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lunes, 5 de octubre de 2015

ENVENÉNAME DE AMOR (Parte 1)

Se arrebujó bajo el manto mientras sus pasos le dirigían hasta el Jaral, finca en la que estaban atendiendo a todos los enfermos. Aterrada como hacía tiempo, pero decidida y convencida de que aquella era la única solución posible, había abandonado la casona en mitad de la noche para no levantar las sospechas de Fulgencio. Y menos ahora, después de haber descubierto las andanzas de su primo y sus intenciones para con ella y su capataz. De momento, había decidido mantener las formas, tenía otras prioridades. La salud de Mauricio, su capataz, sin ir más lejos, pero de igual forma se iba a cobrar la afrenta de Fulgencio aunque se dejase la vida en ello. Aún no existía quien hubiese salido bien parado después de traicionarla.

- ¡Tened cuidado mentecatos! -, protestó al pequeño séquito que transportaba el cuerpo de Mauricio. - No lleváis fardos de paja, sino a una persona enferma -.

Sospechaba que Fulgencio estaba detrás del empeoramiento de su capataz, por lo que no le quedó más remedio que tragarse su orgullo y partir de inmediato hasta el Jaral si albergaba la esperanza de que Mauricio sanase. Se castigó por no haber seguido los consejos de Raimundo cuando éste le aconsejó su traslado. Si a Mauricio le llegase a ocurrir algo por su ineptitud, jamás podría perdonárselo. Él había sido el único que se había mantenido fiel a su persona, incluso le había advertido de los negros asuntos que su primo se traía entre manos, más ella no había querido escucharle.

- Estúpida...-, se maldijo. - Pero te juro que pagará por todas sus faltas, Mauricio -, musitó casi en silencio, mirando al hombre con los ojos velados por las lágrimas. - Lo pagará -, repitió firme. - Como me llamo Francisca Montenegro -.

El camino, aunque breve, estaba resultando tortuoso y pesado. Sin embargo, alzó la mirada esperanzada cuando divisó la sombra imponente del Jaral frente a ella. Sin preocuparse de las horas, aporreó la puerta sin descanso hasta que percibió el sonido de pasos al otro lado.

- ¿Quién va? -, preguntaron.

- Francisca Montenegro -.

Tras unos segundos de duda, la puerta crujió al abrirse dibujando la figura de Conrado, el pretendiente de su nieta.

- Le advierto que todos estamos demasiado cansados atendiendo a los enfermos, como para prestar atención a sus desmanes. Le pido que se marche con viento fresco por donde ha venido y no moleste más -, le dijo el joven.

- La que está cansada de tener que tratar con patanes, soy yo -, le replicó ella. - Apártese de mi vista, pues si bien creo recordar, es mi ahijada y no usted quien debería tener al menos la potestad de decidir si puedo o no puedo pasar -.

- ¿Qué ocurre aquí? -. Ambos se volvieron hacia aquella voz. - Pero madrina, ¿qué hace aquí? ¿Acaso usted...? -. Ni siquiera tenía valor para poner en palabras sus miedos.

- Nada más lejos de la realidad, María. Se trata de Mauricio -. Se apartó para que la joven pudiese ver a sus acompañantes. - Está demasiado enfermo, y yo desesperada por no saber proporcionarle los cuidados necesarios -. La miró suplicante. - No supe qué hacer hasta que recordé las palabras del maleducado de tu abuelo... y aquí estoy -.

María bufó sorprendida. - ¿No era que Mauricio estaba bien atendido por Don Fulgencio? El único médico presente en el pueblo y que no se ha dignado a prestarnos su ayuda mientras los enfermos siguen muriendo sin que ninguno podamos remediarlo -.

Francisca mudó su rostro. - De ese malnacido prefiero no hablar en estos instantes -. María frunció el ceño, sin comprender el alcance de las palabras de su madrina. Francisca prosiguió. - ¿Y bien? ¿Es que vas a negarle auxilio a un enfermo? -.

