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miércoles, 22 de abril de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 1)



Como cada noche, la doctora Gregoria Casas entró en la casa de comidas y se encaminó a la mesa del fondo. Era una mujer enjuta y parca en palabras, que no gustaba de departir con los parroquianos. Se limitaba a desarrollar su labor como médico de pueblo sin llegar a establecer una relación con sus pacientes más allá de la que exigía su labor.

Era una mujer de costumbres y siempre seguía el mismo ritual a la hora de cenar: Saludó a Raimundo, el dueño de la taberna, con una leve inclinación de cabeza y se sentó en su mesa. Una de las camareras le llevó rauda la cena.

A Gregoria no le importaba cenar sola. A fin de cuentas, así era como se había sentido toda su vida. Tan solo tuvo que aprender a vivir con ello. A pesar de todo, podía percibir las miradas y cuchicheos de la gente a su alrededor y no pudo evitar sentir un leve pinchazo a la altura del pecho. ”No me importa” se dijo. ”He venido aquí a trabajar, y  no a hacer amigos”.  Ahogó ese ligero dolor con un largo sorbo de vino. Más, de repente, un golpe seco llamó su atención.

Levantó la vista y se encontró con un alterado Mauricio que acababa de entrar casi tirando la puerta al suelo.  Mauricio era el capataz de la casona, el siervo más fiel de la señora con más poder en la comarca. Le observó detenidamente. Parecía nervioso y estaba claro que buscaba a alguien.

- Mauricio, ya sabes que no eres bien recib… –.   

Las palabras murieron en la boca de Raimundo cuando éste se acercó hasta el hombre dispuesto a echarle de un puntapié. Sin embargo, el capataz pasó por delante de él como una exhalación sin prestar atención ninguna a lo que le estaba diciendo. Bien eran conocidas por todo el pueblo las tensiones que mantenían ambos hombres a cuenta de viejas rencillas del pasado.  

Gregoria notó que Mauricio se dirigía hasta ella, y sintió que los nervios se acumulaban en la boca de su estómago ante la rudeza del hombre, más enseguida supo controlarlos y adoptó su habitual pose.

Raimundo, no perdía ojo a la escena. Pudo apreciar que conversaban de manera apresurada, nerviosa. Desde el mismo instante en que advirtió que Mauricio buscaba a la doctora del pueblo, supo que algo no iba bien. Y en lo más profundo de su ser temió que aquello estuviese relacionado con Francisca.

Desde su posición podían llegarle palabras sueltas. Frases inconexas.

“¿Inconsciente?”

“No reacciona”

“Será mejor ir enseguida”

De pronto y sin más dilación, la doctora se puso en pie. Cogió su instrumental y se encaminó hacia la puerta. Ya se disponían a marcharse de la casa de comidas cuando un presuroso Raimundo les salió al paso, agarrando el brazo del capataz

- Mauricio, ¿ocurre algo en la casona?

- Eso no es algo de su incumbencia Ulloa -, bufó Mauricio mientras se deshacía de su agarre de muy malos modos.

- Caballeros -, interrumpió la doctora. - Como comprenderán no es momento de discutir. Estamos perdiendo un tiempo precioso que juega en contra de Doña Francisca -. Y sin más, salió por la puerta seguida de Mauricio.

Raimundo empalideció de repente. No podía moverse, no podía pensar. Sentía su sangre zumbándole en los oídos.  Apenas pudo atinar a pronunciar un tímido ”Francisca…”

Emilia, su hija, que había sido testigo mudo de la escena, salió de la barra con una jarra de vino en la mano.

- Venga señores, que se ya acabó el espectáculo. Les pido que por favor sigan con su cena. Y descuiden… -, les mostró la jarra que llevaba en la mano. - Al próximo vino invita la casa -.

Para aquel perdido pueblo de provincias, la tensa rivalidad que mantenía enfrentados a Raimundo y a Doña Francisca, tan solo escondía un pasado tumultuoso en el que el amor y el odio ocupaban lugar importante en sus vidas. Una vez que Emilia hubo terminado de servir a todos los parroquianos, se dirigió por fin a su padre,  agarrando suavemente su brazo y tirando de él.

