- Bueno princesita, pues ya estás
lista -.
Francisca miraba embelesada a la
pequeña, que dormía tranquila entre sus brazos. Minutos antes la había aseado y
vestido con ropas que todavía conservaba de cuando Soledad era un bebé. Hacía
días que las había mandado airear y lavar, queriendo tenerlas preparadas para
ese día. Como un pequeño regalo para Emilia, que con los últimos
acontecimientos que le había tocado vivir, no había tenido apenas tiempo ni
energías para preparar los enseres para su pequeña.
Se encaminó con ella hasta la
cama. Estaba en la habitación de su hijo, ya que el joven no estaba en la
Casona y Emilia seguía descansando en su alcoba.
Depositó con cuidado a la niña
sobre la cama, y ella se arrodilló en el suelo junto a ella. A sus pies.
Sonriéndola con ternura, y pasando uno de sus dedos por su carita a modo de caricia.
- Mi pequeña niña… no te preocupes
preciosa, que nada te va a faltar -. Lo decía completamente en serio. Se había
encariñado tanto con Emilia en todo este tiempo a su lado, que estaba dispuesta
a ayudarla hasta que todos sus problemas se solucionaran. Incluso más allá. -
¿Sabes? Tu abuelo también va a cuidar muy bien de ti. Y te va a querer mucho…
-.
Sonrió con dulzura al hablar de
él y le hizo una carantoña a la niña completamente ajena a que Raimundo estaba
de pie junto a la puerta entreabierta. Escuchando todo.
Hacía tan solo unos segundos que
había llegado hasta allí. Buscando hablar con ella. Alertado por el sonido de
su voz justo cuando pasó por delante de la alcoba, al dejar a
Emilia dormida en la suya. La imagen de Francisca arrodillada en el suelo
junto a su nieta, dedicándole tiernas palabras le oprimió el corazón y le
derritió por dentro.
Había recreado esa misma imagen
en su mente, una y mil veces a lo largo de los años. Francisca junto a un bebé.
¡Su bebé! El de ella y el suyo. Y ahora, por fin, todo cobraba forma ante él.
Aunque esa criatura era su nieta, y en cuanto a Francisca… Suspiró apenado.
Ella ya no le miraba como antaño. No había ese brillo en sus ojos, ni ese amor
que le regalaba cada día en el pasado.
Aquella imagen terminó por
hacerle daño, al mostrarse ante él todos los recuerdos de lo vivido entre
ellos. 30 largos años de rencor y odio. Meneó la cabeza, queriendo despejar su
mente de aquellos tristes pensamientos. Las cosas eran como eran y nada se
podía hacer por cambiar el pasado. Terminó de abrir la puerta y entró en la
habitación. Sin delatar aún su presencia.
Francisca, absorta como estaba en
la niña, ni siquiera se percató de que no estaba sola. Y continuó hablando a la
pequeña.
- Tu abuelo… Raimundo… -. Sus ojos
se entristecieron al pensar en él. – Pronto estará aquí a tu lado pequeña. Yo
me he encargado de que así sea -.
Raimundo sintió que perdía la
respiración. No fue necesario que Francisca le confesara cara a cara sus
sospechas, pues estas acababan de ser disipadas. Ella, le había liberado. Pero…
¿por qué? ¿Qué le había impulsado a ello? El aire regresó de nuevo a él
haciendo que su respiración fuera errática y acelerada. Tenía que averiguarlo.
Pero primero, se moría por coger a su pequeña nieta. Dio un paso más,
deteniéndose cuando Francisca habló de nuevo.
- Es un gran hombre Natalia… no
permitas que nadie te diga lo contrario, ¿de acuerdo? Ni siquiera yo misma -.
Su cuerpo se tensó cuando sintió
una presencia tras ella. Lentamente, se giró para descubrir aterrada y
emocionada, de quién se trataba.
- Raimundo… -. Le nombró turbada.
Él se limitó a mirarla unos
instantes antes de acercarse hasta ellas y arrodillarse a su lado. Dedicándole
una extraña mirada antes de volcar toda su atención en la pequeña Natalia.
