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lunes, 26 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 4)



- No… -, balbuceó ella, intentando mostrar algo de cordura, si bien era cierto que comenzaba a sentir cierta indefensión ante la intensidad de sus palabras y la pasión de su contacto. Deseaba negarse con todas sus fuerzas, aunque en el fondo no supiera muy bien porqué.

Pero ¿por qué hacerlo? ¿Qué le impedía ser feliz sino sus propios miedos? Estudió sus ojos, sus facciones. Era imposible de todo punto que Raimundo la estuviese mintiendo. ¿O tal vez sí? ¿Por qué tanto temor? El amor le había enseñado su cara más amarga en múltiples ocasiones.

- Quisiera creerte… -, atinó a responder tras esos breves instantes de indecisión. Luchando contra sus propios impulsos, que le instaban a abandonarse. A ceder y caer rendida en sus brazos.

- ¡Qué te lo impide sino tú misma, pequeña…! -. Le replicó en un intento de lograr hacerla despertar. De sacarla de ese ostracismo en el que ella misma se había inmerso. - Cree en mí… - musitó. Suplicando. - Jamás volveré a traicionarte, a herirte -.

Ella se retiró tan suavemente como pudo, dejando una estela helada en el pecho de Raimundo, que al instante sintió su ausencia. 

- No quiero volver a sufrir. Es tan simple como eso -. Fue su única respuesta, aunque sus ojos encerraban muchas más.

Raimundo la estudió detenidamente, cavilando su respuesta. De ella dependía el éxito o el fracaso de su intento por recuperarla. Dejó escapar el aire que contenía su pecho, exhalando un gran suspiro.

- ¿Acaso no sufrimos ya? -. Su mirada reflejaba el más absoluto desconsuelo. - ¿Es vida esto que compartimos? -, negó con la cabeza. - Francisca, mírame a los ojos y dime si no es mayor el padecer de sabernos ajenos… -. Silenció su voz, dándole el tiempo suficiente para que sus palabras calaran en ella. - Ambos hemos errado en la vida, procurándonos dolor cuando solo debimos amarnos -.

Francisca sonrió con dolor. - Lo hemos intentado, Raimundo y siempre fracasamos. Tropezando incesantemente en la misma piedra, una y otra vez… Tú y yo no podemos vivir juntos -. Sentenció, tratando de convencerse, de no dejarse embaucar por la idea de un futuro feliz a su lado que no sería posible.

- Ni tampoco separados, mi vida -. 

Raimundo avanzó dispuesto a jugar su último cartucho. Llegando hasta ella tan dulcemente como el aleteo de una mariposa. Rodeándola hasta situarse en su espalda. Acariciando con la yema de sus dedos la piel del cuello que su recatado vestido dejaba expuesta. 

- Enamorémonos de nuevo, Francisca… Sé perfectamente que ambos peinamos canas, que los años han pasado por nuestras vidas impidiendo que nos tratásemos como siempre soñamos… -. Sintió que ella se estremecía bajo el calor de sus caricias. -… que las emociones mudan con el tiempo al igual que las heridas de la vida han ido modelando nuestras ilusiones adolescentes… -. Aspiró el aroma de su cabello. - Siempre nos quedará una oportunidad para querernos, Francisca -, murmuró, volteándola hasta que sus respiraciones se entremezclaron. - No pienso renunciar a ti. Hacerlo supondría dejar de vivir -.

Francisca escuchó con cierto escepticismo cada palabra susurrada de sus labios y supo que tan solo disponía de dos opciones: alejarse definitivamente de Raimundo, dejarse llevar por el orgullo y recoger la desdicha que habitaría en su vida el tiempo que le restara en este mundo, o confiar. Sus ojos se anegaron en lágrimas ante la visión devastadora que se presentaba ante ella si elegía la primera opción. ¿Por qué pensar en un futuro incierto? ¿Por qué no vivir la felicidad del presente que se mostraba ante ella? Quiso sonreír a pesar de las lágrimas. ¿Enamorarse de él? ¡Jamás había dejado de hacerlo! Si bien era cierto que el Raimundo que estaba frente a ella distaba mucho del jovenzuelo de ojos profundos cargados de sueños y promesas que alcanzar. Pero ella tampoco era la misma.

Alzó una mano temblorosa, comenzando a delinear el contorno de su rostro. Su frente, sus mejillas… su mentón. Aquellas facciones con las que había calentado las noches en las que Salvador Castro la violentaba hasta el punto de dañarle físicamente. Cada lágrima derramada daría por compensada si podía disfrutar de una vejez apacible a su lado, aunque no fuese precisamente sosegada la sensación que la recorría por entero. Anhelaba entregarse a él, rendirse a ese fuego que le estaba consumiendo las entrañas y calmar el deseo que impregnaba su piel.

Raimundo sintió cómo la tensión iba abandonando a Francisca y supo que estaba ganando la batalla. Su rostro se suavizó en la penumbra de la alcoba. ¡Qué preciosa era ante sus ojos…! Advirtió no sin cierta sorpresa, que sus labios comenzaban a curvarse en una deliciosa y a la vez perturbadora sonrisa.

- Te quiero… -, balbuceó al fin ella sin voz. - Te quiero… -, repitió por segunda vez, haciendo que en esta ocasión sus palabras resonaran suavemente en la habitación. - Te quiero -, pronunció breves instantes antes de que su boca tocara la de él. Dulce. Cálida. Tentadora.

De algún modo, Raimundo había logrado agrietar de nuevo los muros tras los cuales había mantenido ocultas sus emociones. Decidió pensar en sus días junto a él como un desafío por el que luchar cada instante, con cada aliento de su ser. El destino además de cruel, le había enseñado que el amor era una fuerza que escapaba a su control. Una fuerza cuyo poder ella anhelaba y codiciaba. Una fuerza sin la cual, después de haber experimentado su grandiosidad junto a él, ya no podía vivir. Raimundo era el único bálsamo que podía apaciguarla, que podía serenar su orgullo.

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