Aviaría una pequeña maleta con
las cosas más imprescindibles. En cuanto fijase su destino definitivo mandaría
aviso a la Casona para que las doncellas empaquetaran todas sus cosas. Siempre
le había gustado viajar ligera de equipaje, aunque habían sido contadas las
ocasiones en las que podía haberlo hecho. Cuando vivió junto a Salvador apenas
se le permitía abandonar la Casona y cuando enviudó, eran tantas las tareas que
desempeñar para no perder todo lo que tenía, que siempre fue posponiendo
aquellos fastuosos viajes que siempre había soñado junto a Raimundo.
Y siendo sincera con ella misma,
jamás habría podido realizarlos sin él a su lado. Sería como si hubiesen
carecido de sentido. De ilusión. Resultaba estremecedor que la partida que
ahora mismo planeaba, fuese para huir de él y de todo aquello que le recordaba
que un día le amó. Que todavía le amaba.
Cerró la puerta del armario
sobresaltándose cuando escuchó un ligero estruendo a sus espaldas. Su rostro se
descompuso cuando descubrió a Raimundo frente a ella, junto a la puerta.
- ¿Qué diantres…? -, el vestido
que tenía en la mano, resbaló entre sus dedos hasta caer al suelo. - ¿Qué se
supone que estás haciendo aquí? -.
- Sabes tan bien como yo que
dejamos una conversación pendiente -, entró en el cuarto y se volvió para
cerrar la puerta. Sonriendo por haber provocado su desconcierto, giró la llave
cerrando el pestillo. Después, la guardó en el interior del bolsillo de su
pantalón. - Y no vamos a salir de esta habitación hasta que tú y yo pongamos de
una vez por todas, las cartas sobre la mesa -.
Pasados los primeros instantes, donde Francisca se movió
entre la incredulidad y la indignación, avanzó unos pasos hasta encararse a él.
- ¿Cómo te atreves a irrumpir en
mi habitación de esta manera? Que yo sepa, tú y yo no tenemos nada de lo que
hablar, así que te exijo que marches por donde has venido si no quieres que
pida que te saquen de aquí -.
Raimundo se despojó del abrigo,
dejándolo sobre el respaldo de la butaca y la miró. - No me dejaste otra
opción, Francisca -. Guardó las manos en los bolsillos y suspiró. - Así que
¿por qué no te tranquilizas y zanjamos de una vez por todas, esta herida que
lleva abierta demasiado tiempo? -, dirigió la mirada al pequeño portante que
había sobre la cama. - Sabes que no voy a permitirte marchar -.
- ¿Que no vas a permitírmelo? -,
bufó ella. - Estás muy equivocado si piensas que tienes algún derecho sobre mí.
Entérate bien, Raimundo Ulloa -, estaba acalorada por la ira. - Nada puedes
hacer por impedir que haga lo que me de la real gana, como he hecho siempre -.
- Te equivocas -, la rebatió. -
Tengo pleno derecho de hacerlo si aquello que vas a acometer es la mayor
estupidez del mundo. No quiero que te apartes de mi lado… -, suavizó su tono. -
No después de lo que ha ocurrido esta tarde en mi casa -.
No esperaba que Raimundo sacara a
colación aquel asunto, aunque en realidad, no había dejado de pensar en ello en
todo ese tiempo. Turbada a pesar de no querer aparentarlo, volvió a pedirle que
se fuera.
- No sé de qué me hablas, Ulloa
-, escupió cada palabra. - Que yo sepa, tan solo intentaste uno más de tus
manejos para procurar hacerme daño -. Retrocedió, pues no se sentía demasiado segura de
sí misma si permanecía tan cerca de él. Por más que lo negara, a su mente sólo
acudía la imagen de Raimundo acariciando cada recodo de su rostro con los
labios. - Márchate de una vez y déjame vivir mi vida -.
- Francisca… -.
- Vete o gritaré -. Le amenazó.
Raimundo deslizó la mirada por
todo su cuerpo. - Se me ocurren mil y una maneras mucho más placenteras de
hacerte gritar, Francisca… -, pronunció en un susurro que erizó su piel.
El rubor tiñó sus mejillas por
las intensas connotaciones que las palabras de Raimundo implicaban. - Eres un
grosero y un patán. ¿Cómo osas a hablarme en semejantes términos? -.
- ¿Grosero? -, preguntó él. -
¿Por qué? ¿Por expresar tan solo el deseo que me provocas? Yo no me avergüenzo
de lo que siento por ti, Francisca. Y sé que tú sientes lo mismo por más que te
empeñes en ocultarlo -.
Avanzó muy lentamente hacia ella,
logrando que retrocediese visiblemente nerviosa. Su cadera se chocó contra
la mesa de escritorio y tuvo que apoyar las manos para no caer. Palpó sobre
ella buscando el abrecartas. Cuando al fin estuvo en su poder, lo movió hasta
amenazar con él a Raimundo.
- ¡No te acerques más, Ulloa, o
no me temblará el pulso a la hora de tener que defenderme de ti! -, gritó. A
pesar de que su voz no sonaba sincera. A pesar de que su mano temblaba en el
aire y sus ojos brillaban por las incipientes lágrimas.
- Hazlo -, respondió él yendo muy despacio
hacia ella. Hasta que el filo del abrecartas tocó su pecho, haciendo saltar un
botón de la camisa. - Hazlo y acaba con la tortura que supone para mí no
saberte mía -.
Siguió con la mirada una lágrima
que brotó de sus ojos deslizándose por su mejilla hasta morir en sus labios.
-
¿Por qué me haces esto, Raimundo? ¿Por qué no puedes tan solo dejarme marchar?
-.
Él movió su mano muy despacio
hasta tomar la suya, apartando el abrecartas que cayó al suelo y tirando de
ella, atrayéndola a su pecho.
- Porque te quiero, amor. Por eso. Porque estoy
cansado de vivir enfrentado a ti y no contigo. Porque no soporto que otro
hombre pueda compartir tus días y tus noches -. Enlazó sus manos en torno a sus
caderas y apoyó su frente en la de ella. - Porque me he cansado de desperdiciar
mis años anhelándote… deseándote… -, rozó sus labios en un beso breve. Dulce. -
Porque nada seré si te pierdo una vez más, Francisca… -. Se apartó de ella para
poder mirarle a los ojos. - No te vayas… -, le suplicó. - No me abandones… -.
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