Se refugió en la biblioteca buscando escapar de las
atenciones que sus hijos le estaban brindando. Necesitaba un poco de paz y
tranquilidad, para poder meditar sobre lo que le estaba ocurriendo y sobre
todo, lo que estaba por acontecer. Agradecía los cuidados de Soledad, pero como
esa muchacha volviera a decirle lo que podía o no podía hacer iba a volverse
loca. Se sentó tras la mesa de su despacho y abrió lentamente el cajón. Sacó
cuidadosamente el libro que había al fondo y lo abrió por la primera página.
“Que estas rimas sean
el principio de una pasión compartida
R.”
Raimundo. Cómo había recordado a ese condenado tabernero
todos estos días pasados. En realidad, le había recordado cada hora, cada
minuto y cada segundo de su triste vida. Acarició con suavidad cada una de las
palabras que él le había escrito por miedo a que el roce de sus dedos las
hiciera desaparecer. A su mente regresaron las palabras que había cruzado con
él no hace demasiado tiempo.
“Cuán distinto hubiera
sido todo si tu…nosotros…”.
Ellos. Su amor. Sin embargo solo había existido sufrimiento y
dolor por la separación. Pero también lucha. Y elevadas dosis de rencor. Sentía
a pesar de todo, que sus disputas con él habían conseguido que cada mañana
pudiera levantarse de la cama y afrontar un nuevo día solo por el simple hecho
de que quizá, pudieran cruzarse sus miradas aunque fuera bajo las duras
palabras de una pelea. Sonrió. Realmente Raimundo era un magnífico
contrincante. Como también era algo mucho más importante para ella. Era su vida
entera. Era su amor.
Se levantó con pesadez y se dirigió hacia la ventana. Acomodándose
en su confortable butaca de cuero. Cerrando los ojos a continuación. Y
recordando. Volvió a ser una niña de 15 años corriendo libre y despreocupada
por los campos que le habían visto convertirse en mujer. Siempre con él a su lado.
Riendo, conversando… besándose con pasión. Amándose.
Aferró con fuerza el libro contra su pecho. Aquel mismo que
Raimundo le había regalado hacía ya tanto tiempo, y que ella había conservado
como su mayor tesoro. Y lloró. Lloró por su amor perdido y por la vida que no
había podido disfrutar junto a él.
Raimundo observaba a Francisca desde la puerta de la
biblioteca. Se había colado en la Casona sin hacer ruido. Necesita verla y
sanar su alma atormentada. La de Francisca, pero también la suya propia. Con lo
que no contaba, era con verla aferrada a aquel libro que tanto había
significado para los dos en el pasado. Su corazón se detuvo por un instante,
para volver a latir a continuación con más fuerza si cabe.
Sin procurar emitir ningún sonido que la perturbase, se
acercó hasta ella. Una sonrisa llena de ternura y de amor se dibujó en su
rostro al contemplarla. ¡Era tan sumamente bella…! ¿Cómo había podido sobrevivir
todo este tiempo sin tenerla? Y sobre todo, ¿cómo iba a poder vivir en un mundo
sin ella...?
Francisca tenía en su alma grabado a
fuego, cada momento vivido con Raimundo. Cada caricia disfrutada a su lado. Sonrió
dulcemente y se ruborizó al evocar los instantes de pasión que habían
compartido. Podía rememorar a la perfección cada línea de su cara, cada pliegue
de su cuerpo. Su olor. Ese aroma a jabón y madera. A hombre. Sus fosas se
abrieron para volver a aspirar ese perfume.
- Raimundo…-, pronunció en un susurro.
- Mi pequeña… -, le respondió él, que la observaba con los
ojos empañados de amor.
Francisca abrió suavemente los ojos para volver a perderse en
la profundidad de los ojos castaños de Raimundo, que en ese momento estaba
arrodillado junto a ella.
Pasaron varios minutos que a ambos les parecieron segundos. No
pudieron apartar la mirada del otro ni un solo instante. Y cada uno encontró en
los ojos del otro, ese amor que los había unido en el pasado y que seguía ahí con
más vehemencia que entonces.
- ¿Por qué?-, preguntó entre sollozos. - ¿Por qué Raimundo? -.
Él no pudo controlarse por más tiempo y tomó su rostro con
ambas manos. Bebió cada una de sus lágrimas, que se mezclaban con las suyas
propias. Francisca buscó su boca y se fundieron al fin en un demoledor beso
cargado de dudas, de rencor, de ansiedad, de miedo. Pero sobre todo, de amor.
El tiempo se detuvo. No existía nada ni nadie que no fueran ellos dos, esa
habitación. Ese momento, y ese amor que los consumía.
Separaron sus bocas un instante, en el que Raimundo apoyó su
frente en la de ella mientras sus respiraciones volvían a acompasarse.
- No soportaré vivir sin ti amor mío. No puedo perderte otra
vez, ¡no quiero! -, afirmó. - Nunca a lo largo de estos años he dejado de
amarte, y mi corazón seguirá siendo tuyo más allá de la muerte.