- Padre, ¿por qué no marcha para la casa? Le vendrá bien irse a descansar. Ha tenido un día muy duro -.

Raimundo, despertó de aquel trance en el que se había sumido y se giró al oír la voz de Emilia.

- Hija, yo…Francisca…-. Breves balbuceos era lo único que salía de sus labios. Trataba de poner algo de orden en sus pensamientos, pero las lúgubres palabras de la doctora le habían dejado el cuerpo desasosegado.

Ella, consciente de los verdaderos sentimientos de su padre ante aquella mujer, trato de reconfortarle como buenamente pudo. - Lo se padre, lo sé. Pero ya verá como no se trata de nada importante. Quédese tranquilo -. Aferró su brazo con ternura. - Además, pronto tendremos noticias. Ya sabe usted cómo vuelan los cotilleos por este pueblo -.

A regañadientes, pero dispuesto a no dar más pesar a su hija, Raimundo se encaminó a su habitación. Tal vez esos momentos de soledad eran lo que realmente precisaba para sacar a relucir su verdadero sentir. Un negro presentimiento se pasó de manera fugaz por su mente, aunque logró removerle todo el cuerpo dejándole el alma desasosegada.

Sin ser muy consciente de lo que hacía, perdido como estaba en sus propios sentimientos, se desvistió con la clara intención de acostarse en su cama, aunque sabiendo que no podría conciliar el sueño en toda la noche.

…………………………

- Me temo que no puedo decirles más que lo que ya les he referido. No dispongo de los medios necesarios en mi consultorio para diagnosticar de manera precisa qué es lo que le ocurre a su señora madre -.

Finalizada su revisión, Gregoria se dirigía entonces a Tristán y Soledad, ambos hijos de Francisca, mientras ésta se encontraba recostada en su cama tomando una tisana que le acababa de llevar una de las doncellas del servicio.

- No soy capaz de comprender por qué ponéis esa cara de funeral -, les dijo de pronto. - Me encuentro perfectamente. Tan solo ha sido un pequeño desvanecimiento debido al cúmulo de trabajo que he tenido estos días -.

- Pero madre, la doctora ha dicho que… -.

- Pero nada Soledad -, interrumpió Francisca. - Ya os he dicho que me encuentro perfectamente. Y para que no haya lugar a dudas y os quedéis convencidos de lo que digo, os lo voy a demostrar ahora mismo -.

Francisca se dispuso a incorporarse de la cama, cuando una nueva negrura empezó a nublarle la visión. Tristán acudió veloz para sostenerla en sus brazos antes de que cayera irremediablemente al suelo.

- ¿Lo ve madre? -, casi gritó. Y dirigiéndose a Gregoria le insistió: - Alguna solución habrá doctora. Díganos por favor qué podemos hacer -.

A pesar de que la relación de Francisca con sus hijos no estaba pasando por su mejor momento debido a los amoríos que Tristán mantenía con una desarrapada del pueblo, se sintió reconfortada al percibir la preocupación en su voz.

La doctora exhaló un gran suspiro mientras entrelazaba las manos sobre su pecho.

- Si realmente desean mi opinión al respecto, lo mejor que pueden hacer en este punto, es marchar mañana temprano a la capital. Puedo contactar con un antiguo compañero de Facultad que trabaja en el hospital y le pondré al corriente de la situación. Les advierto de que será necesario hacer más pruebas -.

Francisca odiaba tener que ceder. Pero una inquietud empezaba a crecer en su corazón. Aunque trataba de ocultarlo, ella misma estaba aterrada ante la idea de que algo grave pudiera ocurrirle. Aquellos desvanecimientos eran cada vez más seguidos. Algo que se había encargado de ocultar a todos, incluidos sus hijos.

- Está bien -, claudicó.- Será como aconseja la doctora -. Se dirigió ahora a su hijo. - Tristán, ordena a Mauricio que mañana temprano tenga preparada la calesa -.

