Francisca se encontraba en el jardín. Aquella mañana había
amanecido espléndida y resolvió que podía ser una buena idea salir a leer un
rato a la sombra de uno de los enormes árboles de la Casona. Por eso, había
tomado un libro cualquiera de la biblioteca, saliendo con él al exterior. Su
pelo caía suelto sobre los hombros. No llevaba su habitual moño pues había
olvidado cómo debía hacerlo, y tener que recurrir a alguien para pedir ayuda en
semejante tontería, le parecía desconsiderado por su parte.
Raimundo llevaba un buen rato observándola en silencio, conteniendo
la respiración. Estaba apoyada en el tronco de un gran árbol, leyendo un libro
y mordiendo una manzana. La boca se le hizo agua y durante un breve pero
intenso instante, deseó ser aquella deliciosa fruta que ella mordía. Resopló
tratando de controlar esos impulsos. Se suponía que debía ser él quien sedujese
a Francisca y no al revés. Sin proferir ni un solo ruido, se acercó a ella por
detrás, agachándose hasta ponerse a su altura.
- Buenos días, Francisca -, le susurró a apenas a escasos dos
centímetros de su oído.
Ella se sobresaltó al escuchar su voz y sintió que el corazón
le retumbaba en las costillas. Sin poder evitarlo, soltó el libro que tenía
entre las manos, que cayó irremediablemente sobre la hierba. Se levantó como un
resorte.
- Me…ha…a…asustado, señor Ulloa -, balbuceó mientras sus dedos
rozaban levemente su cuello, en un gesto tan sensual e inocente, que Raimundo
pensó que se moriría allí mismo si no besaba aquella delicada piel. Volvió a
hacer acopio de toda su fuerza de voluntad y una vez más se contuvo. Lo último
que deseas es que ella se asuste.
- Te ruego me disculpes, no fue mi intención asustarte -. Raimundo
se acercó a ella tomando dulcemente su mano. – Y por favor, ya te dije que tú puedes
llamarme Raimundo -.
Había susurrado aquellas últimas palabras instantes antes de voltear
su mano y rozar delicadamente con sus labios en el nacimiento del pulso. Sonrió
disimuladamente cuando percibió que las palpitaciones de Francisca comenzaron a
dispararse.
- Disculpas aceptadas, Raimundo -. Apenas le salía la voz. Ni
siquiera supo cómo encontró las fuerzas suficientes para soltarse de su mano. Aquel
roce de labios le había abrasado la piel.
Se dedicó a observarle detenidamente. Raimundo iba
elegantemente vestido con un traje oscuro sobre una pulcra e impecable camisa
blanca. Se descubrió mirando su cuello…
¿Qué demonios le ocurría con ese hombre? Podía notar el
temblor de su cuerpo cada vez que se encontraba cerca de él, y al mismo tiempo,
una calidez inundando su corazón. Raimundo sonrió de manera imperceptible para
ella, ante el intenso escrutinio al que le estaba sometiendo.
- Veo que te has dejado el pelo suelto -. Raimundo había
tomado un mechón, haciéndolo deslizar entre sus dedos. Disfrutó de su textura y
de comprobar cómo ella volvía a respirar con dificultad.
- E…es que…-
Por todos los santos,
¡Francisca!, habla como una mujer adulta, se dijo.
– Es que no recuerdo
cómo solía peinarme…-, afirmó apartándose de él y dándole la espalda.
Raimundo volvió a sonreír. - No importa -, le dijo, volviendo
a acercarse a ella por detrás para de nuevo susurrar junto a su pelo. – En mi
humilde opinión, estás mucho mejor así…-.
Francisca cerró los ojos, ahogando un jadeo. La profunda voz
de Raimundo estaba provocándole escalofríos a lo largo de la columna vertebral.
Y su aroma la embriagaba hasta casi hacerla enloquecer. Aquel olor le resultaba
demasiado familiar. Pero en aquellos momentos no tenía cabeza para pensar en
eso. Volvió a alejarse unos pasos de él, tratando de calmar su nerviosismo,
girándose hacia él lo más dignamente que pudo.
- Y ¿qué le trae por aquí? -. Si se comportaba de manera
educada y desviaba la atención de aquellos pensamientos, podrían mantener una
conversación agradable.
Raimundo sonrió mientras agachaba levemente la cabeza.
Francisca sintió mil descargas recorriéndole por entero ante ese simple
movimiento.
- Hace tan buena tarde que pensé que podríamos dar un paseo por la ribera del rio -. Se
acercó a ella cruzando las manos tras la espalda. - Hace un día estupendo para pasear,
¿no lo crees así tú también? -, le dijo mirándole intensamente a los ojos.
Pasear.
Francisca estaba terriblemente asustada por tener que pasar
la tarde junto a ese hombre. Pero no porque tuviera miedo de él, ni mucho
menos. Tenía miedo de ella. No podía dejar de mirar sus labios cada vez que le
hablaba.
