- ¿Me estás diciendo que madre y Don Raimundo se…se…? -.
- Se querían Soledad -. Tristán terminó la frase por ella. -
Y aún se aman, con más fuerza si cabe. No han podido dejar de hacerlo durante
más de 40 años -.
La muchacha suspiró. - Me cuesta tanto creerlo hermano… aunque
siento que ahora mismo, por fin empiezan a encajar muchas cosas que antes no
comprendía -. Soledad rememoraba infinidad de acontecimientos pasados que
habían tenido como protagonistas a su madre y a Raimundo. - Ahora voy entendiendo
todo…Incluso lo mucho que han sufrido estando separados…-, se apenó sinceramente
por ellos. - Tristán -, volvió a dirigirse a su hermano, - ¿Y si resulta que
encima ahora…-, se detuvo con un nudo en la garganta - ¿Y si madre…? -.
- Dios no lo quiera, Soledad -. Ahora fue Don Anselmo quien
había interrumpido sus palabras. Había procurado mantenerse en un segundo plano
mientras los dos hermanos conversaban sobre los enamorados del piso de arriba. - Tu madre es fuerte y estoy convencido de que lo superará. Además
Raimundo…-, comenzó a santiguarse. -… parece haberle brindado los ánimos que
precisaba para comenzar esta lucha -. De nuevo volvió a hacerse de cruces. - Aunque
en mi opinión, debieron hacer un esfuerzo por contener sus… instintos carnales.-.
Se santiguó una vez más recordando la visión de Raimundo en cueros en el
dormitorio de la señora.
Tristán pensó en Pepa y en lo mucho que amaba a aquella
mujer.
- Don Anselmo, cuando se ama de esa manera no se debe pedir
perdón por los actos que uno comete fuera del matrimonio -.
El cura le miró reprobador. - Pasaré por alto tu comentario, muchacho. Como si mis oídos
no lo hubiesen escuchado -, sentenció mientras mordía un tierno bollo de canela
que una de las doncellas les había llevado hace un momento para el desayuno.
Justo en ese instante hicieron acto de presencia en el salón
una avergonzada Francisca y un sonriente Raimundo que la mantenía abrazada por
la cintura.
- Buenos días -, saludó Francisca, apelando a su orgullo
Montenegro para sobreponerse al hecho de que Raimundo y ella hubiesen sido
sorprendidos en aquella situación tan poco apropiada.
- Más para unos que para otros -, respondió con un cierto
deje de ironía Don Anselmo, que pegó otro mordisco a su bollito.
Tristán no pudo por menos que carcajearse ante la frase del
cura, la boca desencajada de su madre y el brillo burlón en los ojos de
Raimundo.
- No se apene madre, no es necesaria ninguna explicación. Lo
sabemos todo -, añadió tranquilamente Tristán.
Francisca le miró asustada.
- ¿Lo…lo sabes todo, hijo?-, miró de reojo a Raimundo que la
abrazó más fuerte dándole su apoyo.
- ¿Qué más hay que saber? -, preguntó arqueando las cejas. -
¿Que se han amado toda la vida? -, meneó sonriente la cabeza. - Si madre. Y
déjeme decirle que tanto Soledad como yo, no podemos sentirnos más felices por
ustedes dos -.
Francisca y Raimundo soltaron por fin, todo el aire que
estaban conteniendo. Durante un breve instante temieron que Tristán conociera
también la verdad sobre su origen. Ambos habían acordado que el joven tenía
derecho a saberlo, pero no ahora. No era el momento.
Soledad se acercó tímidamente a su madre. - Madre yo…-.
Sin pronunciar una sola palabra más, la joven se
echó a sus brazos. Francisca sintió el corazón explotar dentro del pecho ante
la reacción de su hija. La relación entre ellas siempre se había caracterizado
por un cariño frío y distante, por lo que aquella repentina muestra de afecto,
desbordó sus sentimientos. Poco a poco, ella misma fue levantando los brazos
hasta aferrarse dulcemente a su hija.
- Mi niña… -, musitó.
Tristán puso su brazo alrededor de los hombros de Raimundo
mientras ambos observaban la escena, en un gesto tan natural, que éste sintió
que el corazón se le escapaba por la boca. Tristán. Su hijo. No podía sentirse
más orgulloso.
- Doña Francisca...-, habló el cura rompiendo aquel íntimo
momento en familia. - Raimundo…-. A él le miró con el ceño fruncido. - Dada la
situación que se está viviendo en estos momentos, no voy a tener en cuenta el…-.
No era capaz de encontrar la palabra adecuada que describiese lo sucedido
minutos antes. -…el “espectáculo” que he tenido que soportar de buena mañana -.
Francisca soltó a su hija, apartándose de ella, no sin antes
brindarle una caricia en la mejilla, y se dirigió de nuevo hacia Raimundo.
Tomando su mano entre la suya.
- Siento mucho que haya tenido que soportarlo, padre. Pero
ese “espectáculo” como usted lo llama, es simple y llanamente amor. Mi amor por
Raimundo Ulloa -, declaró mirándole con absoluta adoración.
