- Emilia ¡empuja! -. La muchacha
dio un empujón más, gritando de dolor. – Así es chiquilla, un empujoncito más y
listo. Que no se diga que eres una remilgada… -. Se limpió el sudor de la
frente con el antebrazo mientras sujetaba en sus manos la cabeza ya del bebé. –
Preparada… ¡Empuja! -.
- Aaaaaaaaahhhhh -.
A ese grito desgarrado, le siguió
rápidamente el llanto de un bebé. Francisca sonrió entre lágrimas cuando tuvo a
esa pequeña personita entre sus brazos.
- Es una niña, Emilia -. Le dijo
emocionada. – Una preciosa niñita… -.
La joven sonrió extendiendo los
brazos para coger a su hija. Francisca se la ofreció con cuidado.
- Hola mi niña… -. Susurró Emilia
mientras la mecía entre sus brazos. – Mi pequeña Natalia… -.
El solo recordatorio de aquel
nombre, evocó en Francisca momentos que, aunque lejanos en el tiempo, seguían
muy presentes en ella. Natalia. Nunca sintió odio ni rencor hacia aquella
mujer. Solo envidia. Porque disfrutó de la vida que ella no pudo tener. Una
vida de amor junto a Raimundo.
- Gracias Doña Francisca -. Emilia
la sacó de su ensimismamiento. – No hubiera podido hacerlo sin usted -. Miró de
nuevo a su pequeña. – Estoy tan cansada… -.
Francisca se acercó hasta ella. –
Trae, dame a la chiquitina -. La tomó con cariño de nuevo en sus brazos. –
Elena te aseará y después a descansar. Esperando que llegue de una buena vez esa condenada partera… -, resaltó
con tono mordaz, -…para comprobar que todo ha ido bien -.
- Doña Francisca, no se enfade,
que todo ha salido a las mil maravillas -. Su rostro cambió casi de inmediato y
unas silenciosas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. – En realidad, no sé que
hubiera hecho sin usted todo este tiempo. He de agradecerle… -.
- Deja los agradecimientos para
otro momento muchacha -. Le dijo ella algo azorada. No estaba acostumbrada a
que los demás apreciaran buena voluntad en sus acciones. Pero quería a Emilia
como si fuese su propia hija, aunque en un principio, solo la hubiera aceptado
en su servicio por fastidiar a Raimundo. – Y ahora, yo me marcho con esta
pequeña cosita para ponerla aún más guapa de lo que es -. Sonrió con ternura a
la criatura, haciendo que su rostro fuera totalmente distinto al habitual. –
Aún guardo la ropa de Soledad, así que algo podremos encontrar -.
Emilia las siguió con la mirada
mientras salían de la habitación. Entendiendo quizá, por primera vez, porqué su
padre seguía tan enamorado de ella.
…………………………………
- ¿Callan? -. Raimundo no entendía
nada. Miraba a Don Anselmo y a Don Pedro tratando de comprender las palabras de
este último. Meneó la cabeza al comprender que ninguno de los dos iba a soltar
prenda. – Muy bien, guarden silencio si es su decisión. Ahora lo único que me
importa es llegar junto a Emilia. Así que si me disculpan, ¡Adiós y buenas
noches! Y dejen ya de retrasarme -. Terminó diciendo mientras se alejaba de
ellos y entraba en las tierras de la Casona.
- Será bocazas… -. Don Anselmo
amonestó al alcalde. – Casi mete la pata delante de Raimundo. Doña Francisca
nos hizo jurar que él en ningún momento se enteraría de que gracias a ella,
Raimundo había conseguido salir de prisión -.
- Lo siento padre, pero ya sabe
que en situaciones angustiosas de este tipo, mi mente no razona demasiado
deprisa y tiendo a meter la pata -.
- Pues a partir de ahora, alcalde,
le sugiero ¡que guarde silencio! ¡Y vamos ya de una vez o perderemos a
Raimundo! -.
