- No… -, balbuceó ella, intentando mostrar algo de cordura,
si bien era cierto que comenzaba a sentir cierta indefensión ante la intensidad
de sus palabras y la pasión de su contacto. Deseaba negarse con todas sus
fuerzas, aunque en el fondo no supiera muy bien porqué.
Pero ¿por qué hacerlo? ¿Qué le impedía
ser feliz sino sus propios miedos? Estudió sus ojos, sus facciones. Era
imposible de todo punto que Raimundo la estuviese mintiendo. ¿O tal vez sí?
¿Por qué tanto temor? El amor le había enseñado su cara más amarga en múltiples
ocasiones.
- Quisiera creerte… -, atinó a
responder tras esos breves instantes de indecisión. Luchando contra sus propios
impulsos, que le instaban a abandonarse. A ceder y caer rendida en sus brazos.
- ¡Qué te lo impide sino tú
misma, pequeña…! -. Le replicó en un intento de lograr hacerla despertar. De
sacarla de ese ostracismo en el que ella misma se había inmerso. - Cree en mí…
- musitó. Suplicando. - Jamás volveré a traicionarte, a herirte -.
Ella se retiró tan suavemente
como pudo, dejando una estela helada en el pecho de Raimundo, que al instante
sintió su ausencia.
- No quiero volver a sufrir. Es tan simple como eso -. Fue
su única respuesta, aunque sus ojos encerraban muchas más.
Raimundo la estudió
detenidamente, cavilando su respuesta. De ella dependía el éxito o el fracaso
de su intento por recuperarla. Dejó escapar el aire que contenía su pecho,
exhalando un gran suspiro.
- ¿Acaso no sufrimos ya? -. Su
mirada reflejaba el más absoluto desconsuelo. - ¿Es vida esto que compartimos?
-, negó con la cabeza. - Francisca, mírame a los ojos y dime si no es mayor el
padecer de sabernos ajenos… -. Silenció su voz, dándole el tiempo suficiente
para que sus palabras calaran en ella. - Ambos hemos errado en la vida,
procurándonos dolor cuando solo debimos amarnos -.
Francisca sonrió con dolor. - Lo
hemos intentado, Raimundo y siempre fracasamos. Tropezando incesantemente en la
misma piedra, una y otra vez… Tú y yo no podemos vivir juntos -. Sentenció,
tratando de convencerse, de no dejarse embaucar por la idea de un futuro feliz
a su lado que no sería posible.
- Ni tampoco separados, mi vida
-.
Raimundo avanzó dispuesto a jugar su último cartucho. Llegando hasta ella
tan dulcemente como el aleteo de una mariposa. Rodeándola hasta situarse en su
espalda. Acariciando con la yema de sus dedos la piel del cuello que su
recatado vestido dejaba expuesta.
- Enamorémonos de nuevo, Francisca… Sé
perfectamente que ambos peinamos canas, que los años han pasado por nuestras
vidas impidiendo que nos tratásemos como siempre soñamos… -. Sintió que ella se
estremecía bajo el calor de sus caricias. -… que las emociones mudan con el
tiempo al igual que las heridas de la vida han ido modelando nuestras ilusiones
adolescentes… -. Aspiró el aroma de su cabello. - Siempre nos quedará una
oportunidad para querernos, Francisca -, murmuró, volteándola hasta que sus
respiraciones se entremezclaron. - No pienso renunciar a ti. Hacerlo supondría
dejar de vivir -.
Francisca escuchó con cierto
escepticismo cada palabra susurrada de sus labios y supo que tan solo disponía
de dos opciones: alejarse definitivamente de Raimundo, dejarse llevar por el
orgullo y recoger la desdicha que habitaría en su vida el tiempo que le restara
en este mundo, o confiar. Sus ojos se anegaron en lágrimas ante la visión
devastadora que se presentaba ante ella si elegía la primera opción. ¿Por qué
pensar en un futuro incierto? ¿Por qué no vivir la felicidad del presente que
se mostraba ante ella? Quiso sonreír a pesar de las lágrimas. ¿Enamorarse de
él? ¡Jamás había dejado de hacerlo! Si bien era cierto que el Raimundo que
estaba frente a ella distaba mucho del jovenzuelo de ojos profundos cargados de
sueños y promesas que alcanzar. Pero ella tampoco era la misma.
Alzó una mano temblorosa,
comenzando a delinear el contorno de su rostro. Su frente, sus mejillas… su
mentón. Aquellas facciones con las que había calentado las noches en las que
Salvador Castro la violentaba hasta el punto de dañarle físicamente. Cada
lágrima derramada daría por compensada si podía disfrutar de una vejez apacible
a su lado, aunque no fuese precisamente sosegada la sensación que la recorría
por entero. Anhelaba entregarse a él, rendirse a ese fuego que le estaba
consumiendo las entrañas y calmar el deseo que impregnaba su piel.
Raimundo sintió cómo la tensión
iba abandonando a Francisca y supo que estaba ganando la batalla. Su rostro se
suavizó en la penumbra de la alcoba. ¡Qué preciosa era ante sus ojos…! Advirtió
no sin cierta sorpresa, que sus labios comenzaban a curvarse en una deliciosa y
a la vez perturbadora sonrisa.
- Te quiero… -, balbuceó al fin
ella sin voz. - Te quiero… -, repitió por segunda vez, haciendo que en esta
ocasión sus palabras resonaran suavemente en la habitación. - Te quiero -,
pronunció breves instantes antes de que su boca tocara la de él. Dulce. Cálida.
Tentadora.
De algún modo, Raimundo había
logrado agrietar de nuevo los muros tras los cuales había mantenido ocultas sus
emociones. Decidió pensar en sus días junto a él como un desafío por el que
luchar cada instante, con cada aliento de su ser. El destino además de cruel,
le había enseñado que el amor era una fuerza que escapaba a su control. Una
fuerza cuyo poder ella anhelaba y codiciaba. Una fuerza sin la cual, después de
haber experimentado su grandiosidad junto a él, ya no podía vivir. Raimundo era
el único bálsamo que podía apaciguarla, que podía serenar su orgullo.
Ohhh!! Que bonito!! Sigue pronto!!!
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias!
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