no me digas más. Vienes
a pedirme que te traiga alguna bagatela de la capital, ¿a que sí? ¿O tal vez
prefieres una botella del mejor vino que pueda encontrar? -.
Sabía que estaba siendo innecesariamente cruel, pero lo que
no deseaba es que él notara el miedo que le atenazaba.
Raimundo observaba en silencio, dolido por todas y cada una
de las palabras que salían de su boca. Sin embargo la conocía demasiado bien.
Sabía que estaba ocultando su temor. Y aquello sí que le asustó sobremanera, ya
que Francisca parecía no tener nunca miedo a nada.
- Mi pequeña…-, se limitó a musitar.
- ¡Cállate! -, gritó Francisca con el brillo de las lágrimas
quemándole en los ojos. - No puedes llamarme así, ¡no tienes ningún derecho! Lo
perdiste hace demasiados años -. El dolor se abría paso a través de su
garganta, amenazando con salir y destrozarle el alma, más pronto consiguió
dominarlo, arrojándolo al lugar más recóndito y oculto de su ser. Respiró hondo
antes de volver a dirigirse a él. Como si apenas unos segundos atrás, no
hubiese conseguido robarle la calma. - En serio Raimundo, ¿qué quieres? No me
hagas perder más el tiempo. Como puedes ver me marcho de viaje a la capital.
Tengo que resolver unos asuntos de negocios allí -.
No tenía derecho a reclamarle nada, a pedirle explicaciones.
Y sin embargo, las necesitaba más que el respirar. Por eso decidió no ocultar
más que sabía el motivo real de su marcha.
- Tus intentos por ocultarme la verdad son vanos, Francisca -,
le dijo. - Sé muy bien por qué te vas. Sé que estás… -, acalló su voz incapaz
de pronunciar aquello que le abrasaba el pecho.
Francisca empalideció. - ¿Que estoy… qué? -. Apenas le salía
la voz. ¿Cómo había podido enterarse de aquello?
Raimundo dio un paso hacia ella. Incluso hizo el amago de
tocarla, pero se contuvo a mitad de camino. Aquello solo habría conseguido
empeorar las cosas.
- Lo sabes tan bien como yo, Francisca -. Le respondió.
Sosteniéndole la mirada.
Francisca resopló. Comprendiendo en realidad porqué se había
presentado frente a ella.
- Claro, y por supuesto, tú has venido a regodearte.
A comprobar con tus propios ojos que es cierto lo que te han contado -. Un punto
de dolor teñía sus palabras y sin embargo, se felicitó al comprobar que
Raimundo no parecía apreciarlo. Aquello habría supuesto darle a entender el
profundo desconsuelo que su odio le causaba. - Pues que te quede bien clara una
cosa Ulloa -, prosiguió. - Me encuentro perfectamente, por lo que te sugiero
que no saborees demasiado esto que consideras un triunfo. Tan solo se trata de
un chequeo rutinario -. Avanzó unos pasos hacia la calesa, queriendo dar la
conversación por finalizada. A punto estaba de subir a la escalerilla cuando se
volvió hacia él. - Hay Francisca Montenegro para rato -. Lo soltó con la cabeza
erguida, de manera orgullosa. Pero no pudo evitar que le temblara la voz y se
maldijo por ello.
- Prométemelo…- susurró Raimundo sorprendiéndola.
- ¿Prometerte? -, preguntó con asombro. - ¿Y qué es lo que
tengo que prometerte yo a ti tabernero? -.
Raimundo la taladró entonces con sus profundos ojos castaños.
- Que volverás. Que no yerran tus palabras y que habrá
Francisca Montenegro para mucho tiempo -.
Dejó que su alegato calara en ella antes de marcharse, alejándose
por el camino que llevaba al pueblo.
Francisca se había quedado clavada en el sitio. No podía
moverse y mucho menos respirar. Sentía que la respiración moría atascada en su
pecho, ahogándola hasta dejarla inerte. Sus ojos, anegados en lágrimas solo
pudieron seguirle hasta que se perdió por el camino.
- Madre, ¿se encuentra bien? -.
La voz de su hija le sacó de aquel íntimo trance, haciéndole
caer con pies de plomo a la realidad. Soltó lentamente todo el aire que estaba
conteniendo y secó rápidamente esas lágrimas furtivas con el dorso de la mano.