¿Y si no puedo
contenerme?, se
decía. ¿Qué pensará de mí?
Ajeno a aquellos pensamientos, Raimundo le propuso regresar a
la casona para coger una cesta con fruta y un mantel, y así organizar un
pequeño picnic junto al rio. Una inocente
merienda, pensó con un brillo travieso en los ojos.
Aquella noche volvería de regreso a su casa habiendo probado
de nuevo los dulces labios de su pequeña.
……………..
Tenía que reconocer que después de todo se alegraba de estar
dando ese agradable paseo. Los cálidos rayos de sol de aquella tarde de primavera,
eran un revulsivo para ella. Miró de reojo a la figura que caminaba a su lado y
contempló su elegante porte. Las líneas de su rostro evidenciaban un pasado que
le encantaría conocer. O más bien recordar. No se atrevía a preguntarle qué
clase de relación habían compartido en el pasado. Se le antojaba una tarea
imposible si tenía en cuenta que de por sí, ya se sentía demasiado turbada en
su presencia. Además la mayoría de las veces no era capaz de hilar dos palabras
seguidas, sobre todo cuando él se encontraba demasiado cerca.
Tal y como le había ocurrido hacía unos minutos cuando la
había asaltado en el jardín. Y sin embargo, tenía que hacerlo. Deseaba hacerlo.
Ansiaba conocer qué extraño lazo le unía con aquel hombre.
- Francisca, ¿me has oído? -. Raimundo la sacó de su
ensimismamiento.
- ¿Eh? Yo… perdón -, se disculpó algo contrariada. - ¿Qué es
lo que me decía? -. Se maldijo
interiormente. Tan absorta había estado en sus elucubraciones sobre Raimundo
que no había escuchado ni una sola palabra de lo que él había dicho.
Raimundo comenzó a reírse ante su zozobra, y aquella risa no
hizo sino provocar un intrigante
cosquilleo en ella. Demasiado intrigante.
- Te decía si este te parece un buen lugar para que nos sentemos
-, apuntó Raimundo con su mano a un pequeño claro que se encontraba cerca del
río.
- Sí, claro -, respondió. - Me parece un lugar perfecto -.
Hasta el más duro pedregal le habría resultado ideal con tal de poder sentarse.
La sonrisa de Raimundo hacía que le temblaran demasiado las rodillas y temía
que estas no pudieran seguir manteniéndole en pie.
Se acercaron al lugar escogido. Raimundo extendió el mantel
colocando encima la cesta de fruta. Después, se giró hacia Francisca
tendiéndole su mano. Ella se quedó mirando extrañada.
- ¿Qué…? ¿Para qué…? -.
Raimundo estaba disfrutando de lo lindo. Ese nerviosismo de
Francisca ante su presencia era absolutamente delicioso. Toda ella, era
deliciosa.
- Tan solo quiero ayudarte a sentar, Francisca -, le respondió
mirando intensamente sus ojos. - Si es que deseas sentarte aquí conmigo…-. Se
acercó un poco más a ella.
- Le agradezco el detalle, pero… -, trató de mostrarse digna.
-…pero puedo hacerlo yo sola -. Se sentó en el suelo sin apenas mirarle a los ojos.
Orgullosa hasta sin
memoria. Raimundo se
sonrió de medio lado. Mientras tanto, Francisca se estaba maldiciendo a sí
misma. Había rechazado tomar la mano de Raimundo por temor a tocar su piel.
¿Pero qué le estaba pasando? Bastante mal se sentía por no poder recordar nada acerca
de su vida pasada, como para añadir además el extraño comportamiento que tenía
cuando estaba con Raimundo Ulloa.
Él tomó asiento frente de ella, despojándose a continuación
de la chaqueta de su elegante traje y quedándose ante ella con la impoluta
camisa blanca. – Hace mucho calor hoy, ¿no te lo parece? -. Sin previo aviso,
se arremangó las mangas a la altura del codo y desabrochó los dos primeros
botones de la camisa. – Mucho mejor así… -, suspiró relajado.
¿Mejor? ¿Quién diantres
se encontraba mejor?
Francisca buscó su abanico en el pequeño bolso que llevaba y comenzó a
abanicarse como alma que lleva el diablo.
Raimundo se tumbó boca arriba apoyándose en los codos y
volvió su mirada hacia ella - ¿Te encuentras bien, Francisca? ¿Tú también tienes
calor? -, le preguntó levantando ligeramente la ceja derecha.
Como si estuviera
ardiendo… pensó. Y poco
o nada tenían que ver los rayos de sol que caían sobre ellos en esos momentos.
– Ehh…sí…Raimundo -, respondió. - Me siento un poco sofocada después
de haber estado paseando bajo este sol tan intenso, eso es todo -.