Francisca acarició su rostro con veneración al tiempo que sus
ojos recorrían su semblante.
- ¿Acaso crees que yo he dejado de ser tuya en algún instante
desde que te conocí? -, le preguntó.
Volvieron a mirarse a los ojos antes de unir nuevamente sus
labios. Besándose de forma apasionada. Francisca aparcó los convencionalismos para
dejar hablar a su corazón. Sabía que existía la posibilidad muy real de que ya no
le quedara demasiado tiempo en este mundo, y no estaba dispuesta a
desperdiciarlo.
- Quédate conmigo esta noche, Raimundo -, le pidió. - Necesito
sentirte junto a mí…dentro de mí... -.
Raimundo se perdió en su mirada, rozando sus labios con la
yema de los dedos...
- Ni el mismísimo diablo podría arrancarme ahora mismo de tu
lado, amor mío -.
Comenzó a besarla suavemente a la vez que se ponía en pie con
ella enlazada entre sus brazos. Francisca reposó en su pecho mientras se
encaminaban escaleras arriba camino de su alcoba.
Jamás un pasillo se había hecho tan interminable. Se paraban a
cada momento para unir sus almas en un beso tan profundo que no hacía más que
incrementar las ganas que tenían de amarse. Francisca provocaba a Raimundo
mordiendo tiernamente el lóbulo de su oreja. Él hacía verdaderos esfuerzos por
no tumbarla en el suelo de aquel enorme caserón e introducirse en ella. Tuvo
que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para soportar aquella deliciosa
tortura. Hasta que finalmente llegaron a la habitación de Francisca, iluminada
de manera tenue por un pequeño quinqué.
Raimundo la depositó en el suelo sin aflojar en su abrazo.
Sus respiraciones se entremezclaban.
- Interminables años Francisca…-. Su voz sonaba ronca por el
deseo despertado. – Demasiado tiempo sin ti…-. Besó con dulzura sus párpados
mientras sus manos enmarcaban su rostro. – He soñado cada noche con volver a tenerte
entre mis brazos -, afirmó mientras deslizaba los labios por su mejilla. - Y
ahora por fin estás aquí. Junto a mí -, concluyó mirándole intensamente a los
ojos.
Francisca sintió que su sangre se convertía en lava fluyendo
por sus venas. Raimundo la quemaba, y ella no deseaba otra cosa que no fuera morir
abrasada en la pasión de su amor. Ansiaba sus besos, su cuerpo. Anhelaba su
alma.
- Ámame Raimundo…ámame como si el mañana no existiera -,
susurró junto a sus labios. – Necesito sentirte mío aunque sea una vez más -, musitó,
rozándole la comisura de los labios con la punta de la lengua.
Aquello trastornó a Raimundo. Puso su mano tras la nuca de
Francisca y atacó su boca como un hambriento ante su última cena. Aquello era
como encontrar un oasis cuando uno se encuentra muerto de sed.
Francisca no se quedó atrás. Mientras recibía las acometidas
de la dulce lengua de Raimundo, sus manos se deslizaron por su pecho hasta
encontrar el primer botón de su camisa. A duras penas, consiguió desabotonarlo,
y cuando se disponía a hacer lo propio con el segundo, Raimundo se separó un
instante de su boca.
- Francisca, arráncame la camisa si es menester, pero no me
tortures más…-.
A pesar de la pasión que los consumía, ello no pudo menos que
reír al oír la intensidad y premura de su voz.
- No te recordaba tan impaciente -, respondió, rompiendo de
un solo tirón los botones de la camisa de Raimundo, quedando expuesto ante ella
la plenitud de su pecho. Sus dedos juguetones se deslizaron por él sembrando un
camino de fuego que se incrementó cuando su boca siguió el mismo recorrido.
Raimundo jadeó.
- Me estás matando…-, confesó
Los expertos dedos de Raimundo desbrocharon el vestido de
Francisca quedando éste recogido en torno a sus tobillos, junto con el resto de
su ropa.
– Estás aún más bonita de lo que te recordaba -, anunció
mientras su mirada se deslizaba por su cuerpo, erizándole la piel. – Te juro
que voy a amarte de tal manera que no te quedarán ganas de volver a discutir
conmigo nunca más -.
Ambos se sonrieron sin dejar de mirarse a los ojos. Raimundo la
tomó en brazos, para depositarla suavemente en el lecho.
- ¿Deseas que apague la luz? -, preguntó.
- No -, respondió ella, rozando levemente su boca con los
dedos. - Quiero grabar tu rostro en mi memoria para que me acompañe siempre, en
lo que me reste de vida -.
Raimundo selló sus labios con un beso cargado de angustia y
miedo. Temores que pronto quiso disipar. Aquel no era momento de pensar en
perderla. Ahora, solo podía amarla.
- Te quiero Raimundo…-.
- Y yo te amo, amor mío. Nunca te dejaré marchar -, prometió.
- Así tenga que enfrentarme al mismísimo Dios -.
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