Gregoria dirigió un gesto a Tristán y Soledad para que le acompañaran fuera de la alcoba mientras  la doncella se encargaba de acomodar de nuevo a la señora, que seguía refunfuñando por tener que ceder a las presiones de sus hijos y de esa condenada matasanos.

- No quiero engañarles,  pero la cosa no pinta bien -. Lo soltó a bocajarro y sin miramientos cuando los tres estuvieron fuera de la alcoba. Era de aquellas personas que consideraba que en su trabajo, era lo más adecuado con el único fin de no crear falsas expectativas. - Ahora puedo decir con seguridad que erré mi diagnóstico inicial. El origen de las jaquecas apunta a que se trata de algo más grave de lo que pensaba en un principio. Les aconsejo que tengan en consideración prepararse para recibir una mala noticia -.

Tras unos breves segundos en los que dejó que sus palabras calaran en las dos personas que tenía en frente, comenzó a descender las escaleras, dejando al fin a unos desconcertados muchachos que sólo podían mirarla marchar.

Soledad fue la primera en hablar. – ¿Qué opinas, hermano? ¿Crees que lo que le ocurre a madre puede ser algo grave tal y como acaba de referirnos la doctora? -.

Tristán suspiró. - No lo sé Soledad. Realmente ya no sé qué pensar a pesar de la actitud de madre queriéndose aparentar más fortaleza de la que realmente se le adivina -. Miró a su hermana, que tenía en rostro contraído y se sintió mal por causarle más penar. - Pero no adelantemos acontecimientos  -, la animó abrazándola con cariño. - Tal vez la doctora haya vuelto a errar en su diagnóstico. Si ya lo hizo con anterioridad, puede que en esta ocasión no difiera de la anterior -.

Qué absurdo. Ni él mismo se creía sus palabras.

Besó con ternura su sien. - Acuéstate hermana. Mañana tenemos un largo día por delante -.

Soledad sonrió tímidamente y le besó en la mejilla. Apreciaba realmente los esfuerzos de Tristán por no ocasionarle más preocupaciones. Le dirigió una última mirada antes de entrar en su habitación y cerró la puerta tras ella.

Cuando la vio desaparecer, Tristán salió de la casa dispuesto a dirigirse a la Casa de Comidas. Necesitaba ver a Pepa con urgencia y desahogar con ella ese peso que cargaba en el alma.

El camino hacia la posada de la casa de comidas se le hizo inusualmente largo. No podía quitarse de la cabeza la posible enfermedad de su madre. Ella, la gran Francisca, aquella que nunca parecía flaquear ante nada y ante nadie. La que siempre había mantenido fuerte, dura… No habían sido pocas las veces en las que hasta había dudado de que tuviese corazón.

Bien es cierto que nunca se había mostrado especialmente cariñosa con él o con Soledad, más le dolía recordar que no siempre había sido así. A su mente afloró una escena del pasado, cuando él no era más que un mocoso de 7 años.  Ella, su madre, estaba protegiéndole de una buena tunda que su padre, el desgraciado de Salvador Castro pretendía propinarle por haber roto uno de los jarrones de la casona mientras jugaba con otros niños del pueblo.

Meneó la cabeza, volviendo a la realidad. Él sabía, que a su manera, Francisca les quería. Aunque aquella era una forma muy particular de querer. “Hay amores que matan” pensó. Y sin embargo, no podía dejar de sentir un profundo dolor por ella.  A fin de cuentas, buena o mala, era su madre. Y él la quería.

Decidió apartar por un momento sus pesares cuando vio luz encendida en una de las habitaciones de la posada. Sonrió al pensar en ella y en lo feliz que le hacía. Bajó del caballo y se encaminó con paso firme hasta allí. Cuando estuvo frente a su puerta, la golpeó suavemente.

- Pepa, ábreme. Soy yo -.

La joven escuchó su voz y al instante percibió que algo no iba bien. Corrió hacia la puerta y se encontró a un apesadumbrado Tristán.

