- Duerme, mi niño…-.
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Giró el picaporte de la
alcoba con extremo cuidado para sus cortos 4 años de edad. Estaba seguro de que
su padre, Salvador Castro, no se encontraba allí. Hacía unos minutos, le había
visto abandonar la alcoba dando un portazo, dejando a su madre en el interior.
Había esperado
agazapado junto al final del pasillo, bajo un gran butacón, herencia de los
Castro, hasta que le vio salir. Aquel era su escondite para huir de su padre.
Extraño lugar para un pequeño que escapaba de los golpes y los reproches.
Frotó sus ojos con sus
pequeñas manitas adaptándose a la oscuridad, una vez que hubo entrado. Divisó a
su madre sobre la cama, con la cabeza gacha y el rostro escondido bajo un
enorme mechón de pelo color azabache. Apenas se movía, casi ni respiraba.
- ¿Mami?-, pronunció
con cierto recelo. Mordió con impaciencia su labio inferior esperando que ella
le mirase. Pero no fue así. Tan solo vio cómo ella ocultaba aún más su rostro,
algo sobresaltada por su presencia. - Lo siento mucho, mami -, sollozó.
Francisca suspiró. -
¿Qué es lo que sientes, Tristán? -.
El pequeño avanzó un
par de pasos hacia la cama, retorciendo sus deditos preso del nerviosismo. -
Siento que padre se haya enfadado contigo por mi culpa y te haya hecho pupa -.
Ella alzó entonces la
mirada, para encontrarse con los ojos llorosos de su pequeño. - No mi amor…-,
extendió sus brazos y Tristán acudió corriendo a refugiarse en ellos. - Tú no
tienes culpa de nada, cariño mío -, mesó sus cabellos mientras le aferraba con
fuerza contra su pecho. - Además, mírame -, le pidió esbozando una leve sonrisa
por encima del dolor que sentía en cada músculo de su cuerpo, cuando el niño la
miró. - Estoy perfectamente, no has de preocuparte por nada -.
Tristán se abrazó a su
madre con fuerza. - Padre me da miedo -
Francisca aguantó las
lágrimas para no causar un mayor pesar a su hijo. Con gusto soportaba ella los
golpes con tal de que ese monstruo no tocase a su niño del alma. - ¿Qué te
parece si hoy te quedas aquí a dormir conmigo? -. Procuró cambiar enseguida de
tema, mostrando en su voz una alegría que no sentía, todo para no inquietar a
Tristán.
- Pero... ¿y si viene
padre?-. Preguntó con temor.
- No vendrá, mi vida.
Esta noche no -. Suspiró. - Ven, acuéstate aquí a mi lado, corazón. Cierra los ojos,
que mamá está contigo-.
Tristán se movió por la
cama hasta que quedó acurrucado junto al cuerpo de su madre, apoyando su
cabecita sobre el regazo de Francisca.
- Duerme, mi niño…-,
comenzó a cantarle mientras acariciaba el rostro de su hijo.
- Mami…- dijo de repente
Tristán, interrumpiendo su nana e incorporándose para poder mirarla. Después,
llevó su pequeña manita a la mejilla de Francisca. Acariciándola y enjugando
una lágrima. - No voy a dejar que vuelvas a llorar mami -.
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Llorar. Apenas le quedaban lágrimas en el cuerpo. Todas se
habían esfumado con su hijo al igual que los escasos restos de bondad que
albergaba su alma. Todo lo bueno que una vez hubo en ella, se marchaba con
Tristán. Una espesa negrura se iba abriendo paso en su interior absorbiéndola
por completo.
Ya no le quedaba nada. Todo lo había perdido en un funesto
instante en el que un desalmado decidió sesgar la vida de su hijo, y con ella,
la suya propia.
A duras penas se separó del cuerpo inerte de Tristán, con los
ojos hinchados y sin apenas vida en ellos. Dirigió una última mirada a su hijo
y acarició su mejilla.
- Te pareces tanto a tu padre…-
Siempre había sido el vivo retrato de Raimundo. De su
Raimundo. Ahora sí que no existía nada que le uniera a él, y aquello le
destrozaba su ya roto corazón. Ambos habían perdido al fruto de sus entrañas, a
la encarnación de aquel profundo amor que un día sintieron el uno por el otro.
Nada. Ya no le quedaba nada.
Enjugó sus lágrimas, tratando de recomponerse, cuando unos
golpes sonaron en la puerta. Nadie entendería su dolor. Nadie sería capaz de
comprender el desgarro que sentía y que apenas le permitía permanecer en pie.
Nadie excepto Raimundo.
- Doña Francisca, ha de salir -, se trataba de la viuda de su
hijo. - Hemos de llevarnos a Tristán para preparar el velatorio -.
Ella asintió con la cabeza y avanzó hacia la salida. No pudo
evitar que su mirada se dirigiese de nuevo hasta su hijo.
- Adiós, mi niño. Mi amor-, musitaron sus labios sin voz.
Siempre da gusto leerte.
ResponderEliminarPor cierto, si alguna vez escribieras alguna historia o pasaje sobre la infancia de Francisca y Raimundo, me harías la raipaquista más feliz del mundo.
Muchas gracias por tu comentario. ¡Te prometo que lo tendré en cuenta!
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