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miércoles, 30 de marzo de 2016

MORIR DE AMOR (Parte 1)



- No te asustes -, le pidió al tiempo que asomaba entre sus manos un pequeño frasquito de cristal que depositó frente a sus ojos, tomando asiento a continuación. - Este veneno, al contrario que el tuyo, es indoloro. Actúa muy rápido. Basta un sorbo para que cumpla su cometido -.

Le escuchaba. Raimundo le ofrecía en bandeja de plata lo que ella había buscado en los últimos tiempos, y sin embargo, no podía creer que él estuviese dispuesto a ofrecer su vida así, sin más. Sin apenas lucha, sin más batalla.

- Raimundo, yo… -.

Difícilmente pudo balbucear su nombre en un susurro. Las palabras morían atascadas en su garganta mientras buscaba en su mirada una explicación a aquello que le estaba proponiendo. ¿No era eso lo que ella pretendía? ¿Acabar con su vida con el único fin de hacerle pagar por todo el mal que le había causado? Más… ¿por qué sentía de pronto ese miedo atroz ante la idea de perderle para siempre? ¿Tan cegada por el odio estaba que no era capaz de ver más allá de sus propias narices?

- Juntos nos hemos amado -, prosiguió Raimundo. - Nos hemos odiado... -, musitó. - Muramos juntos pues -, aferró una de sus manos entre las suyas. - Acabemos con esto de una vez. Francisca… ¡muramos juntos! -. El calor de su piel bajo la palma de sus manos le abrasaba el alma. Un alma rota por no haber sabido amarla. - Si quieres dejar de sufrir… muere conmigo… -

Había meditado cada palabra que había salido de sus labios. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo, como lo estaba en ese instante. Lo que no podía creer es que su historia tuviese que terminar de aquella manera. ¿En qué punto todo se les había ido de las manos? ¿Qué pecado cometieron en su juventud para llegar a la madurez albergando tanto odio y rencor? Quizá ambos fueron culpables por haber consentido que sus vidas siguieran unos cauces que ninguno supo detener. O tal vez la culpa no era de nadie. Puede que, sencillamente, su amor no fuera tan grande como una vez pensaron.

Observó en silencio la reacción a su propuesta. Estaba impactada, podía percibirlo en sus ojos. En la rigidez de sus facciones. Y en el frío que sintió de pronto bajo su mano. Cuando quiso darse cuenta, Francisca se había puesto en pie y abandonaba el salón con premura.

Cerró entonces su puño en torno al frasco que contenía el veneno. Sabía que ella meditaría su propuesta. Si no habían conseguido estar juntos en vida, al menos podían decidir estar juntos en la muerte.

………………

Cerró jadeante la puerta de su alcoba apoyándose en ella. Con el estupor todavía pintado en su rostro y el brote de las primeras lágrimas quemándole en los ojos. Sentía como si acabara de despertarse de un mal sueño. De una pesadilla que le había cegado durante días haciéndole desear la muerte a la persona que más había amado en toda su vida. Y a la que más había odiado.

¿Qué es lo que había hecho? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar para saciar su sed de venganza? ¿Es que el fin de Raimundo lograría arrancar la negra pena que carcomía su corazón?

Moriría sin él, pero también lo haría si continuaba a su lado. Por dos veces se ilusionó con una vida junto a él y por dos veces dicha ilusión fue devastada. Lo único que le quedaba era resignarse a padecer los últimos años que le quedasen deseando una muerte que ahora estaba al alcance de su mano. El propio Raimundo se la ofrecía.

Avanzó como sumida en trance hasta sentarse a los pies de su cama. Evocó su niñez, la alegría de sus juegos inocentes junto a Raimundo en el claro del bosque. La timidez de los primeros besos… la ternura encerrada en las dulces caricias de sus manos. La primera vez que yacieron juntos…

¿Dónde quedó todo aquello? ¿Dónde fue aquel sueño? Tan lento y pausado como llegó, se fue yendo poco a poco, sin prisa. Hasta que un día, simplemente, no regresó.

Y jamás lo haría. Lo que había vivido los últimos meses a su lado no había sido sino un espejismo de lo que antaño existió. Y ella había sido tan ilusa de creer en la posibilidad de volver a amar y sentirse amada, de volver a sentir sus labios deslizándose por su piel… de acariciar la luna con una sola gota de su amor.

No. Jamás volvería a la felicidad que un día pudo tener y que se presentaba ahora ante sus ojos tan difusa y desgastada por el tiempo que parecía no haber existido nunca.

Bajó la mirada hacia sus manos, relajadas sobre su regazo. Dejar de sufrir para siempre. Sonaba demasiado tentador como para no tomar su propuesta en consideración. Morir juntos.

Uno junto al otro. Lo que nunca habían logrado en vida, podían alcanzarlo en la muerte.

……………..

Escuchó un leve repique que le obligó a girar la cabeza. El reloj de su mesita de noche marcaba ya la medianoche. Llevaba horas sumida en sus propios pensamientos, tratando de dilucidar qué camino tomar. Qué opción escoger.

Vivir sin él o morir a su lado.

