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miércoles, 20 de mayo de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 10)



Aún no podía creer que en un momento, hubiera dado al traste con todo. Raimundo abrió la puerta de la casa de comidas completamente empapado, pero en absoluto notaba la humedad que lo cubría. Sentía que lo había echado todo a perder por un estúpido momento de debilidad. No había sido capaz de controlarse, y ahora Francisca estaba asustada. El hecho de que hubiese huido de él lo había dejado demasiado claro. Al ver entrar a su padre en semejante estado, Emilia corrió hacia él.

- ¡Pero padre, mire cómo viene! -. Le ayudó a quitarse la chaqueta. – Hágame el favor de subir a su cuarto de inmediato y quítese esta ropa mojada si no quiere pillar una pulmonía -.

Raimundo miró entristecido a su hija.

–De acuerdo Emilia…La verdad es que no me siento demasiado bien -.

Ella le miró preocupada. – Ande suba y descanse… -, le sugirió mientras besaba su mejilla.

Subió a su cuarto y cerró la puerta tras de sí. Se acercó a la ventana sin poder apartar a Francisca de sus pensamientos. Con toda probabilidad estaría asustada de él y de su comportamiento. Pensó con desesperación si ya no querría volver a verle más. De pronto paró en seco aquellas cavilaciones. Él la había besado, ciertamente. Pero Francisca…

¡Ella también le había devuelto el beso! Un atisbo de esperanza se abrió paso en él. Volvió a sentirse con fuerzas renovadas. Quizá no está todo perdido. Sin duda, lo que debería hacer a partir de ahora, sería dejar pasar un tiempo prudencial antes de intentar volver a verla. Pero tendría que cerciorarse de si Francisca estaba empezando a sentir algo por él. Se giró y descubrió encima de la mesita de noche el libro de poemas de Rosalía de Castro que ella le había enviado. Lo tomó en sus manos con suavidad y acarició las tapas.

- Tú me vas a ayudar… -.

………….

Había estado todo el día esperando inútilmente a que Raimundo pusiera los pies en la casona. Y sin embargo, no había así. No se había presentado a visitarla ni había dado aviso de  que aquella tarde no pensaba acudir a verla. Ella, que no había hecho otra cosa durante el día que anhelar el momento en que pudiese disfrutar nuevamente de su compañía tras lo ocurrido la tarde pasada, se sintió profundamente apenada. Y decepcionada. Para casi de inmediato dar paso a otro tipo sentimiento. Se sintió furiosa. ¿Cómo osaba a comportarse con ella de manera tan descortés? No podía besarla de aquella forma tan apasionada para luego actuar como si nada hubiera pasado. Se paseaba arriba y abajo por la biblioteca visiblemente enfadada. Ni siquiera había tocado la infusión que, como cada noche, la doncella le había llevado minutos antes y que le ayudaba a conciliar el sueño. Se sentía demasiado alterada como para pegar ojo aquella noche. De pronto, una idea cruzó de su mente. Sonrió.

…………..

La noche se cernía cerrada sobre la casona. Tristán y Soledad habían retirado a sus habitaciones hacía ya un buen rato. Bajó sigilosa las escaleras dispuesta a salir de la casa sin ser vista. Llegó hasta la cocina para escabullirse por la puerta que comunicaba ésta con el jardín. Detuvo sus pasos cuando cayó en la cuenta de que desconocía por completo qué camino debía tomar para llegar hasta la taberna del pueblo, regentada por Emilia y el propio Raimundo, tal y como él le había referido durante alguna conversación.

Miró hacia un lado y luego hacia el otro. ¿Hacia dónde debía ir? Comenzó a caminar siguiendo su propia intuición. Se le escapó un bufido irritado mientras se arrebujaba en su abrigo, pues la noche se presentaba fresca.

Al cabo de unos minutos, le pareció divisar dos bultos en la lejanía. Agudizó un poco más la vista tratando de enfocar con algo más de claridad. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se trataba de dos hombres jóvenes. Si se acercaba a ellos, tal vez podría preguntarles cómo llegar hasta la Casa de Comidas.

Alfonso y Ramiro, ambos hijos de Rosario, el ama de llaves de Francisca,  regresaban a su casa después de un duro día de labor. El capataz les había hecho trabajar hoy de sol a sol construyendo un pequeño dique en la ribera alta del rio. Tan absortos estaban en su conversación que no advirtieron la presencia de Francisca hasta que casi chocaron con ella.

