- No te asustes -, le pidió al
tiempo que asomaba entre sus manos un pequeño frasquito de cristal que depositó
frente a sus ojos, tomando asiento a continuación. - Este veneno, al contrario
que el tuyo, es indoloro. Actúa muy rápido. Basta un sorbo para que cumpla su
cometido -.
Le escuchaba. Raimundo le ofrecía
en bandeja de plata lo que ella había buscado en los últimos tiempos, y sin
embargo, no podía creer que él estuviese dispuesto a ofrecer su vida así, sin
más. Sin apenas lucha, sin más batalla.
- Raimundo, yo… -.
Difícilmente pudo balbucear su
nombre en un susurro. Las palabras morían atascadas en su garganta mientras
buscaba en su mirada una explicación a aquello que le estaba proponiendo. ¿No
era eso lo que ella pretendía? ¿Acabar con su vida con el único fin de hacerle
pagar por todo el mal que le había causado? Más… ¿por qué sentía de pronto ese
miedo atroz ante la idea de perderle para siempre? ¿Tan cegada por el odio
estaba que no era capaz de ver más allá de sus propias narices?
- Juntos nos hemos amado -,
prosiguió Raimundo. - Nos hemos odiado... -, musitó. - Muramos juntos pues -,
aferró una de sus manos entre las suyas. - Acabemos con esto de una vez.
Francisca… ¡muramos juntos! -. El calor de su piel bajo la palma de sus manos
le abrasaba el alma. Un alma rota por no haber sabido amarla. - Si quieres
dejar de sufrir… muere conmigo… -
Había meditado cada palabra que
había salido de sus labios. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo,
como lo estaba en ese instante. Lo que no podía creer es que su historia
tuviese que terminar de aquella manera. ¿En qué punto todo se les había ido de
las manos? ¿Qué pecado cometieron en su juventud para llegar a la madurez
albergando tanto odio y rencor? Quizá ambos fueron culpables por haber consentido
que sus vidas siguieran unos cauces que ninguno supo detener. O tal vez la
culpa no era de nadie. Puede que, sencillamente, su amor no fuera tan grande
como una vez pensaron.
Observó en silencio la reacción a
su propuesta. Estaba impactada, podía percibirlo en sus ojos. En la rigidez de
sus facciones. Y en el frío que sintió de pronto bajo su mano. Cuando quiso
darse cuenta, Francisca se había puesto en pie y abandonaba el salón con
premura.
Cerró entonces su puño en torno
al frasco que contenía el veneno. Sabía que ella meditaría su propuesta. Si no
habían conseguido estar juntos en vida, al menos podían decidir estar juntos en
la muerte.
………………
Cerró jadeante la puerta de su
alcoba apoyándose en ella. Con el estupor todavía pintado en su rostro y el brote
de las primeras lágrimas quemándole en los ojos. Sentía como si acabara de
despertarse de un mal sueño. De una pesadilla que le había cegado durante días
haciéndole desear la muerte a la persona que más había amado en toda su vida. Y
a la que más había odiado.
¿Qué es lo que había hecho?
¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar para saciar su sed de venganza? ¿Es que
el fin de Raimundo lograría arrancar la negra pena que carcomía su corazón?
Moriría sin él, pero también lo
haría si continuaba a su lado. Por dos veces se ilusionó con una vida junto a
él y por dos veces dicha ilusión fue devastada. Lo único que le quedaba era
resignarse a padecer los últimos años que le quedasen deseando una muerte que
ahora estaba al alcance de su mano. El propio Raimundo se la ofrecía.
Avanzó como sumida en trance
hasta sentarse a los pies de su cama. Evocó su niñez, la alegría de sus juegos
inocentes junto a Raimundo en el claro del bosque. La timidez de los primeros
besos… la ternura encerrada en las dulces caricias de sus manos. La primera vez
que yacieron juntos…
¿Dónde quedó todo aquello? ¿Dónde
fue aquel sueño? Tan lento y pausado como llegó, se fue yendo poco a poco, sin
prisa. Hasta que un día, simplemente, no regresó.
Y jamás lo haría. Lo que había
vivido los últimos meses a su lado no había sido sino un espejismo de lo que
antaño existió. Y ella había sido tan ilusa de creer en la posibilidad de
volver a amar y sentirse amada, de volver a sentir sus labios deslizándose por
su piel… de acariciar la luna con una sola gota de su amor.
No. Jamás volvería a la felicidad
que un día pudo tener y que se presentaba ahora ante sus ojos tan difusa y
desgastada por el tiempo que parecía no haber existido nunca.
Bajó la mirada hacia sus manos,
relajadas sobre su regazo. Dejar de sufrir para siempre. Sonaba demasiado
tentador como para no tomar su propuesta en consideración. Morir juntos.
Uno junto al otro. Lo que nunca
habían logrado en vida, podían alcanzarlo en la muerte.
……………..
Escuchó un leve repique que le obligó a girar la cabeza. El
reloj de su mesita de noche marcaba ya la medianoche. Llevaba horas sumida en
sus propios pensamientos, tratando de dilucidar qué camino tomar. Qué opción
escoger.
Vivir sin él o morir a su lado.
