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jueves, 10 de marzo de 2016

UN LUGAR PARA EL RECUERDO (Parte 1)



- ¡¡Estoy rodeada de ineptos!! -. 

Francisca caminaba por el embarrado camino que conducía hacia el pueblo seguida muy de cerca por su doncella, que se limitaba a agachar la cabeza aguantando el chaparrón de improperios que salían por la boca de la Montenegro. 

- Solo a mí me puede pasar esto, ¡habrase visto! -. Llevaba la falda arremangada para evitar ensuciarse, aunque con poco éxito. Incluso sus resistentes y caros botines estaban manchados de barro y le dificultaban el paso. – ¡Ese inútil se puede dar por despedido! En cuanto llegue a la Casona, le diré a Mauricio que vaya a por la Calesa, y ese maldito cochero más vale que no vuelva a aparecer frente a mí, o lo pagará caro -.

Un par de kilómetros atrás, habían sufrido un pequeño accidente. Una de las ruedas de la Calesa, que estaba en mal estado por una deficiente revisión por parte del cochero, se desprendió de ella haciéndola casi volcar. Sin saber cómo lo hizo, consiguió aferrarse a uno de los agarraderos que había junto a la ventanilla contraria al lado que volcaron. Eso fue lo que la salvó. A ella y a su doncella. Pero estaba herida, ya que sentía un fuerte dolor en uno de sus tobillos, y que, por lo que pudo atisbar en un primer momento, este presentaba una ligera hinchazón. ¡Maldecía su suerte! El cochero se había quedado junto a la Calesa, esperando que alguien les socorriera. Ella, impaciente como era, no pudo quedarse ahí quieta esperando. Tenía que llegar a la Casona lo antes posible, librarse de aquel horrible vestido y darse un baño caliente. Solo así podría calmar levemente el enorme enfado que sentía.

Escucharon un ruido acercándose hacia ellas y Francisca se giró, entrecerrando los ojos para poder enfocar la mirada y distinguir de qué se trataba. Era una carreta, que se acercaba velozmente hacia ellas. ¡Fantástico! Fuera el desarrapado que fuera, la llevaría de camino a su casa, si es que valoraba en algo su vida. Estaba harta de caminar y le dolía mucho el tobillo. Los últimos metros le costó mucho esfuerzo poder dar siquiera un paso. Estaba salvada.

Pero esa sonrisa en su rostro se fue borrando a medida que tomaba forma ante ella la persona que llevaba aquel destartalado carromato. La palidez de su rostro llegó a su punto más alto cuando el carro se detuvo y se encontró a un sonriente Raimundo Ulloa.

- Vaya, vaya, vaya…-. 

Se dedicó a estudiarla de arriba a abajo, recorriéndola con una mirada burlona que trataba de esconder la preocupación que había sentido minutos antes. Volvía de La Puebla, de recoger unos mandados cuando topó con una Calesa volcada en el camino. Su corazón se había detenido durante los minutos que tardó en llegar hasta ella. Conocía demasiado bien a la propietaria de ese carruaje y, solo pensar que podía estar malherida en su interior, o incluso muerta, se le helaba la sangre. Había bajado presurosamente de su carro, corriendo como un loco hasta que vio sentado junto a la Calesa a un hombre, fumándose tranquilamente un cigarrillo. Era el cochero, que le informó que Francisca estaba bien, y que había partido camino del pueblo a pie hacía ya una hora, como alma que lleva el diablo y amenazándole con acabar con él si se le ocurría regresar a casa.

Siguió recorriéndola con la mirada mientras una sonrisa burlona asomaba a su rostro. Estaba despeinada y manchada de barro hasta casi las orejas, pero le miraba con la misma pose altiva de siempre. Genio y figura.

- Ulloa… -.

¡Maldita fuera su suerte! Cualquier muerto de hambre podía haber pasado en ese momento por ese camino, pero no. Tuvo que ser Raimundo.

– Te sugiero que sigas tu camino y dejes de importunarme. ¡Y borra esa estúpida sonrisa de tu cara! -. Estaba furiosa porque él la hubiera descubierto en esa horrible situación. Y encima no dejaba de mirarla  y ella estaba empezando a sentirse incómoda con esa revisión.

- ¿Has tenido algún problema Francisca? -. Sus ojos brillaban divertidos. – Por cierto, bonito vestido -. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no estallar en carcajadas al ver el semblante iracundo de Francisca. Su cuerpo vibraba cada vez que la provocaba, aunque fuera de manera ínfima. Se sentía vivo con cada una de las disputas con ella. Era una forma de estar cerca de ella.

- No tengo ningún problema, Raimundo -. Se dio media vuelta dispuesta a seguir su camino, pero un pinchazo en su tobillo, hizo que tuviera que detenerse de inmediato. Se mordió el labio para no gritar. Cualquier cosa con tal de que ese condenado tabernero la viera padecer.

- ¿No querrías que te llevara en mi carro hasta la Casona? -. Raimundo observaba divertido los esfuerzos de ella por mantenerse erguida y orgullosa, a pesar de que los pies se le hundían cada vez más en el barro. – Deja tu orgullo a un lado Francisca -. Ella le miró. Raimundo le estaba ofreciendo una mano para ayudarle a subir.

- Ni lo sueñes. No pienso subir a ese carro que se cae a pedazos -. Intentó dar un paso hacia adelante con tanto ímpetu, que resbaló con la mala fortuna de quedar sentada en mitad del barro.

Raimundo ya no pudo contener su risa y prorrumpió en carcajadas ante la visión de la ilustre Francisca Montenegro sentada en el fango. Se reía tanto que hasta lágrimas salían de sus ojos. Francisca bufó furiosa tratando de incorporarse, pero solo conseguía hundirse cada vez más. Y su tobillo le dolía terriblemente.

Él bajó de su carro dispuesto a ayudarla a pesar de que ella se negaba a recibir ayuda. La asió con los brazos por detrás, a la altura del pecho y le ayudó a incorporarse. Trastabilló y pensó que caerían los dos, pero consiguió mantener el equilibrio. Francisca se había quedado muda al sentir los brazos de Raimundo aferrándole con firmeza, pero a la vez con la delicadeza que mostraba siempre que estaban juntos en el pasado. Sentía su respiración en la nuca y cerró los ojos, sintiendo que se deshacía por dentro. Tragó saliva antes de separarse de él.

- Gracias Raimundo… -. Estaba tan turbada que no se atrevía a mirarle a los ojos. Observó su vestido. Estaba desgarrado por el bajo, y además casi se le saltaban las lágrimas por el dolor que sentía en el pie. Él era su única opción en ese momento. Y aunque viajar durante el trayecto a la Casona sentada a su lado en aquel carro fuese una tortura insoportable, no le quedaba otra alternativa. – Te…agradecería que me llevaras hasta la Casona -.

Raimundo sonrió con ternura. Sabía que para ella, pedir su ayuda le había costado un gran esfuerzo. Le tendió una mano para ayudarle a subir, pero Francisca, orgullosa como era, pasó de largo y ella misma se subió al carro a pesar del dolor que sentía.

- Blanca, sube a la parte de atrás -, le dijo Raimundo. Y meneando la cabeza rodeó el carro para subir. Echó una mirada a Francisca, que iba a su lado, más estirada que un palo y sin dirigirle la mirada, y no pudo evitar sonreír. Tomó las riendas y arreó a su borrico para que emprendiera el camino.

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