- Disculpe Señora, no le habíamos vis… -. El mayor de los muchachos se quedó sin habla al ver que tenían ante él a la mismísima Francisca Montenegro. Miró a su hermano, que evidenciaba el mismo estupor y desconcierto que él.

Francisca saltaba la mirada de uno a otro sin comprender a qué venían aquellas caras de extrañeza. ¡Ni que hubieran visto un fantasma!

- Disculpad muchachos -, les dijo. – Me dirijo hasta la taberna del pueblo, pero no sé muy bien cómo llegar…-, explicó algo molesta ya con la actitud de ambos, que seguían observándola con la misma cara bobalicona que habían mostrado desde que se encontraron. Más, ahora no tenía tiempo de pararse a pensar a qué era debido. Tenía demasiada prisa por llegar a su destino. Meneó la cabeza y prosiguió. - ¿Seríais tan amables de acompañarme o indicarme el camino? -.

Silencio. No hubo ninguna respuesta por su parte. Francisca comenzaba a impacientarse y a sentirse un tanto irritada ya que esos dos no dejaban de mirarla.

- ¿Sabéis hablar? -, terminó preguntándoles burlona.

Ramiro dio un codazo a su hermano haciéndole reaccionar. – Eh…si claro, señora. Le ruego nos disculpe -. Se quitó la gorra haciéndola girar nervioso entre sus manos. – Nosotros mismos podemos acompañarle si así lo desea -. Miró de reojo a su hermano. – Estos caminos son peligrosos para que una mujer sola se aventure por ellos, y más a estas horas de la noche -.
 
Francisca sonrió a ambos con sincero agradecimiento. – Muchísimas gracias -, le dijo al joven tomando sus manos. – Me llamo Francisca Montenegro, y debo decir que es un placer conocer a unos chicos tan atentos -. Los muchachos se miraron con asombro. Si en ese instante alguien les hubiera cortado una mano con la azada, de seguro que no habrían sangrado ni una gota.

– Yo soy Ramiro señora, y este…-, le dijo señalando a su hermano –…es mi hermano Alfonso. Somos hijos de Rosario -.

Francisca no pudo alegrarse más ante tal hecho. - ¡Rosario! -. Agarró a cada uno del brazo sin borrar la sonrisa que se había dibujado en su rostro. - ¡Qué mujer más encantadora vuestra madre! -. Los dos hermanos pensaron que se desmayarían ante tanta amabilidad de aquella mujer a la que habían temido desde niños. - ¿Nos vamos? -, les apremió.

- Ojalá no recuperase la memoria… -, le susurró Ramiro a su hermano junto al oído. – Esta Francisca me gusta mucho más -.

Éste, arreó un capón a Ramiro antes de volverse hacia la Doña. –Pues…cuando usted disponga, Señora -.

Llegaron hasta la casa de comidas envueltos en un cómodo silencio. Los hermanos apenas se habían atrevido a hablarle en todo el camino, que afortunadamente, no fue demasiado largo.

Alfonso se adelantó unos pasos y fue el primero en entrar en la taberna. Buscó a Emilia con la mirada hasta que la encontró al fondo del local sirviendo a un vaso de vino a uno de los parroquianos.

- ¡Alfonso! -, sonrió al verle acercarse. - ¿Cómo tu por aquí a estas…? ¡¿Se puede saber qué haces?! -. El joven la había agarrado del brazo llevándola a un sitio más alejado.

- Verás Emilia, hemos venido acompañando a Doña Francisca -, le dijo en voz baja. – Creo que quiere ver a tu padre -.

Emilia abrió los ojos todo lo que pudo. - ¿En serio? -. Apenas hubo terminado de formular la pregunta, pudo ver cómo entraba por la puerta acompañada de Ramiro.

– Doña Francisca -, la saludó. Ambas mujeres pasaron varios segundos observándose mutuamente en silencio. Finalmente, Francisca fue la que rompió el hielo.

- Tú eres Emilia, ¿no es cierto? -, preguntó acercándose sonriente hasta  ella. – Yo… -, comenzó a titubear. - Bueno, me gustaría hablar con Raimundo, si es que fuera posible -.

La muchacha no daba crédito a lo que veían sus ojos. Francisca Montenegro parecía un corderillo.