- Por supuesto Soledad -. Se recompuso. - Subamos a la calesa
y acabemos con esto cuanto antes -.
Cuando estuvieron acomodadas en sus respectivos asientos,
Tristán apareció junto a ellas, a lomos de su caballo.
- Buenos días madre. Si al fin llevamos todo lo necesario y
lo considera usted pertinente, podemos partir ya mismo hacia la capital -.
Francisca asintió con un movimiento de cabeza. Llevaba todo
lo necesario, era cierto. Todo, a excepción de su corazón. Ese se había empeñado
en irse detrás de su único dueño.
…………………..
Raimundo limpió la mesa por tercera vez. Hacía ya cinco días
que Francisca se había marchado y aún no habían tenido noticias por el pueblo.
Desde entonces sentía como si no estuviera en su cuerpo. Siempre parecía
ausente, distraído. Incluso torpe. Las cosas se le caían de las manos sin
remedio. Solo tenía en mente una sola cosa.
Francisca. Siempre Francisca.
Emilia observaba preocupada a su padre. Desde el día de la
partida de la Señora, él no había sido el mismo. Estoy bien hija, no te preocupes. Aquello era lo que se limitaba a pronunciar ante sus requerimientos. ¡Hombre testarudo! Era capaz de escuchar las
cuitas de todos los parroquianos, pero
incapaz de soltar prenda sobre su estado. De pronto, una idea brotó en su
mente. Quizá pudiera lograr que su padre se despejara al menos durante un rato.
- Padre -, le llamó. - Me gustaría preparar un guiso con
berenjenas para la comida de hoy, pero resulta que vengo de la cocina y no me
quedan. ¿Sería para usted mucha molestia acercarse a la conservera para
encargárselas a Sebastián? -.
Raimundo la miró de medio lado, lanzando un suspiro.
- ¿Por qué no vas tu Emilia? No tengo demasiadas ganas de
salir. Además hay muchos parroquianos por aquí -, le dijo mientras dirigía su
mirada por la casa de comidas.
- ¿Y entonces qué? ¿Se va a quedar usted encargado de la
cocina? -. La joven tomó a su padre del brazo. - Además yo sola me basto y me
sobro para atender a toda esta gente -, sonrió.- Ande padre, hágame caso. Un
poco de aire fresco será bueno para usted -.
Raimundo sabía que no podía discutir con Emilia. Era una
batalla que ya tenía perdida incluso antes de empezar. Cuando a esa condenada
muchacha se le metía algo en la cabeza, no
paraba hasta conseguirlo. Le devolvió la sonrisa, sintiendo el orgullo pleno de
un padre que comprende que su niña ya es toda una mujer.
- De acuerdo hija, se hará como tú digas -, cedió resignado
mientras le daba un toquecito con el dedo en la punta de la nariz.
Después se quitó el delantal, cogió su abrigo y salió camino
de la conservera.
……………
- Sebastián ¿se puede? -. Abrió la puerta del despacho de su hijo
tras haber golpeado levemente la puerta con los nudillos.
- Claro padre, pase -. El joven se levantó acercándose a
recibirlo. - ¿Qué le trae por aquí? ¿Puedo hacer algo por usted? -.
- Verás hijo -. Se dispuso a relatarle la petición de Emilia.
- Tu hermana se ha empeñado en hacer un guiso y me envió hasta aquí para hacerte un encargo de berenjenas -.
Sebastián sonrió, saboreando ya aquella deliciosa comida que
había prometido su hermana.
- Se me hace la boca agua solo de imaginármelo -, se carcajeó
mientras daba una palmadita en la espalda a su padre. - Dígame cuántas necesita
-.
De repente, la puerta del despacho se abrió interrumpiéndolos.
- Señor Ulloa quería… ¡oh, discúlpeme! No sabía que estaba
ocupado -.
Sebastián se levantó de su silla, mientras un avergonzado trabajador
de la conservera estaba a punto de salir de allí como alma que lleva el diablo
lamentándose por la interrupción.
- Valeriano, espere hombre -, sonrió Sebastián con
indulgencia. - Solo charlaba un rato con mi padre. Pero mira, ya que estás
aquí, te agradecería que te acercaras con él almacén y le hicieras entrega de
unos tarros de conserva que necesita -. El joven se dirigió entonces a Raimundo
– Discúlpeme padre por no acompañarle, pero es que no puedo ausentarme del
despacho. Estoy esperando la visita de un posible inversor -.
