Raimundo sintió que el corazón se paraba en su pecho ante
tamañas palabras. ¿Qué clase de broma
era esta? Aquel contratiempo era algo con lo que ni siquiera habían contado.
Como si Tristán hubiera escuchado sus pensamientos, se volvió hacia el médico.
- Doctor, ¿qué diablos significa esto? -, le preguntó
visiblemente alterado. - ¿Por qué mi
madre no recuerda nada? -.
El doctor Palacios meditó con cuidado la respuesta que debía
ofrecerles. Por su estado, era claro que debía tranquilizarlos, pues aquello
era contraproducente para el estado de la paciente.
- Caballeros, eso mismo es lo que estaba tratando de contarles
hace un momento, justo antes de que ustedes entraran corriendo en tropel en la
habitación. No… -, interrumpió a Tristán acompañándose de un gesto de la mano.
-… no es necesario que se disculpen, entiendo que están padeciendo una
situación muy complicada, y su muestra de efusividad era comprensible. Pero si
lo prefieren…-, añadió bajando a su vez el tono de voz. –…podemos seguir
hablando fuera -.
Raimundo permanecía clavado en el sitio, sin poder dejar de
mirar a Francisca. Ella le miraba a su vez con una mezcla de asombro y confusión.
Ninguno de los dos comprendía nada de lo que estaba sucediendo, aunque las
razones de ambos eran bien distintas.
Justo en ese momento, se abrió la puerta y entró Soledad. Trató
de acercarse a su madre, pero Tristán le sujetó unos instantes del brazo y le
puso brevemente al corriente de lo que había sucedido. Ella ahogó un jadeo
entre sus manos, y volvió su mirada a su madre, que seguía mirándoles con cara
de no entender nada.
- Hablad tranquilos con el doctor, Tristán -, se ofreció
Soledad. - Yo me quedaré con madre -.
Se dispuso a sentarse en la silla que había junto a la cama
de Francisca, pero antes, el médico le dedicó una serie de recomendaciones.
- Es importante que no la presionen Señorita Castro -, le
dijo. – Es mejor no tratar de obligarle a que recuerde, ya que podría ser un
shock muy fuerte para ella. Quédese a su lado y hágale compañía -, prosiguió. -
Y se lo ruego, procure que no se canse demasiado. Recuerde que ha sufrido una
intervención muy delicada y en estos momentos necesita tranquilidad y sobre
todo, reposo -.
Soledad hizo un leve asentimiento de cabeza y marchó junto al
cabecero de la cama de su madre.
Tristán se acercó entonces a Raimundo, que seguía sin
reaccionar.
- Raimundo -, le llamó con suavidad. - ¿Quiere acompañarme
fuera para seguir hablando con el doctor? -.
Él se volvió hacía el joven, mirándole sin verle en realidad. - ¿Qué…?
-, preguntó. -...Sí -, pareció recomponerse. -…vamos -.
Los tres hombres salieron del cuarto, más Raimundo no pudo
evitar dirigir una última mirada a Francisca antes de abandonar la habitación.
- Comprendo su sorpresa, Señor Castro- comenzó hablándoles el
doctor cuando estuvieron reunidos en el pasillo. - Pero… -.
- ¡¿Sorpresa?! –, interrumpió Tristán con enfado. – Dígame que
esto que le está pasando a mi madre es pasajero. Que ella no…-, casi gritó,
señalando con el dedo hacia la habitación.
El doctor prosiguió.
- Se trataba de una operación muy complicada Señor Castro -.
Intentó explicarles la situación como mejor pudo. - Hemos conseguido salvarle
la vida, que era nuestra principal prioridad -.
Raimundo pareció regresar de su particular mundo de
tinieblas.
- Doctor, disculpe… -. Tanto Tristán como el médico se
volvieron hacía él. –Ella…Francisca… ¿cuánto tiempo puede permanecer en este
estado? -. Las palabras parecían negarse a salir de su boca.