Dicho lo cual, tomó el rostro de Raimundo y lo besó con desenfrenada
pasión delante de todos los presentes.
Raimundo sonrió en mitad el beso y no pudo sino aferrar a
Francisca, sintiendo en ese momento una felicidad que hacía demasiado tiempo no
sentía. Soledad se abrazó tiernamente a su hermano, mientras los dos miraban
sonrientes a la pareja. Sin embargo, tras largos segundos en los que seguían
besándose como posesos, Tristán carraspeó un tanto turbado.
Raimundo y Francisca separaron sus enrojecidas bocas, más no
se soltaron ni un ápice. Tardaron aún unos momentos en recuperarse y en ser
conscientes de dónde estaban y sobre todo, con quién estaban. Despegaron su
abrazo para encontrarse con Tristán y Soledad con la cabeza agachada, un tanto
avergonzados por la pasión que desprendía de la pareja, y a un Don Anselmo
sentado en la butaca, dándose aire con una mano y santiguándose con la otra.
En ese momento llegó una de las doncellas con un sobre en la
mano.
- Disculpe señora, pero ha llegado esta carta para usted. Me
dijeron que es urgente -.
Entregó aquel sobre a Francisca, que se dispuso a abrirlo de
inmediato. Una vez leyó su contenido, miró a sus hijos y a Raimundo que la observaban
expectantes.
- Parece que al fin hay noticias -.
- ¿Qué ocurre madre? –, preguntó Tristán. - ¿Qué noticias son
esas? -, se acercó hacia ella. - Déjeme ver, por favor-. Tristán tomó la carta
y la leyó en silencio.
- Es del Doctor Palacios -, se dirigió a ellos. – Nos informa
que mañana mismo tenemos que estar en el hospital para la operación -. Se
dirigió a Francisca. - ¿Cómo se
encuentra madre? -.
Ella tan solo se abrazaba la cintura mientras una sombra de
temor cubría su mirada. Raimundo se acercó suavemente hacia ella
- No temas mi amor, todo saldrá bien -. Buscó tranquilizarla.
Ella le miró. - ¿Cómo puedes estar tan seguro Raimundo?-. Él
calló. Francisca sonrió irónicamente - ¿Ves? No lo estás… -, apartó la mirada,
agachando la cabeza. - Puede que hoy sea mi último día en este mundo…-.
Raimundo se aferró a ella con fuerza. No quería aceptarlo.
Dios no lo podía permitir… Él, que era un ateo confeso, recurría en ese momento
a Dios. Haría cualquier cosa si bastase para que su pequeña no se fuera de su
lado. Caminaría sobre lava ardiente en el mismísimo infierno si aquello pudiera
salvarla. Su mente racional apareció en el último momento acallando sus
divagaciones. Lo que debían hacer, era confiar en la pericia de los médicos y
sobre todo, en la fortaleza de ella.
- Doña Francisca -, habló Don Anselmo. - Sepa usted que rezaré
por su pronta recuperación. Los caminos del Señor son inescrutables. Y como
tal, debemos aceptar su voluntad, sea la que sea -.
- No es su Dios el que va a estar en esa mesa de operaciones,
Don Anselmo -, explotó con furia Raimundo. Después se giró hacia Francisca. – Iré
contigo amor mío, no pienso dejarte sola en este momento -.
- Pero Raimundo…- , comenzó ella a hablar, más él la silenció
con un leve roce de labios.
– Iré -, sentenció. - Y no hay más que hablar -.
Tristán sintió crecer en su interior una corriente de sincero
afecto por aquel hombre que ahora abrazaba a su madre. Se sentía
irremediablemente unido a él en su pena. Se alegró de contar con el apoyo de
Don Raimundo en estos momentos
- Será mejor que me retire -, se despidió Don Anselmo. - Imagino
que tendrán que comenzar con todos los preparativos para el viaje -, afirmó.
–Doña Francisca, le tendré presente en mis oraciones -, le dijo mientras
agarraba sus manos entre las suyas. - Tristán, muchacho -, se giró hacia él. – Te ruego me mantengas informado de todo lo
que acontezca. Y tú Soledad, niña…ten fe en el altísimo -. Después, se retiró
silenciosamente dejándoles a solas.
- Francisca, yo…-, comenzó a hablarle Raimundo. – He de ir a
casa para informar a Emilia y Sebastián de que marcho contigo mañana. Ellos
entenderán…-. Se volvió de pronto hacia Tristán. –Tristán…hijo…espero que no os
moleste que os acompañe…-, añadió apenado.
- Usted será bien recibido siempre Raimundo, y más en un
momento como este. Soy yo el que le pide que nos acompañe. Su presencia será
beneficiosa para mi madre, para Soledad y para mí también. En realidad, usted
es como un padre para mí -.
Raimundo sintió que el alma se le escapaba del pecho. Soledad
se acercó a él y le cogió tiernamente del brazo. – Así es, Raimundo -, añadió
dándole un suave beso en la mejilla, tratando de mitigar así el dolor que había
vislumbrado en los ojos de aquel gran hombre hacía tan solo un instante.