- ¿Qué ocurre amor mío? -, le invitó a pasar el interior tirando de su mano. - Es muy tarde, y tú yo nos habíamos despedido al atardecer junto al rio -.

Él la miró entristecido. - Hay algo que tengo que contarte. Es importante -.

Pepa frunció el ceño. - Por tu semblante no me cabe la menor duda. Ven -, tiró de él hasta que se sentaron sobre la cama. - Cuéntame qué es lo que te acontece -. Le observaba detenidamente. Aquello que tenía que contarle debía ser de enjundia, pues las palabras parecían no querer salir de sus labios.

- Habla, mi amor -, acarició la palma de la mano que tenía entre las suyas. - ¿Qué es lo que te inquieta? ¿Puedo hacer algo por aliviar esa congoja que te atenaza el alma? -, le preguntó.

Tristán la miró con el brillo de las primeras lágrimas en los ojos. - Se trata de mi madre Pepa. Está enferma, y no sabemos qué es lo que tiene realmente -, se encogió de hombros. - Si estoy aquí, además de para referirte esto, es para despedirme de ti. Mañana partimos temprano hacia la capital. Allí necesitan hacerle más pruebas -. Agachó la cabeza, dirigiendo sus ojos a las manos de ambos, que continuaban entrelazadas. - Mi amor -, le habló con lágrimas en los ojos. - La doctora nos da muy pocas esperanzas, y yo… yo no sé cómo encajar esto. Es…mi madre… -.

La joven se limitó a abrazarle, ofreciéndole el consuelo que él precisaba. Francisca no era santo de su devoción. Se había dedicado a entorpecer su relación con su amado hijo por no considerarla la suficientemente buena para él. Sin embargo, no podía evitar sentir cierta admiración por ella, como mujer, pues había logrado labrarse un nombre y una posición destacada en un mundo que parecía reservado únicamente para los hombres.

- No adelantes acontecimientos Tristán -, le animó. - Debemos tener confianza y esperar que esas pruebas de las que hablas no desvelen algo importante. Quizá la doctora esté equivocada y nada más quiera curarse en salud y ser precavida -.

El joven sonrió acariciando su mejilla. - Tal vez tengas razón… Es lo que trato de repetirme yo continuamente… -.

Ambos quedaron en silencio, acariciando sus manos. Fue Tristán el que rompió a hablar. - Más… no he venido únicamente para contarte esto. Necesito que me hagas un favor… ¿Podrías llamar a la puerta de Sebastián y decirle que le espero en la entrada de la posada? Necesito ponerle al día de unos asuntos de la empresa, ya que no sé cuántos días durará nuestro viaje -.

Pepa besó su mejilla. - Claro, mi amor -. Se cubrió con su bata, dirigiéndose nuevamente hacia él, acariciando su cabello. - No penes amor mío. Yo estaré siempre a tu lado. No lo olvides -.

Tristán miró con infinito amor ese rostro que tanto amaba y no pudo más que besarla con todo su corazón. Un beso que encerraba también la angustia e incertidumbre que atenazaba su alma.

- Te quiero Pepa -, afirmó. - Y sé que estoy en este mundo solo para amarte -.

……………………….

- ¡Sebastián! -, le llamó, golpeando su puerta. - Soy yo, Pepa. Ábreme por favor, es urgente -.

Sebastián era el hijo mayor de Raimundo y el mejor amigo de Tristán. Ambos habían emprendido un negocio juntos que les estaba reportando ingentes beneficios, a pesar de las reticencias que, en un primer momento, aquella empresa había despertado en Raimundo. Después de todo, estando Francisca metida en ello, sólo podía causarle desconfianza.

El joven se incorporó sobresaltado en su cama.  - ¿Pepa? -, preguntó desconcertado. Le costó unos segundos reaccionar.  - Un momento, enseguida estoy contigo -, le gritó desde el otro lado de la puerta. Se levantó rápidamente y abrió el cerrojo.

