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viernes, 10 de abril de 2015

PRESO DE TI (Cuarta parte)



- Bueno princesita, pues ya estás lista -.

Francisca miraba embelesada a la pequeña, que dormía tranquila entre sus brazos. Minutos antes la había aseado y vestido con ropas que todavía conservaba de cuando Soledad era un bebé. Hacía días que las había mandado airear y lavar, queriendo tenerlas preparadas para ese día. Como un pequeño regalo para Emilia, que con los últimos acontecimientos que le había tocado vivir, no había tenido apenas tiempo ni energías para preparar los enseres para su pequeña.

Se encaminó con ella hasta la cama. Estaba en la habitación de su hijo, ya que el joven no estaba en la Casona y Emilia seguía descansando en su alcoba.

Depositó con cuidado a la niña sobre la cama, y ella se arrodilló en el suelo junto a ella. A sus pies. Sonriéndola con ternura, y pasando uno de sus dedos por su carita a modo de caricia.

- Mi pequeña niña… no te preocupes preciosa, que nada te va a faltar -. Lo decía completamente en serio. Se había encariñado tanto con Emilia en todo este tiempo a su lado, que estaba dispuesta a ayudarla hasta que todos sus problemas se solucionaran. Incluso más allá. - ¿Sabes? Tu abuelo también va a cuidar muy bien de ti. Y te va a querer mucho… -.

Sonrió con dulzura al hablar de él y le hizo una carantoña a la niña completamente ajena a que Raimundo estaba de pie junto a la puerta entreabierta. Escuchando todo.

Hacía tan solo unos segundos que había llegado hasta allí. Buscando hablar con ella. Alertado por el sonido de su voz justo cuando pasó por delante de la alcoba, al dejar a Emilia dormida en la suya. La imagen de Francisca arrodillada en el suelo junto a su nieta, dedicándole tiernas palabras le oprimió el corazón y le derritió por dentro.

Había recreado esa misma imagen en su mente, una y mil veces a lo largo de los años. Francisca junto a un bebé. ¡Su bebé! El de ella y el suyo. Y ahora, por fin, todo cobraba forma ante él. Aunque esa criatura era su nieta, y en cuanto a Francisca… Suspiró apenado. Ella ya no le miraba como antaño. No había ese brillo en sus ojos, ni ese amor que le regalaba cada día en el pasado.

Aquella imagen terminó por hacerle daño, al mostrarse ante él todos los recuerdos de lo vivido entre ellos. 30 largos años de rencor y odio. Meneó la cabeza, queriendo despejar su mente de aquellos tristes pensamientos. Las cosas eran como eran y nada se podía hacer por cambiar el pasado. Terminó de abrir la puerta y entró en la habitación. Sin delatar aún su presencia.

Francisca, absorta como estaba en la niña, ni siquiera se percató de que no estaba sola. Y continuó hablando a la pequeña.

- Tu abuelo… Raimundo… -. Sus ojos se entristecieron al pensar en él. – Pronto estará aquí a tu lado pequeña. Yo me he encargado de que así sea -.

Raimundo sintió que perdía la respiración. No fue necesario que Francisca le confesara cara a cara sus sospechas, pues estas acababan de ser disipadas. Ella, le había liberado. Pero… ¿por qué? ¿Qué le había impulsado a ello? El aire regresó de nuevo a él haciendo que su respiración fuera errática y acelerada. Tenía que averiguarlo. Pero primero, se moría por coger a su pequeña nieta. Dio un paso más, deteniéndose cuando Francisca habló de nuevo.

- Es un gran hombre Natalia… no permitas que nadie te diga lo contrario, ¿de acuerdo? Ni siquiera yo misma -.

Su cuerpo se tensó cuando sintió una presencia tras ella. Lentamente, se giró para descubrir aterrada y emocionada, de quién se trataba.

- Raimundo… -. Le nombró turbada.

Él se limitó a mirarla unos instantes antes de acercarse hasta ellas y arrodillarse a su lado. Dedicándole una extraña mirada antes de volcar toda su atención en la pequeña Natalia.

