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jueves, 22 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 3)



Aviaría una pequeña maleta con las cosas más imprescindibles. En cuanto fijase su destino definitivo mandaría aviso a la Casona para que las doncellas empaquetaran todas sus cosas. Siempre le había gustado viajar ligera de equipaje, aunque habían sido contadas las ocasiones en las que podía haberlo hecho. Cuando vivió junto a Salvador apenas se le permitía abandonar la Casona y cuando enviudó, eran tantas las tareas que desempeñar para no perder todo lo que tenía, que siempre fue posponiendo aquellos fastuosos viajes que siempre había soñado junto a Raimundo.

Y siendo sincera con ella misma, jamás habría podido realizarlos sin él a su lado. Sería como si hubiesen carecido de sentido. De ilusión. Resultaba estremecedor que la partida que ahora mismo planeaba, fuese para huir de él y de todo aquello que le recordaba que un día le amó. Que todavía le amaba.

Cerró la puerta del armario sobresaltándose cuando escuchó un ligero estruendo a sus espaldas. Su rostro se descompuso cuando descubrió a Raimundo frente a ella, junto a la puerta.

- ¿Qué diantres…? -, el vestido que tenía en la mano, resbaló entre sus dedos hasta caer al suelo. - ¿Qué se supone que estás haciendo aquí? -.

- Sabes tan bien como yo que dejamos una conversación pendiente -, entró en el cuarto y se volvió para cerrar la puerta. Sonriendo por haber provocado su desconcierto, giró la llave cerrando el pestillo. Después, la guardó en el interior del bolsillo de su pantalón. - Y no vamos a salir de esta habitación hasta que tú y yo pongamos de una vez por todas, las cartas sobre la mesa -.

Pasados los primeros instantes, donde Francisca se movió entre la incredulidad y la indignación, avanzó unos pasos hasta encararse a él.

- ¿Cómo te atreves a irrumpir en mi habitación de esta manera? Que yo sepa, tú y yo no tenemos nada de lo que hablar, así que te exijo que marches por donde has venido si no quieres que pida que te saquen de aquí -.

Raimundo se despojó del abrigo, dejándolo sobre el respaldo de la butaca y la miró. - No me dejaste otra opción, Francisca -. Guardó las manos en los bolsillos y suspiró. - Así que ¿por qué no te tranquilizas y zanjamos de una vez por todas, esta herida que lleva abierta demasiado tiempo? -, dirigió la mirada al pequeño portante que había sobre la cama. - Sabes que no voy a permitirte marchar -.

- ¿Que no vas a permitírmelo? -, bufó ella. - Estás muy equivocado si piensas que tienes algún derecho sobre mí. Entérate bien, Raimundo Ulloa -, estaba acalorada por la ira. - Nada puedes hacer por impedir que haga lo que me de la real gana, como he hecho siempre -.

- Te equivocas -, la rebatió. - Tengo pleno derecho de hacerlo si aquello que vas a acometer es la mayor estupidez del mundo. No quiero que te apartes de mi lado… -, suavizó su tono. - No después de lo que ha ocurrido esta tarde en mi casa -.

No esperaba que Raimundo sacara a colación aquel asunto, aunque en realidad, no había dejado de pensar en ello en todo ese tiempo. Turbada a pesar de no querer aparentarlo, volvió a pedirle que se fuera.

- No sé de qué me hablas, Ulloa -, escupió cada palabra. - Que yo sepa, tan solo intentaste uno más de tus manejos para procurar hacerme daño -. Retrocedió, pues no se sentía demasiado segura de sí misma si permanecía tan cerca de él. Por más que lo negara, a su mente sólo acudía la imagen de Raimundo acariciando cada recodo de su rostro con los labios. - Márchate de una vez y déjame vivir mi vida -.

- Francisca… -.

- Vete o gritaré -. Le amenazó.

Raimundo deslizó la mirada por todo su cuerpo. - Se me ocurren mil y una maneras mucho más placenteras de hacerte gritar, Francisca… -, pronunció en un susurro que erizó su piel.

El rubor tiñó sus mejillas por las intensas connotaciones que las palabras de Raimundo implicaban. - Eres un grosero y un patán. ¿Cómo osas a hablarme en semejantes términos? -.

- ¿Grosero? -, preguntó él. - ¿Por qué? ¿Por expresar tan solo el deseo que me provocas? Yo no me avergüenzo de lo que siento por ti, Francisca. Y sé que tú sientes lo mismo por más que te empeñes en ocultarlo -.

Avanzó muy lentamente hacia ella, logrando que retrocediese visiblemente nerviosa. Su cadera se chocó contra la mesa de escritorio y tuvo que apoyar las manos para no caer. Palpó sobre ella buscando el abrecartas. Cuando al fin estuvo en su poder, lo movió hasta amenazar con él a Raimundo.

- ¡No te acerques más, Ulloa, o no me temblará el pulso a la hora de tener que defenderme de ti! -, gritó. A pesar de que su voz no sonaba sincera. A pesar de que su mano temblaba en el aire y sus ojos brillaban por las incipientes lágrimas.

- Hazlo -, respondió él yendo muy despacio hacia ella. Hasta que el filo del abrecartas tocó su pecho, haciendo saltar un botón de la camisa. - Hazlo y acaba con la tortura que supone para mí no saberte mía -.

Siguió con la mirada una lágrima que brotó de sus ojos deslizándose por su mejilla hasta morir en sus labios. 

- ¿Por qué me haces esto, Raimundo? ¿Por qué no puedes tan solo dejarme marchar? -.

Él movió su mano muy despacio hasta tomar la suya, apartando el abrecartas que cayó al suelo y tirando de ella, atrayéndola a su pecho. 

- Porque te quiero, amor. Por eso. Porque estoy cansado de vivir enfrentado a ti y no contigo. Porque no soporto que otro hombre pueda compartir tus días y tus noches -. Enlazó sus manos en torno a sus caderas y apoyó su frente en la de ella. - Porque me he cansado de desperdiciar mis años anhelándote… deseándote… -, rozó sus labios en un beso breve. Dulce. - Porque nada seré si te pierdo una vez más, Francisca… -. Se apartó de ella para poder mirarle a los ojos. - No te vayas… -, le suplicó. - No me abandones… -.

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