- Es difícil de precisar -, le respondió. Raimundo percibió la
seriedad de su tono. - Éramos conscientes de los riesgos que entrañaba esta
operación. La amnesia solo es un efecto secundario de la misma -, prosiguió. -
No voy a engañarles -, afirmó. - Puede que se trate de algo que dure unos días,
unos meses, o… -, les miró detenidamente. - O puede que dure toda su vida. Lo
siento mucho. Cualquier cosa que precisen de mí, no tienen más que hacérmelo
saber -. El doctor los dejó a solas para que pudieran asimilar la noticia que
acababan de recibir.
Una vez a solas, Tristán se llevó las manos a la cabeza,
desesperada por lo que acababa de escuchar. Raimundo trataba de procesar las
últimas palabras del doctor. ¿Para
siempre? Aquello no podía ser posible. Se volvió hacia Tristán.
- No desesperes hijo, ya escuchaste al doctor. Puede que sea
algo pasajero -. Quería repetir esas palabras en voz alta para poder creérselas
el mismo. - Lo importante es que Francisca está viva, con nosotros -, palmeó su
hombro, animándole. - Y ahora, vayamos con ella -.
Tristán miró a Raimundo con absoluta admiración. A pesar de
la terrible noticia que el doctor acababa de darles, él se mostraba con
admirable entereza. Asintió y ambos entraron de nuevo en el cuarto de
Francisca.
…………………….
Pasaron varios días, necesarios para que Francisca pudiera
recobrar las fuerzas suficientes para poder realizar un viaje tan largo como
era el regreso a casa. A lo largo de ese tiempo, ni Tristán, ni Soledad, y
mucho menos él, se habían apartado de su lado.
Raimundo se había comportado de forma cortés y amable con
ella. Lo más curioso, era que Francisca se sentía muy cómoda a su lado, a pesar
de no reconocer a ese hombre que pasaba junto a ella todo el tiempo que podía.
Le hablaba de literatura, le leía poemas…y a veces podía sentir su mirada sobre
ella, despertando un desconcertante cosquilleo en la parte baja de su nuca. ¡Qué hombre más atento! Pensaba. Incluso
ella misma se descubría observándole en secreto mientras divagaba sobre algún
tema que le narraba para entretenerla.
Al fin llegó el día de partir. El viaje de vuelta se hizo en
un cómodo silencio. Raimundo iba sentado junto a Francisca, soportando con toda
la entereza de la que era capaz, cómo los suaves traqueteos de la calesa provocasen
que sus muslos se rozaran sin querer. Deseaba girarse y atrapar su boca en un
beso tan abrasador que les robara el aliento a ambos. Sonrió al pensar en la
cara que pondría ella. No te recuerda,
se decía. Aunque tal vez aquello le hiciera recordar… Meneó la cabeza tratando
de disipar aquellos pensamientos. Volvió su mirada hacia la ventana de la
calesa, con el fin de distraerse y acallar lo que estaba sintiendo. Craso error
el suyo, pues si hubiese vuelto su rostro hacia ella, habría comprobado que
Francisca estaba viviendo la misma tortura que él. Incluso tomó su abanico,
dejando que la suave brisa resultante de su aleteo, aliviara el sofoco que
sentía.
- Pues para no recordar nada…-, se giró Soledad hacía Tristán
y le susurró en el oído. – Se comportan como siempre -.
El joven miró a su hermana y luego volvió la cabeza hacía ese
par. Ambos hermanos no pudieron más que sonreír ante la situación.
Tras varias horas en el carruaje, llegaron al fin a la
imponente finca de Francisca.
- ¿Yo vivo aquí? -, les
preguntó asombrada cuando estuvo en su interior.
- Así es madre -, respondió Soledad. - Aquí vivimos nosotros
tres -, le dijo señalando también a Tristán.
- ¿Y usted…? -. Francisca se volvió hacia Raimundo. - ¿…también
vive aquí…? -, le preguntó suavemente. Raimundo esbozó una media sonrisa,
provocando un dulce cosquilleo en ella.
- No Francisca -, respondió. - Yo vivo en el pueblo -. Se
acercó muy despacio hasta ella. - Pero…-, tomó suavemente su mano. - Vendré a
visitarte mañana, si es que estás de acuerdo en ello -, afirmó, depositando un
cálido beso en sus nudillos.