– Mi padre no se encuentra en este momento, señora -, le dijo. Francisca frunció el ceño visiblemente contrariada. Emilia prosiguió. – Pero estoy segura de que no tardará. Si lo desea… -, le ofreció asiento en una de las mesas más apartadas, con el fin de que nadie pudiera importunarla. -… puede esperarle aquí -.

Francisca sonrió. Por supuesto que le esperaría. Quería  poder tener la oportunidad de mirarle cara a cara y preguntarle por qué la había besado de aquella manera que era incapaz de olvidar. Un escalofrió recorrió su espalda. Había llegado el momento de conocer cuál era realmente la relación que le unía a Raimundo Ulloa.

La puerta de la taberna se abrió y todos se giraron. Raimundo se había quedado de piedra. Sus ojos recorrieron con lentitud la esbelta figura de Francisca que se encontraba frente a él y le miraba con las mejillas arreboladas. Estaba absolutamente preciosa.

- Raimundo -, musitó su nombre. - Volvemos a vernos -. Se acercó a él hasta apenas quedar a unos pasos. – Creo que tú y yo tenemos que hablar -.

Él asintió. – Será mejor que vayamos a un lugar más discreto en el que podamos estar a solas -. Tomó su brazo suavemente y juntos se encaminaron hasta su habitación, situada en la posada adyacente a la taberna, también propiedad de ellos.

Abrió la puerta de su cuarto y juntos pasaron al interior. El silencio era incómodo. Ambos se mostraban visiblemente nerviosos con la situación. Pero también expectantes. Raimundo se despojó de su chaqueta, poniéndola cuidadosamente sobre el respaldo de la silla. Después, se enfrentó a ella.

Francisca respiraba con dificultad. Todo el valor que había demostrado al salir a hurtadillas de su casa en plena noche para poder saber la verdad de su pasado en boca de Raimundo, parecía haberse esfumado por arte de magia. Era plenamente consciente de que se encontraba a solas con él, y además, en su habitación.

Raimundo observaba todas las expresiones de su rostro. Le sonrió con ternura y se acercó a ella suavemente. Comprobó con satisfacción cómo ella daba un ligero respingo ante su cercanía. Una buena señal, pensó.

- ¿Qué te trae por aquí, Francisca? –, le preguntó suavemente. – Y más teniendo en cuenta las horas… -.

Ella quiso responder rápidamente a su pregunta, aunque pensándolo fríamente, en aquel momento se sentía algo ridícula con su comportamiento.

¿Qué vas a decirle?, se dijo. ¿Qué viniste a verle porque te morías por estar cerca de él aunque solo fuera un instante? ¿Que tú…? ¿Que le amas?

El descubrimiento y posterior reconocimiento de que se había enamorado irremediablemente de ese hombre que estaba frente a ella, la asustó sobremanera. ¿Y si Raimundo no sentía lo mismo por ella?

Frunció el ceño. Su mente no paraba de dar vueltas, buscando una explicación lógica a lo que estaba sucediendo.

Pero…él me besó…

Cientos, miles de preguntas bullían en su mente, despertando en ella un ligero dolor de cabeza. Llevó lentamente los dedos a sus labios, recordando vívidamente el beso de ayer.

Raimundo se quedó sin respiración. Conocía perfectamente qué significaba ese inocente gesto.

Francisca sintió su mirada sobre ella. Presa de un repentino nerviosismo, comenzó a moverse por la habitación mientras él la seguía con la mirada. Expectante.

- Verás…yo… -, le dijo finalmente, rompiendo el silencio. Ni siquiera sabía por dónde empezar – Es decir, tú… -. Parecía una chiquilla asustada ante el hombre que amaba.

Raimundo tomó tiernamente sus manos entre las suyas. – Háblame, Francisca… -.

Ella miró sus ojos y sintió que el corazón se le paraba. En ellos vio reflejada la respuesta a todas sus preguntas. A todas sus dudas. Raimundo parecía amarla de igual forma, más decidió no fiarse de intuiciones. Ansiaba escucharlo de sus labios.

- Raimundo –, susurró. – Ayer… tú… -.

Qué delicia suponía verla así. Estar allí, junto a ella, le transportaba a un tiempo que de pronto le pareció demasiado lejano. Ambos volvían a ser unos chiquillos que despertaban al amor. Sonrió con nostalgia. El vivo recuerdo de ese amor era lo que le había mantenido con vida todos estos años. Había tocado una vez más la felicidad con la punta de los dedos cuando sus almas se habían reencontrado hacía unas semanas. Y ese mismo amor, era el que le había sostenido cuando Francisca perdió la memoria.