- No -, respondió la muchacha. - Por supuesto que no. Es solo que me ha sorprendido su presencia aquí, eso es todo. Pasen por favor -, se dirigió ahora a los hombres que llevaban a Mauricio. - Conrado, que dispongan un jergón más en el salón. Mauricio es como de la familia -.

Francisca sujetó el brazo de su ahijada cuando ésta ya se marchaba hacia el interior de la casa. - Te lo agradezco María -.

- No lo hago por usted -, le respondió. - Sino por Mauricio -. Siguió su camino, aunque girándose antes de desaparecer de la mirada de Francisca. - ¿Es que no piensa entrar? -.

Francisca sonrió levemente y entró en el Jaral, cerrando la puerta tras ella. En el interior, el hedor y la enfermedad inundaban un ambiente plagado de infelices que deliraban por la fiebre. Tuvo que pegarse a la pared cuando un grupo de hombres pasaron por su lado con un camastro en el que un parroquiano había pasado a mejor vida. Tembló al pensar que Mauricio podría correr la misma suerte. No estaba preparada para perder a su único aliado.

Dirigió la mirada al fondo del salón, hallando a su capataz en uno de los jergones. Junto a él, una de las doncellas del Jaral comenzaba a intentar rebajar su fiebre con compresas de agua fría mientras Emilia Ulloa destapaba el tarro de la medicina que se le estaba procurando al resto de enfermos. Francisca avanzó entre los enfermos, sintiendo que el alma se le caía a los pies a medida que iba reconociendo a cada uno de ellos. El corazón se le detuvo en seco y sintió que sus piernas flaqueaban cuando reconoció a Raimundo en una de las camas.

- Raimundo... -, atinó a pronunciar casi sin voz.

María, que aún estaba a su lado, no dudó en sostenerla comprendiendo la impresión que aquello le había causado. 

- Mi abuelo llegó esta misma tarde con los mismos síntomas que el resto de enfermos -. Ambas permanecían con la mirada fija en Raimundo. - Aún soy incapaz de comprender cómo ha podido ocurrir... tan solo espero que consigamos llegar a tiempo con el antídoto -.

Francisca se zafó de los brazos de María, y caminó como en una nube. Sin despegar sus ojos de aquel que seguía muy presente en su corazón por más que sus palabras siempre lo negasen. Se arrodilló junto a su cama, acercando con lentitud su mano hasta el rostro de Raimundo, que abrió los ojos al sentir aquella cálida caricia.

- La fiebre debe haberme subido o es que ya estoy muerto. En ese paraíso del que Don Anselmo siempre habla, pues tengo a mi ángel junto a mí -, sonrió volviendo a cerrar los ojos.

Francisca ahógo un sollozo. - Tú no, maldito Ulloa... tú no... -.

10 comentarios:

  1. He encontrado este blog por pura casualidad, y despues de una tarde entera en la que no he parado de leer todos los capitulos de todas tus historias, me he dado cuenta que aun tenia ganas de mas. Y este nuevo capitulo me ha confirmado lo mucho que me encanta lo que escribes y como lo escribes, las emociones que transmites...las ideas que tienes. Nunca habia leido sobre este tema, me gusta muchisimo!
    Mi enhorabuena por esta preciosidad! Continua pronto!

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    1. ¡Muchísimas gracias! Cómo me alegro de que te toparas con mi pequeño rincón, y de que disfrutes con lo que aquí cuento. Gracias de corazón

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  2. Me encantan todos tus relatos!!! Continua por favor!!! Gracias

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  3. Gracias Ruth por volver. Hacías falta.

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  4. Comparto el pensamiento de las demás, sin duda alguna escribes de maravillas, se nota que posees el don de la pluma... Tu espacio se ha vuelto mi adicción, es que las imagines; el detalle de la emociones el supenso cumplen su objetivo en el lector.Lo atrapa.... Muchas felicidades, espero con ansias tu siguiente relato... No te tardes.... Un abrazo

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    1. Me alegro mucho de que disfrutes tanto y puedas recrear todo lo que escribo. Te agradezco tu comentario!

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