Llegaron junto a Ulloa en el
mismo instante en que este llamaba a la puerta de la Casona. Una de las
doncellas les abrió la puerta.
- Buenas noches -. Saludó
Raimundo. – Vengo a ver a mi hija Emilia y no consentiré que se me niegue la
entrada -. Sin más, entró al interior. - ¿Dónde está mi hija? -.
La criada le informó de dónde se
encontraba Emilia. Raimundo se sorprendió al escuchar que estaba en la
habitación de Francisca. Subió los escalones de dos en dos para llegar cuando
antes al lado de su hija. Llegó hasta la puerta de su alcoba. Conocía el camino
hasta ella como la palma de su mano. Estaba entreabierta, y sintió un
escalofrío recorrer su espalda justo antes de decidirse a abrirla.
- ¡Emilia! -.
Quedó en silencio al comprobar
que nadie había en el cuarto salvo su hija. Dormida plácidamente en la cama.
Sonrió dulcemente mientras entraba al interior y se acercaba hasta ella.
Sentándose a su lado y acariciándole con ternura el rostro. La joven se
desperezó y al ver a su padre, sonrió emocionada.
- ¡Padre! -. Se incorporó aún con
reminiscencias del dolor sufrido en el parto y se echó sobre sus brazos
llorando. – Al fin está aquí, no sabe cuánto le he extrañado, cuánto… -.
- Shhhh Emilia, tranquila mi niña
-. La aferró contra su pecho. – Ya estoy aquí y no voy a volver a separarme de
tu lado -. Besó su frente volviendo a acurrucarla junto a él. Igual que cuando
era niña. – Y ahora cuéntame todo lo que ha pasado -. La miró extrañado. -
¿Dónde está el bebé? -.
Emilia comenzó a relatarle todo
el padecimiento que había tenido que soportar desde el mismo instante en que él
fue detenido en la Casa de Comidas. La muerte de Ayala, el posterior arresto de
Alfonso….
- Doña Francisca me ha ayudado
mucho en todo este tiempo. No sé qué hubiera hecho sin ella, padre. ¡No me
ponga esa cara!, lo que le cuento es cierto, y sino que me caiga un rayo aquí
mismo -, tuvo que añadir aquella súbita defensa de la Montenegro ante el
semblante de incredulidad de Raimundo. – Es cierto todo lo que le digo. Además
contrató un abogado para ayudar a Alfonso y para lograr que usted… -. Se quedó
en silencio.
Doña Francisca le había pedido
que guardara silencio al respecto de la ayuda prestada a su padre. Emilia no
había comprendido las razones que le llevaban a ocultarlo, pero no quiso
insistir sobre ello. Era una petición expresa de la mujer que se estaba
desviviendo por ellos, y ella debía respetarlo.
- Para lograr que yo, ¿qué? -.
Un
súbito escalofrío le recorrió desde la punta de los pies hasta la nuca. ¿Sería
posible que sus sospechas acerca de su puesta en libertad, así como al cese del
maltrato que sufrió en prisión, se debía a la intervención de Francisca? Había
comenzado a sospechar al respecto mientras estaba en prisión. Posteriormente,
la actitud de Don Anselmo y de Don Pedro había hecho saltar las alarmas pues
estaba seguro de que ocultaban algo al respecto.
- Eso es algo que tendrá que
hablar con ella, padre -.
Raimundo sonrió de medio lado.
Por supuesto que hablaría con Francisca. En primer lugar deseaba averiguar las
verdaderas razones que la habían motivado a contratar un abogado para lograr la
revocación de la sentencia de Alfonso. Y en segundo lugar, hacerle partícipe de
las dudas que le corroían el alma. Quería preguntarle, mirándola a los ojos,
por qué había movido cielo y tierra para liberarle a él de aquella horrible
tortura.
- No te preocupes ahora por eso,
mi niña -. La tranquilizó abrazándola. – Descansa ahora ¿de acuerdo? Yo me
quedaré contigo hasta que vuelvas a dormirte -.
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