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viernes, 28 de agosto de 2015

DUERME, MI NIÑO (Parte 2)



Abandonó con premura la estancia hasta que llegó a un pequeño patio. Allí, ajena a miradas indiscretas, rompió en inconsolable y silencioso llanto, apoyando su debilitado cuerpo en la pared.

- Francisca…-. Susurró de pronto una voz frente a ella.

Con los ojos anegados en lágrimas, alzó la mirada para encontrarse con la de Raimundo.

- Francisca…-, volvió a repetir él con la voz rota, mientras una de sus manos pugnaba por moverse temblorosa hacia ella. Era perfecto conocedor de los verdaderos sentimientos de Francisca por su hijo a pesar de que sus actos o sus palabras no acompañasen a dicho sentir. Más, lo sabía. Tristán era la persona que más amaba en este mundo, por encima de todas las cosas. Por encima incluso de ella misma.

Con lo que no contaba era con encontrarla aquella noche. Y mucho menos, en aquel estado. Ahondando aún más en el dolor que le embargaba por la pérdida de su hijo. Su mente y su corazón habían estado con ella desde que se sucedió el trágico deceso, sabiendo que Francisca sería la única persona que comprendería lo que él mismo estaba sufriendo.

Su hijo, su muchacho, muerto.

Francisca lloraba en silencio. Sus mejillas estaban bañadas en llanto y sus ojos le miraban sin ver. Estaba tan destrozada por el dolor, que el suyo propio abrazó al de ella.

- Raimundo…-, sollozó con la voz ronca por las lágrimas. - Raimundo…-, repitió antes de correr tambaleándose hasta sus brazos. Aferrándose a las solapas de su chaqueta.

Lloró por su hijo muerto. Por todos los años perdidos inútilmente. Por todas las veces que quiso abrazarlo y su orgullo fue más fuerte. Por todas las caricias que su pequeño niño le regaló antes de que un muro de indiferencia se estableciese entre ambos. Por no haber sabido ser una buena madre.

Por no haberle demostrado que él era su vida entera.

- Raimundo, mi niño -, gimió con dolor. - Nuestro…hijo…-.

Él la estrechó contra su pecho, uniéndose a su llanto. Aferrándose a su pena, que era también la suya. - Lo sé, mi amor, lo sé…-, respondió meciéndola con ternura entre sus brazos. - Nuestro pequeño…-.

Segundos que se convirtieron en minutos. Abrazados, consolando y siendo consolados. Entre sus brazos se sentía segura, protegida. Comprendida. Solo él para compartir su dolor.

Raimundo besaba su sien mientras sus lágrimas se mezclaban con las suyas. Solo Francisca para comprender su propio dolor.

La llegada de la comitiva que portaba el cuerpo de Tristán, les obligó a desviar la mirada. Un frío ataúd se llevaba al hijo de sus entrañas. Raimundo se vio obligado a sostener a Francisca, que sentía desfallecer a cada paso que el cortejo fúnebre daba.

Después, el silencio.

Francisca escondió en el pecho de Raimundo el grito desgarrador que brotó de su garganta y que ya no pudo contener, mientras las lágrimas hacían aparición con más fuerza si cabe que antes.

- Abrázame, amor -, le suplicó Raimundo. - Abrázame porque yo también me siento morir -.

Se sostuvieron el uno al otro sin pronunciar palabra. No era necesario decir nada para comprender el sufrimiento que ambos portaban.

- Raimundo -.

Pedro, el alcalde, llamó su atención, y con una leve inclinación de cabeza, le solicitó que se acercara hasta él.

- Raimundo, siento interrumpir pero tu hijo va camino del Jaral y precisamos que nos acompañes para ultimar algunos detalles del funeral -.

Él volvió su mirada llorosa a Francisca, que se mantenía con la cabeza gacha, abrazándose por la cintura. - Ella me necesita mucho más -, miró de nuevo al alcalde. - Y yo la necesito a ella -.

Regresó a su lado, tomándola suavemente por el mentón. - Vamos Francisca -, musitó. - Te acompañaré hasta casa -.

