Aquella ternura inicial fue
transformándose en una pasión arrolladora a medida que su beso aumentaba de
intensidad. Sus labios se encontraban, se fundían. Sus lenguas se enredaban al
tiempo que sus corazones tronaban en el interior del pecho.
Envolviéndola en sus brazos, la
atrajo hasta sí logrando que sus cuerpos pareciesen uno solo. Las manos
reptaban, palpaban, acariciaban, mientras sus labios se negaban a separarse aún
a riesgo de perecer por la ausencia de oxígeno.
- Te amo tanto que me duele -,
correspondió al fin a su declaración lleno de gozo, temblando cuando las frías manos
de Francisca llegaron hasta su cuello para acariciar su nuca. - Quiero morir de
amor cada noche a tu lado y despertar con tu piel rozando la mía cuando despunte
el alba -.
Francisca se ruborizó cuando a su
mente acudió la imagen de sus cuerpos fundidos en el lecho cada noche,
entregándose a una pasión desmedida. Sus ojos brillaron de deseo cuando las
manos de Raimundo se deslizaron por sus costados mientras su boca comenzaba a
trazar un camino ardiente hasta la tierna curva de sus senos. No opuso
resistencia cuando él la alzó contra su pecho llevándola hasta la cama a la vez
que sus labios se devoraban sin mesura. La posó con tal delicadeza que sus ojos
volvieron a llenarse de lágrimas ante tanta ternura.
- ¿Por qué lloras? -, le preguntó
acariciando su mejilla.
- Será que no estoy acostumbrada
a sentirme tan querida -, respondió bajando la mirada. A pesar de lo que estaba
sucediendo, no se sentía cómoda mostrándose tan vulnerable. Demasiados años
peleando en un mundo diseñado para los hombres, donde solo su orgullo le había
permitido mantenerse en la pugna por el poder que tanto le costó conseguir.
Raimundo la hizo descender hasta
que su espalda reposó sobre el colchón. Después, él mismo se deslizó sobre
ella, cerrando sus párpados con el roce de sus labios. - Voy a llenar tus horas
de tanto amor… -, musitó mientras movía su boca por el contorno de su
mandíbula. -…que jamás recordarás el padecimiento que nos vimos abocados a
vivir -.
Francisca se mordió el labio en
un intento de contener las lágrimas. Él le sonrió con ternura, recorriendo su
boca con el roce de sus dedos.
- ¿Por qué no pruebas a morderme
a mí? -, le sugirió arqueando una ceja y distendiendo el ambiente. Francisca
prorrumpió en carcajadas sintiéndose relajada por primera vez en mucho tiempo.
- Deseo concedido -, respondió.
Se alzó para atrapar entre sus
dientes el labio inferior de Raimundo, y él aprovechó para acorralarla con su
lengua. Cada beso, cada roce de sus labios se hacía más fuerte, más urgente. El
deseo por ella vibraba en cada fibra de su ser y sentía caer por un precipicio
cada vez que sus manos osaban recorrer su espalda.
Sin ser conscientes del cómo ni
el cuándo, centrados únicamente en volver a sentirse piel con piel, se
deshicieron de la ropa en apenas unos segundos. Sus cuerpos, sedientos de
caricias, se buscaban incesantemente en la oscuridad.
La besaba, la amaba con su boca,
con sus manos y con su cuerpo. Ella le correspondía con una pasión poderosa que
ardía como una llama en el lecho. Una llama que se unía a la suya y calentaba a
ambos. Prendiéndoles fuego. Consumiéndoles por entero.
El placer explosionó en ellos,
haciéndoles sentir que sus huesos se deshacían hasta convertirse en no más que
polvo. Volvía a ser feliz. Volvía a sentirse completa.
Raimundo se dejó caer sobre ella,
escondiendo su rostro en el hueco que formaba la almohada con el hombro de
Francisca, quemando su piel con la calidez de su respiración. Ladeó la cabeza
buscando sus labios, besándolos con ternura exquisita.
- Francisca… -, susurró su
nombre. - ¿Quieres casarte conmigo? -.
- ¿Casarnos? -, preguntó ella con
estupor. A pesar de cómo estaban sucediéndose las cosas, la petición repentina
de Raimundo le había pillado por sorpresa. Aquello ya eran palabras mayores y
en realidad, no aspiraba a tanto. Se conformaba con pasar la mayor parte del
tiempo con él. Saber que era suyo y que ella le pertenecía, y para eso, no
era necesaria la mediación de ningún documento que lo corroborase.
Aunque sonara irónico, le parecía
que todo sucedía con demasiada premura.
- ¿A qué hacerlo, Ulloa? ¿No es
suficiente con saber que nos amamos? -.
En lo más profundo de su ser, se
negaba a admitir que lo que le aterraba era la idea del matrimonio. Tal vez
porque el que había vivido le dejó secuelas muy difíciles de superar.
Raimundo comprendió al instante
sus temores. Sus dudas. Se incorporó con la precaución de no cargar su peso
sobre ella, pero sin despegar sus cuerpos aún desnudos. Rozó su nariz con la
suya en un gesto que encerraba demasiada intimidad. Infinita ternura.
- Tienes
miedo -. Le dijo.
Ella bufó, más por la vergüenza
de verse descubierta. - Eso no es cierto -.
- ¿Te molesta que te conozca tan
bien, Francisca? -. Le provocó. Y descendió sobre ella, atrapando sus labios en
un beso cuando ella trató de abrirlos, dispuesta a protestar. Un beso que los dejó sin
aliento. - Me estremeces -, musitó dulcemente cerrando los ojos, uniendo su
frente a la de ella. - No lo pienses más, amor mío... ¡Casémonos! -, volvió a buscar
su mirada. - Quiero pasear de tu brazo gritando al mundo que eres mi esposa -.
Bajó la mano por su cuerpo en una lenta caricia hasta llegar a su muslo.
Alzándolo para que rodease su cadera. - Mi mujer -. Afirmó con pasión,
arrancándole un gemido. - ¿Qué me dices? -.
Se estaba muriendo por él. Y en
el fondo, la perspectiva de ser su esposa le atraía irremediablemente. Sería el
mejor broche a su historia de amor. Lograr al fin lo que un día les negaron.
-
¿Me dejas acaso otra opción? -, preguntó altanera.
Raimundo le sonrió de tal manera
que encendió su cuerpo hasta casi arder. Era imposible amar más a una persona.
- Por supuesto que no, pequeña -,
pronunció antes de enterrar los labios en su cuello. Abriendo una vez más, la
caja del deseo.
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