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martes, 5 de mayo de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 5)



- ¿Me estás diciendo que madre y Don Raimundo se…se…? -.

- Se querían Soledad -. Tristán terminó la frase por ella. - Y aún se aman, con más fuerza si cabe. No han podido dejar de hacerlo durante más de 40 años -.

La muchacha suspiró. - Me cuesta tanto creerlo hermano… aunque siento que ahora mismo, por fin empiezan a encajar muchas cosas que antes no comprendía -. Soledad rememoraba infinidad de acontecimientos pasados que habían tenido como protagonistas a su madre y a Raimundo. - Ahora voy entendiendo todo…Incluso lo mucho que han sufrido estando separados…-, se apenó sinceramente por ellos. - Tristán -, volvió a dirigirse a su hermano, - ¿Y si resulta que encima ahora…-, se detuvo con un nudo en la garganta - ¿Y si madre…? -.

- Dios no lo quiera, Soledad -. Ahora fue Don Anselmo quien había interrumpido sus palabras. Había procurado mantenerse en un segundo plano mientras los dos hermanos conversaban sobre los enamorados del piso de arriba. - Tu madre es fuerte y estoy convencido de que lo superará. Además Raimundo…-, comenzó a santiguarse. -… parece haberle brindado los ánimos que precisaba para comenzar esta lucha -. De nuevo volvió a hacerse de cruces. - Aunque en mi opinión, debieron hacer un esfuerzo por contener sus… instintos carnales.-. Se santiguó una vez más recordando la visión de Raimundo en cueros en el dormitorio de la señora.

Tristán pensó en Pepa y en lo mucho que amaba a aquella mujer.

- Don Anselmo, cuando se ama de esa manera no se debe pedir perdón por los actos que uno comete fuera del matrimonio -.

El cura le miró reprobador. - Pasaré por alto tu comentario, muchacho. Como si mis oídos no lo hubiesen escuchado -, sentenció mientras mordía un tierno bollo de canela que una de las doncellas les había llevado hace un momento para el desayuno.

Justo en ese instante hicieron acto de presencia en el salón una avergonzada Francisca y un sonriente Raimundo que la mantenía abrazada por la cintura.

- Buenos días -, saludó Francisca, apelando a su orgullo Montenegro para sobreponerse al hecho de que Raimundo y ella hubiesen sido sorprendidos en aquella situación tan poco apropiada.

- Más para unos que para otros -, respondió con un cierto deje de ironía Don Anselmo, que pegó otro mordisco a su bollito.

Tristán no pudo por menos que carcajearse ante la frase del cura, la boca desencajada de su madre y el brillo burlón en los ojos de Raimundo.

- No se apene madre, no es necesaria ninguna explicación. Lo sabemos todo -, añadió tranquilamente Tristán.

Francisca le miró asustada.

- ¿Lo…lo sabes todo, hijo?-, miró de reojo a Raimundo que la abrazó más fuerte dándole su apoyo.

- ¿Qué más hay que saber? -, preguntó arqueando las cejas. - ¿Que se han amado toda la vida? -, meneó sonriente la cabeza. - Si madre. Y déjeme decirle que tanto Soledad como yo, no podemos sentirnos más felices por ustedes dos -.

Francisca y Raimundo soltaron por fin, todo el aire que estaban conteniendo. Durante un breve instante temieron que Tristán conociera también la verdad sobre su origen. Ambos habían acordado que el joven tenía derecho a saberlo, pero no ahora. No era el momento.

Soledad se acercó tímidamente a su madre. - Madre yo…-. 

Sin pronunciar una sola palabra más, la joven se echó a sus brazos. Francisca sintió el corazón explotar dentro del pecho ante la reacción de su hija. La relación entre ellas siempre se había caracterizado por un cariño frío y distante, por lo que aquella repentina muestra de afecto, desbordó sus sentimientos. Poco a poco, ella misma fue levantando los brazos hasta aferrarse dulcemente a su hija.

- Mi niña… -, musitó.

Tristán puso su brazo alrededor de los hombros de Raimundo mientras ambos observaban la escena, en un gesto tan natural, que éste sintió que el corazón se le escapaba por la boca. Tristán. Su hijo. No podía sentirse más orgulloso.

- Doña Francisca...-, habló el cura rompiendo aquel íntimo momento en familia. - Raimundo…-. A él le miró con el ceño fruncido. - Dada la situación que se está viviendo en estos momentos, no voy a tener en cuenta el…-. No era capaz de encontrar la palabra adecuada que describiese lo sucedido minutos antes. -…el “espectáculo” que he tenido que soportar de buena mañana -.

Francisca soltó a su hija, apartándose de ella, no sin antes brindarle una caricia en la mejilla, y se dirigió de nuevo hacia Raimundo. Tomando su mano entre la suya.

- Siento mucho que haya tenido que soportarlo, padre. Pero ese “espectáculo” como usted lo llama, es simple y llanamente amor. Mi amor por Raimundo Ulloa -, declaró mirándole con absoluta adoración.