- Eso ya lo habías dicho… -. A pesar de todo, no podía evitar picarla. - ¿Qué es lo que te preocupa? -.

Ella le miró con enfado. ¿Qué es lo que me preocupa? ¿Cómo se atrevía a formularle semejante pregunta? ¿Cómo osaba burlarse de ella de manera tan descarada? Se apartó de él.

– Tan solo quería saber porque no habías venido hoy a visitarme, eso es todo -, le respondió con todo el orgullo del que pudo hacer gala. - Me preocupaba la idea de que algo te hubiese ocurrido -.

Raimundo sonrió. – Creo que en realidad, lo que te ha traído hasta aquí es conocer porqué te besé ayer tarde, y lo que es más importante -. Ahora fue él quien se acercó hasta ella. - Por qué no he vuelto junto a ti para repetirlo -.

Francisca se giró hacia él, visiblemente enfadada.

– Serás presuntuoso y... -.

Toda su palabrería quedó suspendida en el aire cuando contempló la mirada tan cargada de amor que le estaba dedicando Raimundo. Suspiró de felicidad cuando Raimundo abrió de pronto los brazos, haciéndole sentir que no tenía ya poder ninguno sobre su cuerpo. Corrió a refugiarse en ellos, uniéndose en un abrazo infinito. Se aferró a su pecho, temiendo que si le soltaba todo se esfumaría ante sus ojos.

Raimundo solo podía dar gracias a la vida, porque a pesar de que Francisca seguía sin recordar nada acerca de su pasado, el amor había renacido en ellos. Tendrían una segunda oportunidad. Poco o nada le importaba ya si ella recuperaba alguna vez o no la memoria. Lo único que le importaba es que ella le amaba.

Francisca abrió lentamente los ojos. Se sentía tan llena de dicha, tan llena de amor por él… Nada más podía pedirle a la vida. Algo llamó de pronto su atención.

Sobre la mesilla, al lado de la cama, divisó un pequeño y desgastado libro que le resultaba incomprensiblemente familiar. Raimundo, ajeno a lo que ella acababa de descubrir, notó que Francisca se separaba muy despacio de él para luego ir a por…

El corazón pareció querer salírsele por la boca cuando se dio cuenta de aquello que había captado su atención. El libro de poemas de Rosalía de Castro que él le había regalado cuando no eran más que unos muchachos. Miró Francisca. Ella parecía reconocerlo.

Francisca había tomado el libro entre sus manos, y se dedicaba a pasar página tras página sin entender por qué sentía aquella extraña opresión en el pecho. Pareciera como si tuviera una especial conexión con aquel libro. Deslizaba suavemente los dedos por cada una de las páginas hasta que llegó a la primera de ellas. Encontró una dedicatoria.

”Que estas rimas sean el principio de una pasión compartida”

R."

R. Raimundo. Estaba plenamente convencida de que se trataba de él.

¿Qué era aquello que sentía en su pecho ante tales palabras? Alzó una de sus manos hasta la frente. Lo que había comenzado hacía unos instantes como un ligero malestar en la cabeza, se estaba convirtiendo en insoportable dolor. Raimundo la contemplaba sin saber si debía acercarse hasta ella o no. El aire se había vuelto espeso en la habitación y solo los tortuosos latidos de su corazón, rompían en silencio.

Un pinchazo en la sien le provocó tal dolor que le obligó a  cerrar con fuerza los ojos mientras el libro caía de sus manos. Asustado, Raimundo acortó la distancia que los separaba, agarrándole con firmeza por la cintura

- Pequeña mía… ¿estás bien? –, su voz sonaba preocupada. Francisca se tensó ante ese apelativo cariñoso.

- ¿Cómo…? ¿Cómo me has llamado? -.

Le miró a los ojos, ahogando un grito. Por fin podía verlo todo claro. Una sucesión de imágenes comenzaron a surcar incesantes su mente: Raimundo de niño, jugando con ella… los dos corriendo por el campo… su primer beso… la primera vez que hicieron el amor…

También sentía angustia y mucho dolor. Años interminables de dura  separación y de un amor oculto bajo el velo de la enemistad.

