No podía creer que pudiera haberle permitido una vez más
acercarse tanto a ella. ¿Cuándo escarmentaría? ¿Cuánto más podría soportar que
Raimundo siguiera jugando con ella y sus sentimientos? La idea de abandonar el pueblo para siempre y alejarse de él tanto como fuera posible, no le
pareció tan peregrina.
Tan sólo había sido conjetura que tuvo la fortuna de
expresar en voz alta, una amenaza velada hacia Raimundo. Pero bien pensado,
quizá esa sería la solución más acertada para finiquitar de una vez por todas
esta agonía.
Nada ni nadie la retenía allí. Hacía años que no era feliz con su vida y la llegada de León la había
trastocado. Hizo que se ilusionara con la posibilidad de un futuro apacible en
el que sentirse querida y deseada. Sentimientos nobles y sinceros, a pesar de
que ella no pudiera corresponderlos en su justa medida. Pero habría estado
dispuesta a poner todo de su parte para que esa historia cuajara. Lo necesitaba
fervientemente.
Y ahora no le quedaba nada. Una
vez más volvía a perder por culpa de los manejos de Raimundo. No la deseaba
para él pero tampoco la quería para otro. Se humedeció los labios, recogiendo
en ellos el sabor agridulce de los besos de Raimundo. No comprendía su actitud.
Lo más probable es que se tratara de una nueva estratagema para seguir
procurándole padecimientos ante la idea de su próxima partida.
No podía permanecer ni un segundo
más respirando el mismo aire que Raimundo. Disponía de fortuna suficiente como para poder establecerse
en cualquier otro lugar. Mientras el auto recorría los últimos metros que
distaban de la Casona, pensó incluso en partir a Europa. Una nueva vida, una
nueva identidad… aunque demasiados recuerdos a sus espaldas.
Entregó su abrigo a Mariana, la doncella, cuando
al fin llegó a casa, y se disculpó con su ahijada con un simple gesto de la mano
instantes antes de comenzar a subir las escaleras que llevaban a su alcoba. A
mitad de camino detuvo sus pasos volviéndose hacia las dos jóvenes que la
miraban atónitas.
- Mariana, no deseo que nadie me
moleste. Bajo ningún concepto -. Y prosiguió su camino.
……………………..
¡Demonios! El corazón le
palpitaba a mil por hora mientras su mente bullía por encontrar una solución
que evitara su marcha. Pero ¿cómo lograr que la persona a la que amas vuelva
confiar en ti? Quizá las palabras sobraban en estos casos. Los hechos debían
hablar por él, y no podía permitirse perder ni un minuto más pensando en lo que
podría pasar en un futuro si por una vez, se arriesgaba y apostaba por ella.
Sin recelos, sin trampas. Sin medias tintas. ¿Por qué no vivir el presente, con
sus luces y sus sombras? ¿Por qué no perdonar y olvidar?
Se tragó su orgullo, ese que no
le había permitido ver las cosas con claridad a lo largo de los años y partió hacia
la Casona. En esta ocasión, su historia no iba a quedar inconclusa por más
tiempo.
Mientras caminaba a toda prisa
hacia su destino, no podía evitar sentir miedo. Miedo de que fuera demasiado
tarde para arreglar el desaguisado en el que se había convertido su amor con
Francisca. Temor de que hubieran permitido que sus odios llegaran tan lejos que
no quedaran más que cenizas. Pánico a considerar la posibilidad de que la
testarudez y el recelo de Francisca impidieran solucionar las cosas.
Al tiempo que llamaba a las
puertas de la casona con una seguridad que para nada sentía, tuvo la convicción
de que, aquella noche, su vida cambiaría para siempre.
- Mariana, he de ver a Francisca
-, se adentró en el vestíbulo sin esperar a que la joven le invitara a pasar. -
¿Está en su despacho? -. Le preguntó mientras se encaminaba decidido, hacia ese
lugar.
- Don Raimundo, por todos los
santos, ¿qué hace? -, le sujetó del brazo situándose frente a él para cortarle
el paso. - Es muy tarde ya y la Señora no admitirá verle. Por favor, le ruego que se marche y
vuelva mañana -.
- De ninguna manera -, acompañó
sus palabras negando con la cabeza al mismo tiempo. - He de verla ahora mismo.
Así que o me anuncias o yo mismo seré quien se presente ante ella. Por las
buenas o por las malas -.
El nerviosismo se palpaba en la joven, que no sabía cómo actuar. Además, tenía muy frescas las órdenes de su
Señora y temía sus represalias si la llevaba la contraria.
- Doña Francisca se
encuentra ya en sus aposentos, hágame caso e inténtelo mañana, se lo suplico -.
Miró hacia las escaleras. - No me busque un problema con ella, por favor -.
Raimundo suspiró. Dio media
vuelta dispuesto a marcharse, pero se detuvo junto a las escaleras.
- Descuida
Mariana, que ningún problema voy a buscarte con tu Señora -. Sonrió de medio lado.
- Yo mismo asumiré todas las consecuencias -.
Y en un rápido movimiento,
comenzó a subir las escaleras, dejando a Mariana clavada en el sitio y rezando
porque la sangre no llegase al río.
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