- Claro Señor Ulloa, para mí será un placer acompañar a su
padre y ofrecerle lo que necesite -, se ofreció el hombre.
Raimundo miró orgulloso a su muchacho. - No te aflijas
Sebastián. El deber es lo primero -. Se volvió entonces hacia el hombre. – Vayamos
pues a por esos tarros -, le dijo mientras le daba una palmadita en el hombro.
Sebastián los siguió con la mirada mientras ambos hombres
abandonaban el despacho charlando animadamente. Agradecido de ver sonreír a su
padre por primera vez en días.
………………
- Supongo que con esto será suficiente. Muchas gracias por su
ayuda Valeriano -, le dijo Raimundo mientras estrechaba su mano
- A mandar Don Raimundo. Aquí estamos para lo que necesite -.
- Apéame el tratamiento hombre. Nada nos diferencia a ti y a
mí. Ambos somos personas honestas y trabajadoras -. Valeriano sonrió. – Y ahora
si me disculpas iré a despedirme de mi hijo Sebastián -.
……………
- Pues sí que eres trabajador amigo, veo que la empresa está
en muy buenas manos-
Sebastián asomó la cabeza de entre una pila de papeles. –
¡Tristán amigo! Al fin habéis vuelto. Estaba tan ensimismado mirando unas
facturas que no sentí la puerta -. Se puso en pie acercándose a él, fundiéndose
ambos se fundieron en un sincero y fraternal abrazo.
- Ya me di cuenta -, rio Tristán. – ¿Te parece que nos sentemos?
-, le sugirió señalando sendas butacas. Sebastián asintió, y al fin se atrevió
a hacer la pregunta que le rondaba en la cabeza desde que le había visto cuzar el umbral de la puerta.
- ¿Qué tal el viaje? ¿Cómo se encuentra tu madre? Espero que
las pruebas fueran satisfactor…-. No puedo terminar la frase, pues la mirada
apesadumbrada que le estaba ofreciendo Tristán había respondido por él. – ¿No
ha sido así, verdad amigo? -.
El joven suspiró. - No Sebastián, no lo han sido. Mi madre…
-. Volvió a suspirar, queriendo ganar unos segundos en los que encontrar las
fuerzas para contarle su pesar. - Mi madre tiene un tumor -, prosiguió. - Ha de
operarse o de lo contrario morirá. Y de hacerlo, las posibilidades de éxito son
mínimas -.
De repente, un fortísimo estruendo los sobresaltó. Ambos se
levantaron y corrieron hacia la puerta, que se encontraba en ese momento entreabierta.
La visión que ante ellos surgió en aquel instante, conmocionó a los dos
jóvenes. Varios tarros de cristal rotos en el suelo, y un Raimundo con las
manos ensangrentadas por los cortes llorando amargas lágrimas.
- Por todos los santos, ¡padre! ¿Se encuentra bien? -. Gritó
Sebastián agarrando sus manos. – Tenemos que llevarle ahora mismo al
dispensario. Han de curarle estas heridas inmediatamente -.
Raimundo miró a su hijo a los ojos, con un intenso dolor
reflejado en ellos. - Mis heridas son mucho más profundas que unos simples
cortes. Y no pueden se curadas por ninguna doctora -. Se dirigió entonces hacia
Tristán – ¿Dónde está ahora Francisca? -.
El joven, que había sido testigo mudo de aquella escena hasta
entonces, le observaba estupefacto. – ¿Mi madre? -, preguntó extrañado por su
sola mención. - Ella está en la Casona ahora mismo, Raimundo, pero será mejor
que vayamos a curarle esos cortes -.
Él se zafó de las manos de su hijo. – No Tristán, ahora no.
Antes debo ir a curar otra herida que me duele mucho más -.
Dio media vuelta, marchándose por la puerta y dejando tras de
sí a un asombrado Tristán y un preocupado Sebastián.
- Pero ¿Qué ha querido decir? ¿Sabes a dónde puede dirigirse? -.
- Me temo que sí -, respondió Sebastián a su amigo. Puso su brazo sobre el hombro de Tristán y se
dirigió con él de vuelta al despacho. - Pasa, será mejor que te cuente una
historia que ocurrió hace muchos años…-
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