- Hola mi niña… -. Alzó temeroso la mano hasta ella, casi sin atreverse a tocarla. La pequeña en ese momento abrió los ojos y empezó a balbucear. – Es preciosa… -, musitó.

Francisca había asistido atónita a ese primer encuentro entre ellos y se sintió una intrusa. A fin de cuentas, ella no formaba parte de aquello. Y la turbación que sentía al ver de nuevo a Raimundo en libertad y tan cerca de ella, terminó de tomar la decisión por ella.

- Yo… será mejor que te deje a solas… -.

Quiso moverse. Marcharse de allí y no presenciar ese momento que le desgarraba el alma por no ser de ella. Esa niña tenía que haber sido la nieta de ambos. Resultado de toda una vida, juntos. Amándose.

Raimundo no habló. Ni siquiera la miró. Pero tomó con suavidad su mano, reteniéndola junto a él. Acariciando con ternura su piel con el pulgar. Así permanecieron varios minutos. En silencio. Él mirando a Natalia. Y ella mirando a Raimundo, y con el corazón golpeándole las costillas.

- Es maravillosa, ¿no crees? -. Dijo él finalmente, mirándola a los ojos. Sin soltar su mano.

Ella solo pudo asentir con la cabeza. Incapaz de que una sola palabra saliera de sus labios.

- Gracias Francisca… -. Susurró llevando su mano hasta los labios. Rozando su piel en una caricia de su boca. – Gracias… -.

Volvió a susurrar antes de tirar tiernamente de ella. Acercándola a su pecho. Acariciando su mejilla con la mano que todavía le quedaba libre. Rozando su nariz con la de ella antes de hacer lo propio con sus labios. Atrapando en ellos el gemido ahogado que salió de la boca de Francisca.

Si se pudiera detener el tiempo en un beso, en una cálida caricia…en la intimidad de una habitación, aquel sería el momento preciso. Nada existía salvo ellos. Ni pasado. Ni futuro. Solo un hombre y una mujer, y ese mágico instante en que sus labios se tomaron por primera vez en demasiados años.

Los tímidos roces iniciales dieron paso a un contacto más profundo cuando la mano de Francisca se alzó hasta situarse tras la nuca de él. Raimundo se perdió en sus caricias y terminó por enmarcar su rostro, mordisqueando la tierna y sensible piel de los labios de Francisca hasta que consiguió que se abrieran solo para él. Sus lenguas se encontraron a medio camino, comenzando a enredarse en un baile sensual que les robó cualquier atisbo de cordura.

La misma que ambos parecieron recobrar cuando una voces se escucharon tras ellos.

- ¡Válgame el cielo, Raimundo! -, habló Don Pedro. - Fíjese en eso padre. Cuando él habló de callarle la boca a la Montenegro, lo que menos imaginé fue que se refiriera a esto -. Terminó susurrándole a Don Anselmo, al que se veía realmente azorado por la situación.

Ambos, de rodillas en el suelo y aún abrazados, observaban la situación tratando de encontrar algún sentido a lo que acababa de pasar.

- Don Pedro, salgamos rápido de aquí -. Musitó Don Anselmo tirando con fuerza del brazo del alcalde. – Raimundo, Doña Francisca, disculpen la interrupción. Nosotros nos vamos -.

Francisca reaccionó incorporándose como un resorte y mirando después reprochadora a Raimundo. 

– No se disculpe padre, aquí no ha interrumpido nada -. Tragó saliva bajando la cabeza. – Si me disculpan, tengo… asuntos que atender… -.

Miró de reojo a Raimundo según abandonaba la habitación. Él se limitó a seguirla con la mirada, sin detenerla. Habría sido inútil hacerlo. Pero ya terminaría aquella conversación con ella más adelante.

Cuando al fin Francisca se hubo marchado, Raimundo se giró para tomar a su pequeña Natalia en brazos y presentársela a Don Anselmo y a Don Pedro, que seguían junto a la puerta. Uno totalmente abrumado por lo que acababan de interrumpir. Y el otro, en su mundo. Esperando conocer a la recién nacida.

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