Solo el silencio los acompañó a ambos en el trayecto hasta la Casona. Francisca no se había opuesto a que él la acompañase. Y aunque así hubiera sido, él no le habría permitido regresar sola y menos en ese estado. Y por qué negarlo, su compañía era lo único que realmente le reconfortaba en tan aciago momento.

Resultaba curioso después de todo lo que habían vivido. O precisamente por eso mismo. No concebía compartir esos dolorosos momentos con otra persona que no fuese ella. Y su destrozado corazón encontraba un motivo de júbilo en mitad de tanta desdicha, al darse cuenta de que a Francisca parecía ocurrirle lo mismo.

Miró de reojo para poder observarla. Se mantenía con la cabeza gacha, los ojos apenas visibles y cientos de lágrimas resbalando por su rostro. Siempre en silencio. Siempre en mudo dolor. Y solo pudo aferrarla más contra su pecho.

Los muros de la Casona fueron tomando forma ante ellos. Más fríos y duros que de costumbre, quizá sabedores de la inmensa pena que iban a albergar en el futuro.

- Trata de descansar -, acarició su mejilla con la yema de los dedos cuando estuvieron junto a la puerta. Aguardó que Francisca saliera de su encierro interior y le mirase a los ojos, pero no fue así. - Yo…-, titubeó. - Si necesitaras cualquier cosa…-.

Nuevamente silencio.

Raimundo suspiró. No deseaba dejarla. Ni por ella, ni por él mismo. - Te veré mañana en el entierro -.

Fue soltándola paulatinamente y muy a su pesar. Sintiendo un intenso frío cuando al fin estuvieron separados. No le dio tiempo siquiera a dar media vuelta. Sintió la mano de Francisca entre la suya. Cálida y suave.

- No te marches…-. Susurró apenas con un hilo de voz.

- ¿Qué? -, le preguntó él. Apenas podía escucharla pese a estar a su lado.

Francisca alzó la mirada por primera vez desde que abandonaron el pueblo. - No te marches, Raimundo -, repitió sin soltar su mano. - No creo que pueda sobrevivir a esta noche sin ti -.

Él, simplemente miró sus manos unidas y las estrechó aún más. Francisca volvió a refugiarse en su pecho mientras comenzaban a subir lentamente las escaleras que llevaban hasta su alcoba. Jamás habían estado tan unidos como en ese momento. Y el motivo no podía ser más desgarrador.

Separó un instante su mano de su espalda para poder abrir la puerta de la habitación. Avanzó con Francisca casi por inercia hasta la cama, ayudándole a sentarse en ella. Quiso apartarse para acercar uno de los butacones hasta la cama y poder velar así su sueño. El dolor que él mismo sentía, era indescriptible más supo reponerse para ser fuerte por los dos.

Por segunda vez aquella noche, Francisca le detuvo tomando su mano con suavidad. 

- No…-, sollozó. - No te separes de mí, Raimundo, por favor. Te lo suplico…-.

Se sentía tan sola…tan desvalida…Solo con él su dolor era más llevadero. Raimundo se sentó junto a ella, acariciando la palma de su mano con el pulgar. - No voy a dejarte Francisca. Sé muy bien cómo te sientes -, musitó. - También era mi hijo -.

Ella volvió sus ojos a él y alzó su mano para tocar su mejilla. - No pudimos estar juntos cuando nuestro hijo llegó a la vida -, cerró los ojos. - Y ahora lo estamos en su muerte -. Volvió a abrirlos, cruzándolos con los de él. - No creo que pueda seguir adelante. No creo que pueda resistir este golpe, Raimundo…-.

Él apoyó su frente en la de ella. - Podrás, Francisca -, murmuró. - Podremos, aunque ahora esta inmensa tristeza nos desgarre por dentro -.

Se acopló en la cama, apoyando su espalda en el cabecero, arrastrando a Francisca con él, que reposó la cabeza en su pecho. - Duerme, amor. Descansa…-, acarició su cabello. - Yo estaré contigo-.

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