- Co…como…desee…Señor Ulloa… -. Apenas le salía la voz ante el
simple roce de sus labios en su mano.
- Puedes llamarme Raimundo -, susurró de nuevo junto a la
muñeca, en el nacimiento de su pulso, antes de besarla de nuevo. Después, se
despidió cariñosamente de Tristán y Soledad, que habían contemplado la escena
con una mezcla de asombro y diversión, y abandonó la Casona.
Francisca sintió que la estancia se había quedado de pronto
vacía. No conseguía recordar nada, más cuando estaba con él, con Raimundo, sentía
como si al fin hubiera llegado a casa.
…………………….
- ¿Necesitas nuevo ayudante, Emilia? -.
Raimundo entró por la puerta de la casa de comidas haciendo
que su hija soltase de sus manos una jarra de vino y corriese feliz a sus
brazos.
- ¡Padre! -, le besó con efusividad. – Al fin está de nuevo
con nosotros. ¡Sebastián! ¡Sebastián! -, llamó a su hermano. Soltó a Raimundo y
fue hacia la cocina saliendo a los poco segundos acompañada del joven.
- ¡Padre! ¡Qué bueno tenerle de nuevo con nosotros! –. Ambos
hombres se fundieron en un caluroso abrazo. - Cuéntenos, ¿Cómo ha ido todo por la capital?
-.
Raimundo dedicó los siguientes minutos a relatarles
brevemente todo lo acontecido estos últimos días. Sebastián y Emilia le miraron
apesadumbrados.
- Lo siento en el alma -, le dijo Sebastián. Emilia tomó las
manos de su padre. – Pero todo se solucionará, ya lo verá. Demos tiempo al
tiempo y en unas semanas nos estaremos riendo de todo esto, estoy seguro -. Raimundo sonrió agradecido a sus hijos.
- En fin -, suspiró. - Y si ahora disculpáis a vuestro viejo
padre, me iré a descansar. Ha sido un viaje muy largo, amén de los días que
hemos pasado en el hospital -. Se levantó de la silla para irse camino de su
habitación. Justo en ese momento, Emilia recordó algo.
-¡Espere padre! -.
Salió escaleras arriba camino de su propia habitación. Al
poco tiempo, regresó con un paquete en sus manos.
- El mismo día que partieron, Rosario, el ama de llaves de
Doña Francisca, trajo este paquete para
usted -. Emilia se lo entregó.
Raimundo reconoció de inmediato la letra de Francisca en la
carta que acompañaba el paquete y sintió que se le cortaba la respiración.
- Gracias hija…-, sonrió levemente acariciando su mejilla. - Hasta
mañana a los dos -.
Una vez que hubo cerrado la puerta tras de sí, se sentó en el
borde de la cama tocando con devoción la carta de Francisca. Abrió el sobre con
sumo cuidado. Una lágrima furtiva descendió por su rostro mientras leía las
líneas que ella le había escrito.
- Amor mío…-, musitó.
A continuación, deshizo el lazo que rodeaba el paquete y
rasgó el papel, para descubrir en su interior el libro de poemas de Rosalía de
Castro que él mismo le había regalado hacía ya tanto tiempo. Lo aferró contra
su pecho mientras cientos de lágrimas caían ya incesantes por su rostro sin que
pudiera detenerlas. Abrió con delicadeza el libro por la primera página. Justo
debajo de la dedicatoria que él escribió hacía años, aparecía otra frase, esta
vez de puño y letra de Francisca.
Por si no regreso…
- Pero afortunadamente has vuelto conmigo, amor -, susurró.
De pronto, una idea comenzó a forjarse en su mente mientras
un brillo travieso atravesaba sus ojos a pesar de las lágrimas.
- Voy a reconquistarte, Francisca -, se prometió. - Voy a
conseguir que vuelvas a enamorarte de mí, que me recuerdes…-. Sonrió mientras comenzaba a desvestirse. Después, se acostó
en la cama.
- Y pienso comenzar mañana mismo -.
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