- ¿Es que acaso ocurre algo malo, Pepa? Es muy tarde…Un momento… ¡¿padre está bien?!¿Emilia?! -. Había agarrado a la chica por los brazos y la zarandeaba con rapidez.

- Cálmate muchacho -, respondió ella soltándose de su agarre. - Ellos están bien. Duermen plácidamente, supongo… Verás, se trata de Tristán. Está abajo y necesita hablar contigo, así que apúrate -.

Sebastián se relajó momentáneamente y regresó a la habitación para ponerse una camisa. A continuación, se reunió con Pepa.

-Estoy listo. Vamos -.

Cuando ambos llegaron a la puerta de la posada, Tristán estaba esperándolos apoyado en la pared, inmerso en sus propios pensamientos.  Al sentir que se acercaban, se dirigió hasta ellos.

- Sebastián amigo, gracias por recibirme tan tarde -, le saludó con un fuerte apretón de manos. -  Pero necesito ponerte al corriente de los últimos acontecimientos -.

- Por supuesto, habla abiertamente -. No pudo evitar esa sensación de preocupación que estaba naciendo en él ante el semblante de su amigo. - ¿Acaso ocurre algo malo? -.

Tristán y Pepa se miraron y aquello sólo causó más incertidumbre en Sebastián. - Me estáis asustando… ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que está pasando? -.

Tristán tragó saliva antes de hablar. - Verás Sebastián… mañana mismo he de partir hacia la capital con urgencia. Mi madre necesita hacerse unas pruebas en el hospital y no sé cuánto tiempo se demorará nuestra vuelta. Es por ello que quiero que te encargues de todos los asuntos de la empresa. Confío en ti amigo. Tienes plenos poderes para tomar las decisiones que consideres oportunas en mi ausencia -.

Sebastián ofreció la mano a Tristán. - Claro que sí amigo mío, nada has de temer. Yo me hago cargo de todo. Y recuerda que puedes contar conmigo para lo que quieras -.

..................................

Raimundo estaba realmente desesperado. No hacía más que revolverse en la cama, muerto de inquietud por Francisca. Y aquellos pensamientos no hacían sino desconcertarlo mucho más.

- ¡Maldita sea! -. Apartó las sábanas y se incorporó, quedando sentado en la cama con los brazos apoyados sobre las rodillas. - Después de todo lo que me ha hecho esa maldita mujer, ¿A qué viene entonces este miedo a perderla para siempre? ¿Acaso no la perdí hace ya demasiados años? -.

30 años…30 largos años que de repente se convirtieron en apenas 30 segundos, y fue como si el tiempo se hubiera detenido. ¿A quién quería engañar?. Su corazón seguía latiendo cada día por una única razón. Ella. Francisca. Su amor…

Resopló con dureza. Incapaz de aguantar un minuto más en la cama, se levantó y fue hacia la ventana entreabierta de su alcoba. Necesitaba un poco de aire fresco que le golpeara en el rostro. Cerró los ojos un instante, dejando que sus pulmones se llenaran con la espesa brisa de la noche. De repente un sonido de voces le hizo abrir los ojos de golpe.

- ¿Y es grave lo que tiene tu madre, Tristán? -.

- No lo sé amigo mío. Pero la doctora no nos ha dado muy buenas perspectivas al respecto -.

- Lo siento de veras, Tristán. Lo digo de corazón.  Espero que a tu vuelta las noticias sean mucho más esperanzadoras -.

Sebastián pensó por un instante en su padre, en Raimundo.  ¿Qué sentiría cuándo supiera la gravedad del estado de Francisca? Él conocía su secreto. Sabía que su padre aún la amaba por más que se empeñase en ocultarlo. De pronto sintió temor al pensar en tener que darle la noticia.

Lo que él desconocía era que aquello ya no iba a ser necesario. Un destrozado Raimundo apretaba fuertemente los puños hasta hacerse sangre en las manos. Había escuchado sin pretenderlo, la conversación entre su hijo y Tristán.

- No puedo perderla. No otra vez…-.

Lágrimas de impotencia se derramaron lentamente por sus ojos quemándole el alma.

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