Se dibujó en su rostro una
sonrisa sin haber abierto todavía los ojos. ¿Qué perdía por permanecer así unos
segundos más? Por primera vez en su vida era feliz. Tanto, que todo parecía
formar parte de un sueño que jamás se permitió tener. Puede que tal vez sí lo
hiciera en su juventud, pero el tiempo se encargó de arrebatarle las ilusiones,
incluso las ganas de vivir.
Quién iba a decirle que por un
golpe del destino, de ese mismo que le había arrebatado todo, volvería a tener
el mundo a sus pies. Lo que siempre deseó realmente. A él.
No se resistió a continuar
durante más tiempo con los ojos cerrados. Ladeó su cabeza muy lentamente al
tiempo que sus párpados se abrían hasta fijar la vista en la causa de su
felicidad. Raimundo dormía tan plácidamente a su lado que se contentó con poder
mirarle en silencio. Ansiaba aprender de nuevo su cuerpo, cada rasgo que
marcaba su piel… El rubor tiñó sus mejillas al rememorar la noche que habían
compartido. A su edad… Se aguantó las ganas de reír. Ambos se habían descubierto
con una pasión tan arrebatadora como si de propios zagales se tratara.
Probablemente el hecho de todo lo
que habían padecido a lo largo de sus vidas, les había hecho apreciar con más
vehemencia la verdadera riqueza que ahora poseían. Se tenían el uno al otro y
no necesitaban nada más.
- Buenos días, princesa -, le
susurró Raimundo mientras sus brazos la atraían. Y sus labios tomaban los
suyos.
Y todo comenzaba de nuevo…
……………
(2 días antes…)
- ¡Maldito seas Ulloa! -, le gritó sin ninguna contención. - Maldito
seas por arrebatarme la paz que tanto ansiaba para mis últimos años… -,
sentenció sollozando.
- Francisca, espera -, avanzó
apenas un par de pasos hacia ella. No podía soportar verla llorar, aunque le
desgarraba saber que esas lágrimas se debían a un futuro frustrado con otro
hombre. Uno que no era él. - Estás muy equivocada, yo no… -.
- ¡Tú, nada! -, volvió a gritarle
fuera de sí. - Por supuesto, tú nunca haces nada… -, movió la cabeza, negando.
- No es cierto que me traicionaras, como tampoco lo es que me sigas hiriendo
continuamente… Ya renuncié a ti, me obligaste a ello… ¡¿Qué más quieres?! -.
Sus palabras le golpearon
brutalmente. Quizá hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto sufría
Francisca… Estaba tan centrado en su propio sufrimiento, en el mal que ella le
había causado que no fue consciente de que él también formaba parte de esa
historia. Que no era una mera víctima sino también un verdugo.
¿Cómo dos personas que se habían
amado tanto podían llegar a dañarse de aquella manera? Quizá ahí estaba la
respuesta a la pregunta. Amor. Él conocía la verdad de su propio sentir y ahora
había visto demasiado clara la realidad del sentir de ella. Se odiaban, era
cierto. Pero se seguían amando con la misma fuerza de antaño.
- No puedo más, Raimundo… -,
prosiguió ella con una voz tan suave y derrotada que sintió de pronto unas
terribles ganas de estrecharla entre sus brazos. - Este pueblo es demasiado
pequeño para que los dos prosigamos en él -, alzó la mirada hasta enlazarla con
la suya. - No puedo pedirte que te marches. A fin de cuentas, es más lo que a
ti te retiene aquí… León era mi última oportunidad para ser feliz, y ahora no
me queda nada -.
Raimundo comenzó a respirar con
fuerza, incapaz de creer que Francisca estuviera dispuesta a marcharse, a
alejarse de su lado sin que él hiciera o dijese nada para retenerla. ¿Qué podía
hacer? Bastante daño le había hecho ya, y aunque intentara demostrarle que
todavía la amaba más que a su propio ser, ella no le creería.
Puede que lo más sensato fuera renunciar
a ella para siempre y permitirle que fuera feliz. Aunque tuviera que ser a
costa de propia felicidad.
- ¿Le amas? -. Preguntó temiendo
la respuesta que partiera su alma en dos.
- ¿Amor? -. Preguntó ella con
desprecio. - Amor es lo que sentí por ti -. Añadió sin apartar la mirada de él.
Obvió por supuesto, decir que era lo que aún sentía. - Ya no creo en él… -,
agachó la cabeza. - Me conformo con vivir tranquila lo que me reste de vida,
teniendo a alguien a mi lado que me haga compañía, que me de ternura… -.
Suspiró.
- Francisca… -, Pronunció su
nombre en un susurro. No podía permitir que se marchara de su lado. No ahora
que tenía la certeza de que ella no amaba a Castro, sino a él. ¿Por qué seguir
negándoselo? - No te vayas… -. Le suplicó con voz rota.
- ¿Y por qué habría de quedarme?
¿Para ver cómo tú y yo seguimos hiriéndonos hasta matarnos? Porque ese será el
fin de esta agonía, Raimundo. Sabes tan bien como yo que esto no acabará hasta
que uno de los dos desaparezca -.
- ¿Me pides una razón para
quedarte? -. Se acercó a ella con la plena seguridad de que esta vez, estaba
tomando la decisión acertada. Es más, la mejor de toda su vida. Alzó las manos
y con ellas enmarcó su rostro con veneración, acariciando sus mejillas con los
pulgares. - ¿Qué te parece ésta? -.
La atrajo hasta rozar con su
nariz su mejilla, segundos antes de comenzar a prodigarle tiernas caricias con
los labios, trazando un camino ascendente hasta sus párpados. Los cuales besó
con suma ternura, provocando que sus ojos se humedeciesen por el brote de las
primeras lágrimas.
- No llores, mi amor… -, musitó,
bebiendo una a una cada gota que se deslizaba por sus mejillas. - Nunca he
podido verte llorar… -. Llegó hasta sus labios, delineándolos con los suyos
hasta lograr entreabrirlos. - Te quiero tanto, amor… -.
Francisca subió sus manos hasta
posarlas sobre las de Raimundo. Apartándose despacio y muy a su pesar. - Lo
siento, Raimundo… Pero no puedo creerte. Ya no -.
Turbada pero sin volver la vista
atrás, abrió la puerta y se marchó. Dejando dentro su propio corazón.
que maravilla !!!! sigue pronto !!!!!!!
ResponderEliminarEstuve toda la semana a guardando tus relatos... Cada día entraba a mi rincón con el deseo de encontrar una nueva historia para empaparme de estas líneas tan bien escritas, que cumplen su objetivo en su totalidad. Un fuerte abrazo. Hasta la próxima.
ResponderEliminarUn honor para mí que hayas decidido guardar estas pequeñas historias. ¡Muchísimas gracias!
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