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lunes, 13 de abril de 2015

PRESO DE TI (Quinta parte)



Francisca se apoyó en la pared, junto a la puerta de la habitación en cuanto hubo salido. Cerró los ojos y se llevó una mano al pecho en un intento de calmar su acelerado corazón. ¿Qué era lo que se suponía que acababa de pasar? Raimundo le había agradecido…aunque aún no sabía qué era por lo que le había dado las gracias, pero el caso es que así había sido. Y además, ¡la había besado! Le temblaban las piernas, y durante un instante agradeció la llegada del cura y del alcalde. Sino, a saber qué podría haber sucedido entre ellos.

¡Habían perdido totalmente la cordura para entregarse a una pasión que los consumía!

¿Cómo había podido dejarse arrastrar por él? ¿No se supone que era su enemiga? ¡Valiente rival, que se rinde a la primera caricia…! Lo mejor sería mantenerse alejada de él. No podía permitir que la pillara en otro renuncio igual.

Se despegó de la pared y avanzó casi a tientas por todo el pasillo hasta llegar a las escaleras. Aún no recuperada del todo, llegó hasta el vacío salón y se sirvió una copa de jerez tomándosela de un solo trago.

……………………………………………………….

Raimundo bajó hasta el salón acompañado del cura y del alcalde, justo en el mismo momento en que llegaba Tristán, el hijo de Francisca, que no se había enterado de nada de lo que había ocurrido esa noche.

-¡Raimundo! -. Se acercó raudo a el ofreciéndole la mano. – Al fin está en libertad, no sabe cuánto me alegro de que al fin se haya aclarado todo -.

Él sonrió. – Gracias muchacho -. Le palmeó en el hombro agradecido. – Digamos que he recibido algo de ayuda para encontrarme donde estoy ahora mismo -. Al decir esto último, su mirada se dirigió con toda intención hasta Francisca, que observaba la escena en un segundo plano.

Cuando la mirada de Raimundo llegó hasta ella, sintió de nuevo flaquear sus piernas. Y para evitar el incómodo silencio que de pronto se instaló en la estancia, puso a Tristán al tanto de lo acontecido con Emilia.

- ¿En serio? -. Su voz sonaba emocionada. – Discúlpenme entonces. Voy a subir a ver cómo está y a conocer a la chiquitina -. Se encaminó hasta las escaleras, girándose de repente hacia los presentes. – Raimundo, me imagino que se quedará aquí con nosotros, ¿verdad? Diré que le preparen una habitación -.

Francisca sintió empalidecer ante la propuesta de Tristán. Lo único que la tranquilizaba, era el hecho de que Raimundo se iría a su casa enseguida y ella podría recuperar su perdido sosiego. 

– Pero hijo, seguro que Raimundo… -.

- Gracias Tristán, si no es mucha molestia, me gustaría permanecer cerca de mi hija -.

- Perfecto entonces -. Sonrió el joven. – Avisaré a una de las doncellas para que organice una habitación para usted. Y ahora si me disculpan… -. Les saludó con un ligero movimiento de cabeza y desapareció por las escaleras.

- En fin, creo que nosotros debemos irnos alcalde -. Don Anselmo trató de romper así la tensión que se palpaba en el ambiente. – Raimundo, confío en que no hagas ninguna locura -. Terminó recomendándole en voz baja cuando se acercó a él para despedirse.

- ¿Locura? -. Dijo él sin quitar los ojos de encima a Francisca, que departía con el alcalde, despidiéndose de él. – Descuide, pues ninguna cometeré… Se lo prometo… -, añadió con tono condescendiente ante la mirada incrédula del cura.

- Más vale, Raimundo... más vale. Hay cosas que no conoces y que no puedo contarte. Pero te ruego…No. Te suplico que te comportes como un caballero -.

Raimundo volvió su mirada entonces hacia él, sonriéndole de medio lado. – Sé más de lo que se piensa, Don Anselmo -. Le dijo enigmático. – Váyase tranquilo. En serio… ¡Alcalde! -. Lo llamó, haciendo que tanto él como Francisca se volvieran. – Muchas gracias por su inestimable ayuda -. Estrechó su mano en señal de agradecimiento.

- No hay de qué, Raimundo, no hay de qué. Como alcalde de éste, nuestro pueblo, me debo a todos mis conciudanos. Y mucho más, tratándose de ti, nuestro ilustre tabernero. ¿Sabes? Creo que te podría nombrar “Hijo… -.

- Déjese de tanta palabrería alcalde y vayámonos ya -. Don Anselmo le agarró del brazo tirando de él. – Es tarde y querrán retirarse a descansar. Doña Francisca… -, con una leve inclinación de cabeza, ambos hombres abandonaron el salón dejando de nuevo solos a Raimundo y a Francisca.

Él miró cómo azorada, Francisca retorcía sus manos sin atreverse a mirarle a los ojos. Cuando el silencio se hizo insoportable, ella levantó la mirada y le encontró en el mismo lugar. No se había movido ni un ápice. Y la observaba con una mirada difícil de descifrar.