Dicho lo cual, tomó el rostro de Raimundo y lo besó con desenfrenada pasión delante de todos los presentes.

Raimundo sonrió en mitad el beso y no pudo sino aferrar a Francisca, sintiendo en ese momento una felicidad que hacía demasiado tiempo no sentía. Soledad se abrazó tiernamente a su hermano, mientras los dos miraban sonrientes a la pareja. Sin embargo, tras largos segundos en los que seguían besándose como posesos, Tristán carraspeó un tanto turbado.

Raimundo y Francisca separaron sus enrojecidas bocas, más no se soltaron ni un ápice. Tardaron aún unos momentos en recuperarse y en ser conscientes de dónde estaban y sobre todo, con quién estaban. Despegaron su abrazo para encontrarse con Tristán y Soledad con la cabeza agachada, un tanto avergonzados por la pasión que desprendía de la pareja, y a un Don Anselmo sentado en la butaca, dándose aire con una mano y santiguándose con la otra.

En ese momento llegó una de las doncellas con un sobre en la mano.

- Disculpe señora, pero ha llegado esta carta para usted. Me dijeron que es urgente -.

Entregó aquel sobre a Francisca, que se dispuso a abrirlo de inmediato. Una vez leyó su contenido, miró a sus hijos y a Raimundo que la observaban expectantes.

- Parece que al fin hay noticias -.

- ¿Qué ocurre madre? –, preguntó Tristán. - ¿Qué noticias son esas? -, se acercó hacia ella. - Déjeme ver, por favor-. Tristán tomó la carta y la leyó en silencio.

- Es del Doctor Palacios -, se dirigió a ellos. – Nos informa que mañana mismo tenemos que estar en el hospital para la operación -. Se dirigió a Francisca.  - ¿Cómo se encuentra madre? -.

Ella tan solo se abrazaba la cintura mientras una sombra de temor cubría su mirada. Raimundo se acercó suavemente hacia ella

- No temas mi amor, todo saldrá bien -. Buscó tranquilizarla.

Ella le miró. - ¿Cómo puedes estar tan seguro Raimundo?-. Él calló. Francisca sonrió irónicamente - ¿Ves? No lo estás… -, apartó la mirada, agachando la cabeza. - Puede que hoy sea mi último día en este mundo…-.

Raimundo se aferró a ella con fuerza. No quería aceptarlo. Dios no lo podía permitir… Él, que era un ateo confeso, recurría en ese momento a Dios. Haría cualquier cosa si bastase para que su pequeña no se fuera de su lado. Caminaría sobre lava ardiente en el mismísimo infierno si aquello pudiera salvarla. Su mente racional apareció en el último momento acallando sus divagaciones. Lo que debían hacer, era confiar en la pericia de los médicos y sobre todo, en la fortaleza de ella.

- Doña Francisca -, habló Don Anselmo. - Sepa usted que rezaré por su pronta recuperación. Los caminos del Señor son inescrutables. Y como tal, debemos aceptar su voluntad, sea la que sea -.

- No es su Dios el que va a estar en esa mesa de operaciones, Don Anselmo -, explotó con furia Raimundo. Después se giró hacia Francisca. – Iré contigo amor mío, no pienso dejarte sola en este momento -.

- Pero Raimundo…- , comenzó ella a hablar, más él la silenció con un leve roce de labios. 

– Iré -, sentenció. - Y no hay más que hablar -.

Tristán sintió crecer en su interior una corriente de sincero afecto por aquel hombre que ahora abrazaba a su madre. Se sentía irremediablemente unido a él en su pena. Se alegró de contar con el apoyo de Don Raimundo en estos momentos

- Será mejor que me retire -, se despidió Don Anselmo. - Imagino que tendrán que comenzar con todos los preparativos para el viaje -, afirmó. –Doña Francisca, le tendré presente en mis oraciones -, le dijo mientras agarraba sus manos entre las suyas. - Tristán, muchacho -, se giró hacia él.  – Te ruego me mantengas informado de todo lo que acontezca. Y tú Soledad, niña…ten fe en el altísimo -. Después, se retiró silenciosamente dejándoles a solas.

- Francisca, yo…-, comenzó a hablarle Raimundo. – He de ir a casa para informar a Emilia y Sebastián de que marcho contigo mañana. Ellos entenderán…-. Se volvió de pronto hacia Tristán. –Tristán…hijo…espero que no os moleste que os acompañe…-, añadió apenado.

- Usted será bien recibido siempre Raimundo, y más en un momento como este. Soy yo el que le pide que nos acompañe. Su presencia será beneficiosa para mi madre, para Soledad y para mí también. En realidad, usted es como un padre para mí -.

Raimundo sintió que el alma se le escapaba del pecho. Soledad se acercó a él y le cogió tiernamente del brazo. – Así es, Raimundo -, añadió dándole un suave beso en la mejilla, tratando de mitigar así el dolor que había vislumbrado en los ojos de aquel gran hombre hacía tan solo un instante.