Los meses que vivió a su lado,
tras su regreso de las Américas, supusieron un bálsamo para su corazón ajado
por los años y el resentimiento. Raimundo había logrado sacarla de su jaula de
cristal, había conseguido hacerle salir al exterior y experimentar de nuevo el
amor y la felicidad de sentirse amada y deseada. Había hecho aflorar
sentimientos que creía muertos y enterrados… ¿y para qué? Nada más para
procurarle por segunda vez el dolor más inimaginable.
De nuevo herida. De nuevo engañada.
Aunque en el fondo de su corazón sabía que Raimundo la amaba. Al igual que ella
le amaba a él. Y sin embargo todo parecía indicar que en su historia, el amor
nunca había sido suficiente.
Siempre habían decidido por
ellos. Sus padres, el destino, el propio orgullo… ¿Y a dónde les había llevado?
A odiarse casi con la misma intensidad con la que se amaban. Irremediablemente
unidos en el tortuoso camino de su vida. Un camino al que podían poner punto
final.
Necesitaba una copa. La cabeza le
estallaba de tanto dar vueltas y vueltas sobre lo mismo, aunque cada vez estaba
más segura de lo que debía hacer. Tan solo debía encontrar el valor necesario
para llevarlo a cabo.
- ¿Se encuentra bien, madrina? -.
La voz de María la sobresaltó
justo cuando cerraba la puerta de su alcoba. - Me has asustado, María -,
respondió mientras llevaba una de sus manos al pecho. - ¿Se puede saber qué
haces despierta a estas horas? -, la miró de arriba a abajo. - Y paseándote en
camisón… ¿es que te encuentras mal? -, terminó por inquirirle preocupada.
- Nada más lejos de la realidad,
madrina -, la tranquilizó la joven. - Tan solo se trata de insomnio. No podía
dormir y bajé a la cocina a servirme un vaso de leche caliente que me ayude a
conciliar el sueño. ¿Y usted? -, frunció el ceño extrañada. - ¿Es que acaso
tampoco consigue pegar ojo? -.
No supo contestarle. Aunque en
realidad, tampoco podía hacerlo. El tono preocupado de su voz la emocionó hasta
tal punto que las palabras se negaban a salir. Nunca había sentido un cariño
tan sincero como el que esa muchacha le profesaba. Se limitó a sonreírle levemente,
aunque la tristeza que reflejaban sus ojos no pasó desapercibida para María.
- Hay algo que le inquieta, ¿no
es cierto? -, tomó sus manos entre las suyas. - ¿Ha discutido con mi abuelo? -.
- ¿Por qué…? ¿Por qué piensas
eso? -. Era imposible que María supiera algo acerca de los últimos
acontecimientos acaecidos entre Raimundo y ella, y sin embargo sintió un frío
helándole la sangre. Por nada del mundo querría que su intento de acabar con la
vida del Ulloa llegara a oídos de María. La joven jamás podría perdonárselo.
- Pues porque acabo de verle y
tenía el mismo semblante que tiene usted ahora mismo -, le respondió al tiempo
que la rodeaba por los hombros. - Vamos madrina, no puede ser tan grave lo que
sea que ha ocurrido entre ustedes. Estoy segura de que conseguirán
solucionarlo. Se aman, y eso es lo más
importante -, le sonrió con benevolencia al tiempo que la estrechaba en un
sincero abrazo. - Y yo adoro a ambos… nada me hace más feliz que ver que están
juntos después de tantos años de sufrimiento -.
No, nada podía ser tan grave… Tan
solo que, cada uno por su lado, había intentado terminar con la vida del otro a
pesar de que siempre se habían amado. Volvían a surgir en ella las dudas y las
zozobras. El fin de ambos supondría una nueva fuente de dolor para sus seres
queridos… Bueno, más bien para aquellos que querían a Raimundo. ¿Quién sentía
algún tipo de aprecio por ella? Nadie la echaría de menos si desapareciera para
siempre. Nadie excepto María. Tal vez la muerte no sería la solución. Tal vez
lo mejor sería decirse adiós.
- Ve a descansar -, le pidió con
una leve sonrisa. - Te prometo que yo haré lo propio en cuanto resuelva un
asunto con tu abuelo -.
María ensanchó su sonrisa al
escucharla. - Así me gusta, madrina -, besó su mejilla antes de encaminarse
hacia su habitación. - No se le olvide dar un beso a mi abuelo… de mi parte,
claro está -.
Podía escuchar aún su risa
incluso cuando la puerta de su alcoba ya estaba cerrada. Ojalá todo fuese tan
sencillo como enterrar los problemas en la profundidad de un beso con la
persona amada. Entregarse al amor sin reservas… sin dudas ni miedos.
Ojalá fuese tan sencillo…
Salió al jardín al no encontrar a
Raimundo en el interior de la casona. Allí lo encontró, a solas. En silencio.
Con las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón.
- En todos los años que pasé en las Américas,
incluso con un océano entre nosotros, nunca te sentí tan lejana como te siento
en este instante… -. Esperó unos instantes antes de girarse y enfrentarse a su
mirada. - Tan ajena a mí… -.
El corazón le palpitaba en la
garganta. Sentía que flaqueaba ante su presencia. Que se volvía vulnerable. -
Raimundo yo…-
- Shhh… -, acalló sus palabras, acercándose
lentamente. Alzando su mano hasta abarcar en ella su mejilla. - Déjame
disfrutar de este pequeño instante de paz a tu lado antes de que nuestro mundo
se desmorone -.
No tengo palabras...demasiado bonito para ser real! Me siento en una nube...
ResponderEliminarOohhh gracias!
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