- Hola mi niña… -. Alzó temeroso
la mano hasta ella, casi sin atreverse a tocarla. La pequeña en ese momento
abrió los ojos y empezó a balbucear. – Es preciosa… -, musitó.
Francisca había asistido atónita
a ese primer encuentro entre ellos y se sintió una intrusa. A fin de cuentas,
ella no formaba parte de aquello. Y la turbación que sentía al ver de nuevo a
Raimundo en libertad y tan cerca de ella, terminó de tomar la decisión por
ella.
- Yo… será mejor que te deje a
solas… -.
Quiso moverse. Marcharse de allí
y no presenciar ese momento que le desgarraba el alma por no ser de ella. Esa
niña tenía que haber sido la nieta de ambos. Resultado de toda una vida,
juntos. Amándose.
Raimundo no habló. Ni siquiera la
miró. Pero tomó con suavidad su mano, reteniéndola junto a él. Acariciando con
ternura su piel con el pulgar. Así permanecieron varios minutos. En silencio.
Él mirando a Natalia. Y ella mirando a Raimundo, y con el corazón golpeándole
las costillas.
- Es maravillosa, ¿no crees? -.
Dijo él finalmente, mirándola a los ojos. Sin soltar su mano.
Ella solo pudo asentir con la
cabeza. Incapaz de que una sola palabra saliera de sus labios.
- Gracias Francisca… -. Susurró
llevando su mano hasta los labios. Rozando su piel en una caricia de su boca. –
Gracias… -.
Volvió a susurrar antes de tirar
tiernamente de ella. Acercándola a su pecho. Acariciando su mejilla con la mano
que todavía le quedaba libre. Rozando su nariz con la de ella antes de hacer lo
propio con sus labios. Atrapando en ellos el gemido ahogado que salió de la
boca de Francisca.
Si se pudiera detener el tiempo
en un beso, en una cálida caricia…en la intimidad de una habitación, aquel
sería el momento preciso. Nada existía salvo ellos. Ni pasado. Ni futuro. Solo
un hombre y una mujer, y ese mágico instante en que sus labios se tomaron por
primera vez en demasiados años.
Los tímidos roces iniciales
dieron paso a un contacto más profundo cuando la mano de Francisca se alzó
hasta situarse tras la nuca de él. Raimundo se perdió en sus caricias y terminó
por enmarcar su rostro, mordisqueando la tierna y sensible piel de los labios
de Francisca hasta que consiguió que se abrieran solo para él. Sus lenguas se
encontraron a medio camino, comenzando a enredarse en un baile sensual que les
robó cualquier atisbo de cordura.
La misma que ambos parecieron
recobrar cuando una voces se escucharon tras ellos.
- ¡Válgame el cielo, Raimundo! -,
habló Don Pedro. - Fíjese en eso padre. Cuando él habló de callarle la boca a
la Montenegro, lo que menos imaginé fue que se refiriera a esto -. Terminó
susurrándole a Don Anselmo, al que se veía realmente azorado por la situación.
Ambos, de rodillas en el suelo y
aún abrazados, observaban la situación tratando de encontrar algún sentido a lo
que acababa de pasar.
- Don Pedro, salgamos rápido de
aquí -. Musitó Don Anselmo tirando con fuerza del brazo del alcalde. –
Raimundo, Doña Francisca, disculpen la interrupción. Nosotros nos vamos -.
Francisca reaccionó
incorporándose como un resorte y mirando después reprochadora a Raimundo.
– No
se disculpe padre, aquí no ha interrumpido nada -. Tragó saliva bajando la
cabeza. – Si me disculpan, tengo… asuntos que atender… -.
Miró de reojo a Raimundo según
abandonaba la habitación. Él se limitó a seguirla con la mirada, sin detenerla.
Habría sido inútil hacerlo. Pero ya terminaría aquella conversación con ella más
adelante.
Cuando al fin Francisca se hubo marchado, Raimundo
se giró para tomar a su pequeña Natalia en brazos y presentársela a Don Anselmo
y a Don Pedro, que seguían junto a la puerta. Uno totalmente abrumado por lo
que acababan de interrumpir. Y el otro, en su mundo. Esperando conocer a la
recién nacida.
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