Quería salir de allí a como diera lugar. Escapar. Pero inevitablemente debía pasar por su lado. ¡Maldita sea! Tal vez si daba un ligero rodeo por detrás del sofá, y bordeaba la mesita junto a la butaca del fondo, podía escapar. Suspiró resignada, dispuesta a llevar a cabo su plan. Y casi lo había logrado cuando Raimundo la atrapó, tomándola de la mano.

- Francisca… -, susurró su nombre. Girándose hasta ella, haciendo que le mirase. – Mi Francisca… -, repitió en el mismo tono susurrante.

Ella solo pudo cerrar los ojos. ¿Por qué se empeñaba él en torturarla de aquella manera? ¿Y ella? ¿No se había prometido acaso no volver a sucumbir en una situación semejante? Sus pensamientos y reproches mentales se silenciaron de pronto cuando sintió la mano de él recorrer su mejilla hasta llegar a sus labios. Rozándolos con la yema de los dedos.

- Francisca… -. Volvió a pronunciar su nombre, otra vez en un suave susurro que erizó su piel. Que vibró a través de su columna hasta llegar a sus oídos y llenarla de él.

Se acercó a ella lentamente. Desde que la había visto junto a Natalia, sentía que no podía tener sus manos alejadas de ella. Ni sus manos, ni su boca, ni su cuerpo. En aquella habitación volvió a encontrar a esa dulce chiquilla de la que se enamoró de manera irremediable hacía ya tanto tiempo. Ansiaba demasiado su calor. Su cercanía. Siempre lo había hecho en realidad.

Y el hecho de saber que había hecho todo lo posible por librarle de la cárcel no hizo sino incrementar su amor y su deseo por ella. A pesar de que seguía sin entender sus intenciones. Solo quería creer que aún le amaba. Aunque las dudas le corroían el alma. Y sin embargo, unos minutos atrás se habían besado tan dulcemente, que sus labios gritaban por apoderarse otra vez de los de ella. No quería pensar. Tan solo, dejarse llevar por lo que sentía.

Ya se había controlado durante demasiado tiempo.

Percibió cómo Francisca temblaba bajo sus manos. Ella abrió los ojos, perdiéndose ambos en la inmensidad de una mirada cargada de demasiadas dudas. De intensos reproches. Pero que quedaron aparcados en ese instante. Olvidados en un recóndito lugar, dejando ver, quizá por primera vez en muchos años, un profundo amor.

Francisca se humedeció los labios. Una muda invitación para él, que acortó la distancia que los separaba. Esta vez sin reparos. Sin timidez. Aferró su cintura con ambas manos, ciñéndola con firmeza mientras su boca devoraba hambrienta la de ella. Francisca alzó los brazos hasta enredarlos detrás de su cuello, colgándose de él. Reduciendo a la nada el espacio que separaba sus cuerpos.

Sin saber cómo fue capaz de hacerlo, la condujo hasta una de las columnas del salón, atrapando su cuerpo entre él y aquel pilar. Separando sus bocas el tiempo indispensable para tomar aire, perdiéndose de nuevo en una vorágine de pasión donde intercambiaron su aliento. Su saliva. Sus almas.

De nuevo unas voces se escucharon y de nuevo ellos interrumpieron aquel arrebato apasionado. Francisca se alejó de él, totalmente confundida por lo que acababa de repetirse por segunda vez en esa tarde. Miró reprochadora a Raimundo.

- ¿Qué es lo que pretendes? -. Le inquirió. Ruborizada aún ante el recuerdo de sus besos.

Él escondió las manos tras su espalda y dio un par de pasos hacia ella.

- Conocer la verdad. Aunque estoy empezando a hacerme una ligera idea… -. Sus ojos brillaron sonrientes mientras la observaba. – Esto no ha terminado, Francisca. Acaba de empezar. Llevo controlándome demasiado tiempo. Y no estoy dispuesto a hacerlo más -.

Sonriente, se volvió hacia Tristán, que llegó acompañado de Elena, la criada.

- Raimundo -. Le llamó, situándose a su lado. – Elena me acaba de informar de que su habitación ya está lista. Si lo desea, puede subir con Emilia unos minutos hasta la hora de la cena -. Raimundo sonrió, asintiendo con la cabeza en respuesta afirmativa. Tristán se volvió entonces hacia Francisca. – Madre, ¿se encuentra bien? -, preguntó un tanto extrañado. – La noto algo acalorada -.

- Debe ser por mi presencia aquí, ¿verdad Francisca? -. Le dijo en un tono que solo ella pudo comprender, haciendo que sus mejillas se ruborizasen aún más. Raimundo contuvo su sonrisa a duras penas. – Lo digo porque ya sabes que a tu madre y a mi nos encanta cerrarnos la boca mutuamente… -. Volvió a recorrerla con los ojos. Abrasándola con la mirada.

Francisca alzó la cabeza en un intento de recomponer su dignidad. Orgullosa. Altiva.

- Me retiro. No tengo ganas de seguir escuchando más estupideces por hoy -.

Se dio media vuelta lo más dignamente que pudo, y se encerró en el despacho dejando a ambos hombres a solas.

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