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miércoles, 19 de agosto de 2015

BESO EQUIVOCADO (Final)



Francisca no pudo sino sonreír al escuchar sus palabras. Bajó su mano lentamente hasta que por fin pudo entrelazarla con la suya, y tiró de él con suavidad hasta el interior de la casona. Raimundo se dejaba guiar por ella sin oponer resistencia. El simple hecho de sentir la calidez de la palma de su mano acariciando la suya, suponía el paraíso. Aun así, se detuvo junto a la puerta que comunicaba con la casa, quizá ofreciéndole una última oportunidad de echarse atrás. De asegurarse que aquello era lo que Francisca deseaba

- Vamos… -, susurró ella. - Deja que te cure esa herida -.

Raimundo adivinó de inmediato que había llegado el momento en que ambos debían curarse mutuamente las heridas que se habían causado en el pasado, y no solo las magulladuras que Mauricio le había procurado en la plaza. Por eso, llevó sus manos unidas hasta sus labios, depositando un tierno beso en ellas.

Juntos llegaron hasta el salón, más no se detuvieron allí. Raimundo frunció el ceño durante un breve instante, hasta que Francisca lo borró con su sonrisa. Le arrastró escaleras arriba, subiendo todos los peldaños sin dejar de mirarse a los ojos. Sin pronunciar una sola palabra. Recorrieron igualmente en silencio el pasillo que llevaba hasta su dormitorio. Raimundo sólo podía seguirla. Hipnotizado. Perdido en sus ojos, en su sonrisa.

Francisca soltó su mano el tiempo preciso para abrir la puerta. Le pidió que tomara asiento sobre la cama mientras ella se dirigía hasta el armario y cogía un pequeño botiquín que allí había guardado. Extrajo de su interior un frasco de alcohol y rasgó un pedazo de algodón para poder así  desinfectar la herida.

Volvió a su lado y se arrodilló junto a él. - Puede que esto te duela un poco… -, le dijo al tiempo que humedecía el algodón y lo pasaba con delicadeza por la herida.

Raimundo se tensó al sentir que le quemaba la herida. Aun así, se obligó a sonreírle. 

- Nada que pueda venir de ti volverá a hacerme daño nunca más, ángel mío… -.

Tomó su mano con firmeza, agarrándole por la muñeca mientras le quitaba el algodón con la otra dejándolo sobre la mesita junto a la cama. Después, tiró de ella con delicadeza hasta que Francisca quedó prácticamente recostada sobre su pecho.

Podía sentir el rápido latir de su corazón golpeándole en el pecho. Su respiración irregular abrasándole en la mejilla. Podía sentir sus ojos, interrogantes y anhelantes, hablándole sin palabras. Jamás podría comprender cómo había podido sobrevivir tantos años alejado de ella.

- Creo recordar que esta mañana en mi casa, dejamos algo pendiente, ¿no es cierto? -. Le preguntó arqueando una ceja.

Ella sonrió abiertamente. Y con la misma dulzura que él le dedicaba en cada caricia de sus manos, llevó las suyas hasta los botones de su camisa. Desabrochándolos uno a uno con tortuosa lentitud. Siempre sin dejar de mirarle a los ojos. Abrió muy despacio la camisa, deslizándola por sus hombros mientras le acariciaba con la yema de los dedos. Percibiendo como su piel se iba estremeciendo con cada roce, con cada caricia.

- Me toca -. Musitó él.

Había llegado su turno. Las manos le temblaban ansiosas por acariciar cada palmo de su piel. Francisca se giró, mostrándole la hilera de botones de su vestido. Sin prisa, igual que había hecho ella, fue abriéndolos todos uno a uno. Siguiendo después por el lazo de su corpiño. Hasta que su espalda, desnuda y suave se mostró ante él. Tan tierna… tan dulce… su piel le llamaba a gritos.

Y solo pudo rendirse ante ella.

Deslizó la punta de su lengua por su cuello, bajando lentamente por su espalda. Provocándole un escalofrío de placer. Terminaron de despojarse la ropa el uno al otro, interrumpiéndose a cada paso. Perdidos como estaban en un mar de caricias. Tras varios minutos, desnudos ya frente a frente, volvieron a mirarse a los ojos. Sonriendo con amor antes de unir sus labios.

Francisca recorría con dulzura su rostro, rozándole con la yema de los dedos mientras le besaba. Con cuidado de no abrir de nuevo su herida. Entrelazaron sus lenguas, que se enzarzaron en una batalla donde ambos iban a resultar los vencedores. Raimundo fue dejándola caer sobre el colchón, posicionándose él a su lado. Sin dejar de prodigarse besos y caricias.

Abandonó sus labios, recorriendo un húmedo camino que culminó en la carne sensible de su cuello, mordisqueando tiernamente mientras su mano bajaba por sus costados hasta atrapar en ella uno de sus pechos. Atrapando en su boca el gemido que brotó de la garganta de Francisca.

- Nunca podrás llegar a adivinar cuánto te quiero, mi amor -.

Ella enredó las piernas en torno a sus caderas y tomó su rostro entre las manos.

- No más que yo a ti, amor… -, le declaró en un jadeo en el mismo instante en que ambos se convirtieron en uno solo.

Se quedaron muy quietos hasta que sus cuerpos se adaptaron de nuevo el uno al otro. Raimundo observaba todas y cada una de las expresiones de ese rostro que tanto amaba. Deslizó los dedos por su pelo, hasta llegar a la suave curva de su mejilla. Jamás había podido olvidar la suavidad de su piel. Ella pareció relajarse al fin, y aquel fue el acicate que necesitó para comenzar a amarla.

Francisca liberó sus manos para deslizarlas en suaves caricias por su espalda a la vez que sus labios le torturaban sin tregua. El aire estaba cargado de deseo, de pasión y anhelo. Se entregó a él sin reservas, hasta convertirse en una extensión más de Raimundo.

Sus cuerpos sudorosos y al límite se movían al compás, hasta que el mundo estalló en mil pedazos ante sus ojos. Juntos cayeron en el abismo del placer más intenso que ambos habían compartido jamás, inundando el aire de jadeos. De susurros. De amor.

Un amor que había superado las barreras del orgullo. Para siempre

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