Los meses que vivió a su lado, tras su regreso de las Américas, supusieron un bálsamo para su corazón ajado por los años y el resentimiento. Raimundo había logrado sacarla de su jaula de cristal, había conseguido hacerle salir al exterior y experimentar de nuevo el amor y la felicidad de sentirse amada y deseada. Había hecho aflorar sentimientos que creía muertos y enterrados… ¿y para qué? Nada más para procurarle por segunda vez el dolor más inimaginable.

De nuevo herida. De nuevo engañada. Aunque en el fondo de su corazón sabía que Raimundo la amaba. Al igual que ella le amaba a él. Y sin embargo todo parecía indicar que en su historia, el amor nunca había sido suficiente.

Siempre habían decidido por ellos. Sus padres, el destino, el propio orgullo… ¿Y a dónde les había llevado? A odiarse casi con la misma intensidad con la que se amaban. Irremediablemente unidos en el tortuoso camino de su vida. Un camino al que podían poner punto final.

Necesitaba una copa. La cabeza le estallaba de tanto dar vueltas y vueltas sobre lo mismo, aunque cada vez estaba más segura de lo que debía hacer. Tan solo debía encontrar el valor necesario para llevarlo a cabo.

- ¿Se encuentra bien, madrina? -.

La voz de María la sobresaltó justo cuando cerraba la puerta de su alcoba. - Me has asustado, María -, respondió mientras llevaba una de sus manos al pecho. - ¿Se puede saber qué haces despierta a estas horas? -, la miró de arriba a abajo. - Y paseándote en camisón… ¿es que te encuentras mal? -, terminó por inquirirle preocupada.

- Nada más lejos de la realidad, madrina -, la tranquilizó la joven. - Tan solo se trata de insomnio. No podía dormir y bajé a la cocina a servirme un vaso de leche caliente que me ayude a conciliar el sueño. ¿Y usted? -, frunció el ceño extrañada. - ¿Es que acaso tampoco consigue pegar ojo? -.

No supo contestarle. Aunque en realidad, tampoco podía hacerlo. El tono preocupado de su voz la emocionó hasta tal punto que las palabras se negaban a salir. Nunca había sentido un cariño tan sincero como el que esa muchacha le profesaba. Se limitó a sonreírle levemente, aunque la tristeza que reflejaban sus ojos no pasó desapercibida para María.

- Hay algo que le inquieta, ¿no es cierto? -, tomó sus manos entre las suyas. - ¿Ha discutido con mi abuelo? -.

- ¿Por qué…? ¿Por qué piensas eso? -. Era imposible que María supiera algo acerca de los últimos acontecimientos acaecidos entre Raimundo y ella, y sin embargo sintió un frío helándole la sangre. Por nada del mundo querría que su intento de acabar con la vida del Ulloa llegara a oídos de María. La joven jamás podría perdonárselo.

- Pues porque acabo de verle y tenía el mismo semblante que tiene usted ahora mismo -, le respondió al tiempo que la rodeaba por los hombros. - Vamos madrina, no puede ser tan grave lo que sea que ha ocurrido entre ustedes. Estoy segura de que conseguirán solucionarlo. Se aman, y eso  es lo más importante -, le sonrió con benevolencia al tiempo que la estrechaba en un sincero abrazo. - Y yo adoro a ambos… nada me hace más feliz que ver que están juntos después de tantos años de sufrimiento -.

No, nada podía ser tan grave… Tan solo que, cada uno por su lado, había intentado terminar con la vida del otro a pesar de que siempre se habían amado. Volvían a surgir en ella las dudas y las zozobras. El fin de ambos supondría una nueva fuente de dolor para sus seres queridos… Bueno, más bien para aquellos que querían a Raimundo. ¿Quién sentía algún tipo de aprecio por ella? Nadie la echaría de menos si desapareciera para siempre. Nadie excepto María. Tal vez la muerte no sería la solución. Tal vez lo mejor sería decirse adiós.

- Ve a descansar -, le pidió con una leve sonrisa. - Te prometo que yo haré lo propio en cuanto resuelva un asunto con tu abuelo -.

María ensanchó su sonrisa al escucharla. - Así me gusta, madrina -, besó su mejilla antes de encaminarse hacia su habitación. - No se le olvide dar un beso a mi abuelo… de mi parte, claro está -.

Podía escuchar aún su risa incluso cuando la puerta de su alcoba ya estaba cerrada. Ojalá todo fuese tan sencillo como enterrar los problemas en la profundidad de un beso con la persona amada. Entregarse al amor sin reservas… sin dudas ni miedos.

Ojalá fuese tan sencillo…

Salió al jardín al no encontrar a Raimundo en el interior de la casona. Allí lo encontró, a solas. En silencio. Con las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón.

- En todos los años que pasé en las Américas, incluso con un océano entre nosotros, nunca te sentí tan lejana como te siento en este instante… -. Esperó unos instantes antes de girarse y enfrentarse a su mirada. - Tan ajena a mí… -.

El corazón le palpitaba en la garganta. Sentía que flaqueaba ante su presencia. Que se volvía vulnerable. - Raimundo yo…-

- Shhh… -, acalló sus palabras, acercándose lentamente. Alzando su mano hasta abarcar en ella su mejilla. - Déjame disfrutar de este pequeño instante de paz a tu lado antes de que nuestro mundo se desmorone -.

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