Francisca sentía que el suelo se caía bajo sus pies mientras
observaba la escena. “No me lleves aún,
Dios mío…déjame un poco más con él…” pensó mientras su corazón lloraba con
ella.
…………………
La casona estaba sumida en el más absoluto silencio.
Francisca se dirigió al despacho con una sola idea en la cabeza. Cerró la
puerta con llave tras de sí una vez estuvo en su interior. Necesitaba ese
momento de intimidad en el que iba a desnudar su alma. Para él. Para Raimundo.
Con los ojos anegados de lágrimas, tomó entre sus manos aquel
tesoro que había guardado durante años, y lo envolvió cuidadosamente. Después,
cogió su pluma dispuesta a expresar en palabras el desbordante amor que sentía
hacia su persona.
“Raimundo…
Siento que la felicidad
me embarga al saber que aún pervive en nosotros este amor que nos consume pero
a la vez nos da la vida. Vida… ¡cuán importante es para mí esta simple palabra
cuando siento que ahora se me escapa de las manos…! ¡Cuánto tiempo perdido sin
ti, mi amor!
Recuerda que nunca he
querido nada en este mundo que no fuera tu amor. No quiero otras palabras que
no sean las tuyas. No deseo otros besos que no sean los tuyos…Solo tú, amor de
todos mis tiempos…
Y si el destino decide
llevarme con él, piénsame Raimundo. Yo seguiré siendo tuya por encima de la
muerte. Deseo verte feliz, que leas esta carta y te sientas amado…pues mi
corazón tuyo ha sido siempre y lo será durante toda la eternidad.
Me diste de nuevo la
vida Raimundo. Porque para mí vivir, es haberte conocido…
Tu pequeña
Francisca”
Acercó esas líneas a sus labios y depositó en ellas un dulce
beso de despedida. Lo guardó en un sobre y lo colocó sobre el paquete. Después
se levantó, abrió la puerta y llamó a Rosario, su ama de llaves.
- ¿Deseaba algo Señora? -, le preguntó cuando estuvo frente a
ella.
Francisca suspiró. - He de pedirte un gran favor -, le dijo
mientras le requería con un gesto de la mano que la siguiera hasta el interior
del despacho. Cuando ambas estuvieron sentadas, Francisca volvió a hablarle. – Rosario, ¿cuánto hace que nos conocemos? -.
La mujer estudió a su señora.
- Muchos años ya, ama. Toda una vida. Desde que las dos no
éramos más que unas chiquillas que no levantaban más de dos palmos del suelo -.
Francisca sonrió de manera imperceptible
- Demasiados años Rosario, y siempre has estado a mi lado a
pesar de todo…-. La miró de reojo.- Sé que es grande el abismo de rencor que
ahora mismo existe entre nosotras después de todo lo que hemos vivido, pero no
quería marcharme sin...-, se detuvo. – Sin agradecerte todos los años que has
estado a mi servicio. Pero sobre todo, por cómo has cuidado de Tristán y
Soledad -. La voz se le quebraba.
Rosario se apiadó de ella y se arrodilló a su lado.
- Señora, no me tache de irrespetuosa por romper la distancia
que separa al patrón de su sirviente -. Francisca sonrió instándole a
continuar. - Sepa que no hice más que cumplir con mi obligación. Además a esos
muchachos los quiero como si fueran mis propios hijos -. Rosario tomó
suavemente su mano. - Además señora, usted no siempre fue así. El cruel destino
le jugó una mala pasada -. Frunció el ceño, recordando épocas pasadas. - Pero
siempre estamos a tiempo de enmendar nuestros errores, y usted ha comenzado
apenas ahora ese camino -, le sonrió.
- Gracias Rosario -, respondió con sinceridad. - Pero todo parece indicar que de lo que menos dispongo ahora es de
tiempo… -.
Rosario apretó su mano. - No piense así, Señora. La tendré presente
en mis oraciones. Por todo lo que hemos vivido juntas a lo largo de los años. Y
por aquella amistad que una vez compartimos y que no entendía de clases
sociales -.
Francisca la miró con lágrimas en los ojos y ambas mujeres se
unieron en un afectuoso abrazo. Tras varios minutos, enjugó sus lágrimas.
- Rosario, te hice venir también porque necesito que hagas
algo por mí -. Se levantó del asiento y se dirigió hacia su mesa. - Como ya
sabes, mañana temprano partimos hacia la capital -. Tomó el paquete entre sus
manos y lo aferró contra su pecho. - Necesito que cuando hayamos partido,
lleves este paquete a la posada y se lo entregues a Emilia, con la promesa de
que ella misma se lo hará llegar a Raimundo cuando regrese de la capital -.
Estaba realmente convencida que haría solo ese camino de vuelta. Sin ella. Se
giró hacia la mujer. – ¿Harías eso por mí, Rosario? -.
La mujer se acercó a Francisca y tomó el encargo con sumo
cuidado.
- Así se hará señora. Se lo prometo -.
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