Francisca sentía que el suelo se caía bajo sus pies mientras observaba la escena. “No me lleves aún, Dios mío…déjame un poco más con él…” pensó mientras su corazón lloraba con ella.

…………………

La casona estaba sumida en el más absoluto silencio. Francisca se dirigió al despacho con una sola idea en la cabeza. Cerró la puerta con llave tras de sí una vez estuvo en su interior. Necesitaba ese momento de intimidad en el que iba a desnudar su alma. Para él. Para Raimundo.

Con los ojos anegados de lágrimas, tomó entre sus manos aquel tesoro que había guardado durante años, y lo envolvió cuidadosamente. Después, cogió su pluma dispuesta a expresar en palabras el desbordante amor que sentía hacia su persona.

“Raimundo…

Siento que la felicidad me embarga al saber que aún pervive en nosotros este amor que nos consume pero a la vez nos da la vida. Vida… ¡cuán importante es para mí esta simple palabra cuando siento que ahora se me escapa de las manos…! ¡Cuánto tiempo perdido sin ti, mi amor!

Recuerda que nunca he querido nada en este mundo que no fuera tu amor. No quiero otras palabras que no sean las tuyas. No deseo otros besos que no sean los tuyos…Solo tú, amor de todos mis tiempos…

Y si el destino decide llevarme con él, piénsame Raimundo. Yo seguiré siendo tuya por encima de la muerte. Deseo verte feliz, que leas esta carta y te sientas amado…pues mi corazón tuyo ha sido siempre y lo será durante toda la eternidad.

Me diste de nuevo la vida Raimundo. Porque para mí vivir, es haberte conocido…

Tu pequeña
Francisca”

Acercó esas líneas a sus labios y depositó en ellas un dulce beso de despedida. Lo guardó en un sobre y lo colocó sobre el paquete. Después se levantó, abrió la puerta y llamó a Rosario, su ama de llaves.

- ¿Deseaba algo Señora? -, le preguntó cuando estuvo frente a ella.

Francisca suspiró. - He de pedirte un gran favor -, le dijo mientras le requería con un gesto de la mano que la siguiera hasta el interior del despacho. Cuando ambas estuvieron sentadas, Francisca volvió a hablarle.  – Rosario, ¿cuánto hace que nos conocemos? -.

La mujer estudió a su señora.

- Muchos años ya, ama. Toda una vida. Desde que las dos no éramos más que unas chiquillas que no levantaban más de dos palmos del suelo -.

Francisca sonrió de manera imperceptible

- Demasiados años Rosario, y siempre has estado a mi lado a pesar de todo…-. La miró de reojo.- Sé que es grande el abismo de rencor que ahora mismo existe entre nosotras después de todo lo que hemos vivido, pero no quería marcharme sin...-, se detuvo. – Sin agradecerte todos los años que has estado a mi servicio. Pero sobre todo, por cómo has cuidado de Tristán y Soledad -. La voz se le quebraba.

Rosario se apiadó de ella y se arrodilló a su lado.

- Señora, no me tache de irrespetuosa por romper la distancia que separa al patrón de su sirviente -. Francisca sonrió instándole a continuar. - Sepa que no hice más que cumplir con mi obligación. Además a esos muchachos los quiero como si fueran mis propios hijos -. Rosario tomó suavemente su mano. - Además señora, usted no siempre fue así. El cruel destino le jugó una mala pasada -. Frunció el ceño, recordando épocas pasadas. - Pero siempre estamos a tiempo de enmendar nuestros errores, y usted ha comenzado apenas ahora ese camino -, le sonrió.

- Gracias Rosario -, respondió con sinceridad. - Pero todo  parece indicar  que de lo que menos dispongo ahora es de tiempo… -.

Rosario apretó su mano. - No piense así, Señora. La tendré presente en mis oraciones. Por todo lo que hemos vivido juntas a lo largo de los años. Y por aquella amistad que una vez compartimos y que no entendía de clases sociales -.

Francisca la miró con lágrimas en los ojos y ambas mujeres se unieron en un afectuoso abrazo. Tras varios minutos,  enjugó sus lágrimas.

- Rosario, te hice venir también porque necesito que hagas algo por mí -. Se levantó del asiento y se dirigió hacia su mesa. - Como ya sabes, mañana temprano partimos hacia la capital -. Tomó el paquete entre sus manos y lo aferró contra su pecho. - Necesito que cuando hayamos partido, lleves este paquete a la posada y se lo entregues a Emilia, con la promesa de que ella misma se lo hará llegar a Raimundo cuando regrese de la capital -. Estaba realmente convencida que haría solo ese camino de vuelta. Sin ella. Se giró hacia la mujer. – ¿Harías eso por mí, Rosario? -.

La mujer se acercó a Francisca y tomó el encargo con sumo cuidado.

- Así se hará señora. Se lo prometo -.

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