Su enfermedad.

Francisca llevó las manos a sus labios. Seguía recordando sin poder evitarlo. Raimundo besándola mientras ella lloraba. El hospital. Su despedida... A partir de ahí, oscuridad. Y sin embargo ella estaba viva. Había sobrevivido. Y ahora estaba ahí, junto él.

- Raimundo…-, susurró con los ojos anegados en lágrimas.

El tiempo se detuvo al tiempo que la felicidad explotaba de lleno en su pecho. Francisca, su pequeña… Se sentía tan afortunado de tenerla… Con solo mirar sus ojos, supo que ella había empezado a recordarlo todo.

Francisca llevó sus manos al rostro de Raimundo, tomándolo con delicadeza. Besó sus ojos con tanta ternura como era capaz.

– Mi amor, he vuelto… -. Susurró. - Estoy aquí contigo…para siempre... -.

Raimundo tomó sus labios mientras sentía que la vida volvía de nuevo a sonreírle. Francisca enlazó los brazos alrededor de su cuello y respondió con fervor a su beso. No precisaban palabras. Tan solo necesitaban sentirse.

Sus bocas no deseaban soltarse, pero se vieron irremediablemente obligadas a hacerlo. Sus alientos se entremezclaban mientras se miraban a los ojos.

- Te he echado tanto de menos… -.

Francisca cerró los ojos mientras Raimundo recorría el contorno de su rostro con el roce de sus labios. El amor que sentía por ella le desgarraba de tal manera las entrañas, que le hacía desfallecer para luego volver a la vida. La amaba con todo su ser. Adoraba todas y cada una de sus expresiones. Aquel endiablado carácter… pero también esa dulzura que ella se empeñaba en ocultar y que él lograba sacar al exterior.

- Raimundo… -. Su voz casi sonaba a súplica. – No permitas que vuelva a alejarme de ti… -. Se aferró con fuerza a su cuello. – No quiero perder esta oportunidad que me da de nuevo la vida –. Le miró a los ojos. – Me da igual la finca, me da igual la empresa… -, sonrió. – Hasta en un simple chozo en mitad del campo sería feliz si tú estuvieras a mi lado -.

Raimundo la miró esperanzado. - ¿Serías capaz de renunciar a todo por mí? -.

Francisca acarició su rostro. - ¿Acaso no renuncié a mi vida cuando te conocí…? –, ocultó su rostro en el hueco de su cuello. – Dejé de pertenecerme para ser completamente tuya Raimundo… -.

La abrazó con fuerza contra su pecho, temiendo que pudiera desaparecer una vez más. - Amor mío… –, se apartó de ella lo suficiente para poder mirarle directamente a los ojos. – Yo no quiero que renuncies a nada –. Sus dedos sostenían firmemente su cintura. – Tan solo quiero que me incluyas en tu vida –. Besó fugazmente sus labios. – Además…no creo que pudieras estar demasiado tiempo sin poder controlarlo todo -, le sonrió burlón.

Francisca le golpeó suavemente en el brazo. - ¿Y qué culpa tengo yo de estar rodeada de ineptos que no saben hacer ni dos…? –.

Se quedó en silencio, completamente frustrada al ver que Raimundo estallaba en carcajadas. Finalmente, ella también sonrió. En el fondo sabía que Raimundo tenía razón. No le gustaba perder el control y sabía que si en algún momento ocurriera, terminaría volviéndose loca.

Volvieron a perderse en una sucesión de besos y caricias. Suaves. Sin prisas. Sintiéndose felices por el simple hecho de estar juntos.

- Francisca, es tarde… -, dijo Raimundo. – Será mejor que te quedes aquí conmigo esta noche. Lo último que deseo es tener que separarme de ti -.

Ella le sonrió. – Ni yo deseo irme Raimundo -. Tomó sus manos entre las suyas. – Quiero que el amanecer me descubra a tu lado -.

Raimundo se derritió ante sus palabras. Su amor por ella le desbordaba. - Vida mía… -.
Francisca cerró los ojos acomodándose en el pecho de Raimundo. Mientras de sus labios escapaba un suspiro.

Al fin, se encontraba de nuevo en su hogar.

1 comentario:

  1. Pero si esto es lo que queremos los RAIPAQUISTAS, amor ternura,pasión.
    Que bello artículo, me encanto, enhorabuena !!!!!

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