Francisca no pudo sino sonreír al escuchar sus palabras. Bajó
su mano lentamente hasta que por fin pudo entrelazarla con la suya, y tiró de él
con suavidad hasta el interior de la casona. Raimundo se dejaba guiar por ella
sin oponer resistencia. El simple hecho de sentir la calidez de la palma de su
mano acariciando la suya, suponía el paraíso. Aun así, se detuvo junto a la
puerta que comunicaba con la casa, quizá ofreciéndole una última oportunidad de
echarse atrás. De asegurarse que aquello era lo que Francisca deseaba
- Vamos… -, susurró ella. - Deja que te cure esa herida -.
Raimundo adivinó de inmediato que había llegado el momento en
que ambos debían curarse mutuamente las heridas que se habían causado en el
pasado, y no solo las magulladuras que Mauricio le había procurado en la plaza.
Por eso, llevó sus manos unidas hasta sus labios, depositando un tierno beso en
ellas.
Juntos llegaron hasta el salón, más no se detuvieron allí. Raimundo
frunció el ceño durante un breve instante, hasta que Francisca lo borró con su
sonrisa. Le arrastró escaleras arriba, subiendo todos los peldaños sin dejar de
mirarse a los ojos. Sin pronunciar una sola palabra. Recorrieron igualmente en
silencio el pasillo que llevaba hasta su dormitorio. Raimundo sólo podía seguirla.
Hipnotizado. Perdido en sus ojos, en su sonrisa.
Francisca soltó su mano el tiempo preciso para abrir la
puerta. Le pidió que tomara asiento sobre la cama mientras ella se dirigía
hasta el armario y cogía un pequeño botiquín que allí había guardado. Extrajo
de su interior un frasco de alcohol y rasgó un pedazo de algodón para poder así
desinfectar la herida.
Volvió a su lado y se arrodilló junto a él. - Puede que esto te duela un poco…
-, le dijo al tiempo que humedecía el algodón y lo pasaba con delicadeza por la
herida.
Raimundo se tensó al sentir que le quemaba la herida. Aun
así, se obligó a sonreírle.
- Nada que pueda venir de ti volverá a hacerme daño
nunca más, ángel mío… -.
Tomó su mano con firmeza, agarrándole por la muñeca mientras
le quitaba el algodón con la otra dejándolo sobre la mesita junto a la cama.
Después, tiró de ella con delicadeza hasta que Francisca quedó prácticamente
recostada sobre su pecho.
Podía sentir el rápido latir de su corazón golpeándole en el
pecho. Su respiración irregular abrasándole en la mejilla. Podía sentir sus
ojos, interrogantes y anhelantes, hablándole sin palabras. Jamás podría
comprender cómo había podido sobrevivir tantos años alejado de ella.
- Creo recordar que esta mañana en mi casa, dejamos algo
pendiente, ¿no es cierto? -. Le preguntó arqueando una ceja.
Ella sonrió abiertamente. Y con la misma dulzura que él le
dedicaba en cada caricia de sus manos, llevó las suyas hasta los botones de su
camisa. Desabrochándolos uno a uno con tortuosa lentitud. Siempre sin dejar de
mirarle a los ojos. Abrió muy despacio la camisa, deslizándola por sus hombros
mientras le acariciaba con la yema de los dedos. Percibiendo como su piel se
iba estremeciendo con cada roce, con cada caricia.
- Me toca -. Musitó él.
Había llegado su turno. Las manos le temblaban ansiosas por
acariciar cada palmo de su piel. Francisca se giró, mostrándole la hilera de
botones de su vestido. Sin prisa, igual que había hecho ella, fue abriéndolos
todos uno a uno. Siguiendo después por el lazo de su corpiño. Hasta que su
espalda, desnuda y suave se mostró ante él. Tan tierna… tan dulce… su piel le
llamaba a gritos.
Y solo pudo rendirse ante ella.
Deslizó la punta de su lengua por su cuello, bajando
lentamente por su espalda. Provocándole un escalofrío de placer. Terminaron de
despojarse la ropa el uno al otro, interrumpiéndose a cada paso. Perdidos como
estaban en un mar de caricias. Tras varios minutos, desnudos ya frente a frente,
volvieron a mirarse a los ojos. Sonriendo con amor antes de unir sus labios.
Francisca recorría con dulzura su rostro, rozándole con la
yema de los dedos mientras le besaba. Con cuidado de no abrir de nuevo su
herida. Entrelazaron sus lenguas, que se enzarzaron en una batalla donde ambos
iban a resultar los vencedores. Raimundo fue dejándola caer sobre el colchón,
posicionándose él a su lado. Sin dejar de prodigarse besos y caricias.
Abandonó sus labios, recorriendo un húmedo camino
que culminó en la carne sensible de su cuello, mordisqueando tiernamente
mientras su mano bajaba por sus costados hasta atrapar en ella uno de sus
pechos. Atrapando en su boca el gemido que brotó de la garganta de Francisca.
- Nunca podrás llegar a adivinar cuánto te quiero, mi amor -.
Ella enredó las piernas en torno a sus caderas y tomó su
rostro entre las manos.
- No más que yo a ti, amor… -, le declaró en un jadeo en el
mismo instante en que ambos se convirtieron en uno solo.
Se quedaron muy quietos hasta que sus cuerpos se adaptaron de
nuevo el uno al otro. Raimundo observaba todas y cada una de las expresiones de
ese rostro que tanto amaba. Deslizó los dedos por su pelo, hasta llegar a la
suave curva de su mejilla. Jamás había podido olvidar la suavidad de su piel. Ella
pareció relajarse al fin, y aquel fue el acicate que necesitó para comenzar a
amarla.
Francisca liberó sus manos para deslizarlas en suaves
caricias por su espalda a la vez que sus labios le torturaban sin tregua. El
aire estaba cargado de deseo, de pasión y anhelo. Se entregó a él sin reservas,
hasta convertirse en una extensión más de Raimundo.
Sus cuerpos sudorosos y al límite se movían al compás, hasta
que el mundo estalló en mil pedazos ante sus ojos. Juntos cayeron en el abismo
del placer más intenso que ambos habían compartido jamás, inundando el aire de
jadeos. De susurros. De amor.
Un amor que había superado las barreras del orgullo. Para
siempre
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