Él se incorporó quedando solo apoyado en un codo. –Toma -, le
ofreció un melocotón. – Seguro que esto te refrescará -. Ella no estaba tan
segura de que aquello lo consiguiera, pero aun así tomó la fruta que él le
ofrecía. Raimundo cogió otro melocotón y volvió a su posición inicial.
Comenzaron a charlar acerca de un tema intrascendente, pero
él no podía apartar sus ojos de ella. Verla comer aquella dulce fruta, le estaba
volviendo loco. Notó que un pequeño trocito se había quedado pegado a sus
labios, y en un gesto tan natural como inocente, Francisca asomó la punta de su
lengua y recorriendo sus labios para atraparlo.
Raimundo sintió que todo su cuerpo se paralizaba ante aquel
sensual gesto. Francisca le estaba hablando de algo en ese momento, pero no le
estaba escuchando. Tenía la mirada fija en sus labios. De pronto, se incorporó
como un resorte y se alejó unos pasos camino del rio. Francisca se quedó
asombrada ante ese arranque. Dejó a su vez el melocotón sobre el mantel, y se
acercó hasta Raimundo, que se encontraba de espaldas con las manos en los
bolsillos.
- Raimundo…-, le habló. - ¿Estás bien…? -. Y tocó levemente su
brazo.
Él se apartó de su toque y se alejó todavía más de ella. Le
quemaba la piel y si Francisca seguía tocándole de aquella manera, no podría
contenerse. La tumbaría en el suelo y le haría el amor como si no hubiera un
mañana. Tomó una gran bocanada aire y lentamente se giró hacia ella, para
quedarse de nuevo sin respiración. Francisca estaba llorando.
- Francisca… -, musitó.
- Yo… Raimundo…lo siento…-, agachó la cabeza. -…Comprendo que
no te sientas cómodo conmigo… -, prosiguió hablando a pesar de las lágrimas que
inundaban sus mejillas. - No soy una compañía agradable para nadie, ahora que
no consigo recordar nada…-. Alzó la mirada hacia él y aquello le desgarró. – Te
agradezco sinceramente el esfuerzo que supone para ti estar conmigo, pero no es
necesario que…-.
No pudo continuar. Agachó de nuevo la mirada. – Será mejor
que regrese a casa… Muchas gracias por el paseo, y por tu paciencia conmigo -.
Dio media vuelta dispuesta a marcharse.
Raimundo sintió que la tierra se abría bajo sus pies. ¡Ella
lo había malinterpretado! Tampoco es que él hubiera estado acertado en su
comportamiento, pero… ¡maldita sea! Aquello no podía estar sucediendo. Francisca
se estaba alejando de él, y no lo podía permitir.
Siguió caminando sin volver la vista atrás mientras las
lágrimas descendían incesantes por su rostro. Sentía un enorme vacío en su
interior. Raimundo se había alejado de ella. Se había apartado cuando ella
había intentado tocarlo.
¿Qué esperabas Francisca?,
¿que alguien podría disfrutar de tu compañía cuando ni siquiera eres capaz de
reconocer a la persona que está contigo?
Estaba furiosa consigo misma y con el momento que estaba
viviendo.
El cielo se cubrió de nubes oscuras y comenzó a llover. Ella
no sentía las gotas de lluvia sobre su cuerpo, aunque el vestido, que empezaba
a mojarse peligrosamente, dificultaba su camino de regreso a la casona. De
pronto notó que alguien agarraba su brazo y la giraba bruscamente. Se encontró
frente a frente con la ardiente mirada de Raimundo. Los dos estaban
completamente empapados.
- Raimundo…yo…-, intentó hablar.
Sin embargo él no la escuchaba. Enmarcó su rostro con sus
manos y tomó sus labios en un beso cargado de pasión apenas contenida. Toda la
que Francisca siempre había despertado en él. Lamió sus labios hasta que ella abrió
la boca, dando paso a la urgencia de su lengua. La saboreó como si fuera el más
dulce de los manjares. Cuando la falta de oxígeno se hizo patente, separaron
sus bocas lentamente.
Se miraron a los ojos sin cruzar palabra. Aturdida, Francisca
se fue separando de él hasta que sus cuerpos dejaron de tocarse. Dio media
vuelta y comenzó a correr tan rápido como sus pies se lo permitían. El corazón
le retumbaba en las costillas y creía desfallecer.
Cuando al fin llegó a la casona, empujó con fuerza la puerta
y se apoyó en ella intentando recuperar el ritmo normal en su respiración. Cerró
los ojos y lentamente fue llevando su mano hacia los labios. Aún podía notar el
sabor de Raimundo en ellos.
Se separó de la puerta y comenzó a subir hacia su alcoba. Esa
noche estaba segura de que no podría dormir. Solo podía pensar en aquel
arrebato de pasión que Raimundo y ella habían compartido esa misma tarde junto
al rio
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