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miércoles, 28 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 5)



Aquella ternura inicial fue transformándose en una pasión arrolladora a medida que su beso aumentaba de intensidad. Sus labios se encontraban, se fundían. Sus lenguas se enredaban al tiempo que sus corazones tronaban en el interior del pecho.

Envolviéndola en sus brazos, la atrajo hasta sí logrando que sus cuerpos pareciesen uno solo. Las manos reptaban, palpaban, acariciaban, mientras sus labios se negaban a separarse aún a riesgo de perecer por la ausencia de oxígeno.

- Te amo tanto que me duele -, correspondió al fin a su declaración lleno de gozo, temblando cuando las frías manos de Francisca llegaron hasta su cuello para acariciar su nuca. - Quiero morir de amor cada noche a tu lado y despertar con tu piel rozando la mía cuando despunte el alba -.

Francisca se ruborizó cuando a su mente acudió la imagen de sus cuerpos fundidos en el lecho cada noche, entregándose a una pasión desmedida. Sus ojos brillaron de deseo cuando las manos de Raimundo se deslizaron por sus costados mientras su boca comenzaba a trazar un camino ardiente hasta la tierna curva de sus senos. No opuso resistencia cuando él la alzó contra su pecho llevándola hasta la cama a la vez que sus labios se devoraban sin mesura. La posó con tal delicadeza que sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas ante tanta ternura.

- ¿Por qué lloras? -, le preguntó acariciando su mejilla.

- Será que no estoy acostumbrada a sentirme tan querida -, respondió bajando la mirada. A pesar de lo que estaba sucediendo, no se sentía cómoda mostrándose tan vulnerable. Demasiados años peleando en un mundo diseñado para los hombres, donde solo su orgullo le había permitido mantenerse en la pugna por el poder que tanto le costó conseguir.

Raimundo la hizo descender hasta que su espalda reposó sobre el colchón. Después, él mismo se deslizó sobre ella, cerrando sus párpados con el roce de sus labios. - Voy a llenar tus horas de tanto amor… -, musitó mientras movía su boca por el contorno de su mandíbula. -…que jamás recordarás el padecimiento que nos vimos abocados a vivir -.

Francisca se mordió el labio en un intento de contener las lágrimas. Él le sonrió con ternura, recorriendo su boca con el roce de sus dedos.

- ¿Por qué no pruebas a morderme a mí? -, le sugirió arqueando una ceja y distendiendo el ambiente. Francisca prorrumpió en carcajadas sintiéndose relajada por primera vez en mucho tiempo.

- Deseo concedido -, respondió.

Se alzó para atrapar entre sus dientes el labio inferior de Raimundo, y él aprovechó para acorralarla con su lengua. Cada beso, cada roce de sus labios se hacía más fuerte, más urgente. El deseo por ella vibraba en cada fibra de su ser y sentía caer por un precipicio cada vez que sus manos osaban recorrer su espalda.

Sin ser conscientes del cómo ni el cuándo, centrados únicamente en volver a sentirse piel con piel, se deshicieron de la ropa en apenas unos segundos. Sus cuerpos, sedientos de caricias, se buscaban incesantemente en la oscuridad.

La besaba, la amaba con su boca, con sus manos y con su cuerpo. Ella le correspondía con una pasión poderosa que ardía como una llama en el lecho. Una llama que se unía a la suya y calentaba a ambos. Prendiéndoles fuego. Consumiéndoles por entero.

El placer explosionó en ellos, haciéndoles sentir que sus huesos se deshacían hasta convertirse en no más que polvo. Volvía a ser feliz. Volvía a sentirse completa.

Raimundo se dejó caer sobre ella, escondiendo su rostro en el hueco que formaba la almohada con el hombro de Francisca, quemando su piel con la calidez de su respiración. Ladeó la cabeza buscando sus labios, besándolos con ternura exquisita.

- Francisca… -, susurró su nombre. - ¿Quieres casarte conmigo? -.

- ¿Casarnos? -, preguntó ella con estupor. A pesar de cómo estaban sucediéndose las cosas, la petición repentina de Raimundo le había pillado por sorpresa. Aquello ya eran palabras mayores y en realidad, no aspiraba a tanto. Se conformaba con pasar la mayor parte del tiempo con él. Saber que era suyo y que ella le pertenecía, y para eso, no era necesaria la mediación de ningún documento que lo corroborase.

Aunque sonara irónico, le parecía que todo sucedía con demasiada premura. 

- ¿A qué hacerlo, Ulloa? ¿No es suficiente con saber que nos amamos? -.

En lo más profundo de su ser, se negaba a admitir que lo que le aterraba era la idea del matrimonio. Tal vez porque el que había vivido le dejó secuelas muy difíciles de superar.

Raimundo comprendió al instante sus temores. Sus dudas. Se incorporó con la precaución de no cargar su peso sobre ella, pero sin despegar sus cuerpos aún desnudos. Rozó su nariz con la suya en un gesto que encerraba demasiada intimidad. Infinita ternura. 

- Tienes miedo -. Le dijo.

Ella bufó, más por la vergüenza de verse descubierta. - Eso no es cierto -.

- ¿Te molesta que te conozca tan bien, Francisca? -. Le provocó. Y descendió sobre ella, atrapando sus labios en un beso cuando ella trató de abrirlos, dispuesta a protestar. Un beso que los dejó sin aliento. - Me estremeces -, musitó dulcemente cerrando los ojos, uniendo su frente a la de ella. - No lo pienses más, amor mío... ¡Casémonos! -, volvió a buscar su mirada. - Quiero pasear de tu brazo gritando al mundo que eres mi esposa -. Bajó la mano por su cuerpo en una lenta caricia hasta llegar a su muslo. Alzándolo para que rodease su cadera. - Mi mujer -. Afirmó con pasión, arrancándole un gemido. - ¿Qué me dices? -.

Se estaba muriendo por él. Y en el fondo, la perspectiva de ser su esposa le atraía irremediablemente. Sería el mejor broche a su historia de amor. Lograr al fin lo que un día les negaron. 

- ¿Me dejas acaso otra opción? -, preguntó altanera.

Raimundo le sonrió de tal manera que encendió su cuerpo hasta casi arder. Era imposible amar más a una persona.

- Por supuesto que no, pequeña -, pronunció antes de enterrar los labios en su cuello. Abriendo una vez más, la caja del deseo.

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