- ¡¡Estoy rodeada de ineptos!! -.
Francisca caminaba por el embarrado camino que conducía hacia el pueblo seguida
muy de cerca por su doncella, que se limitaba a agachar la cabeza aguantando el
chaparrón de improperios que salían por la boca de la Montenegro.
- Solo a mí
me puede pasar esto, ¡habrase visto! -. Llevaba la falda arremangada para
evitar ensuciarse, aunque con poco éxito. Incluso sus resistentes y caros
botines estaban manchados de barro y le dificultaban el paso. – ¡Ese inútil se
puede dar por despedido! En cuanto llegue a la Casona, le diré a Mauricio que
vaya a por la Calesa, y ese maldito cochero más vale que no vuelva a aparecer
frente a mí, o lo pagará caro -.
Un par de kilómetros atrás, habían
sufrido un pequeño accidente. Una de las ruedas de la Calesa, que estaba en mal
estado por una deficiente revisión por parte del cochero, se desprendió de ella
haciéndola casi volcar. Sin saber cómo lo hizo, consiguió aferrarse a uno de
los agarraderos que había junto a la ventanilla contraria al lado que volcaron.
Eso fue lo que la salvó. A ella y a su doncella. Pero estaba herida, ya que sentía
un fuerte dolor en uno de sus tobillos, y que, por lo que pudo atisbar en un
primer momento, este presentaba una ligera hinchazón. ¡Maldecía su suerte! El
cochero se había quedado junto a la Calesa, esperando que alguien les
socorriera. Ella, impaciente como era, no pudo quedarse ahí quieta esperando.
Tenía que llegar a la Casona lo antes posible, librarse de aquel horrible
vestido y darse un baño caliente. Solo así podría calmar levemente el enorme
enfado que sentía.
Escucharon un ruido acercándose
hacia ellas y Francisca se giró, entrecerrando los ojos para poder enfocar la
mirada y distinguir de qué se trataba. Era una carreta, que se acercaba
velozmente hacia ellas. ¡Fantástico! Fuera el desarrapado que fuera, la
llevaría de camino a su casa, si es que valoraba en algo su vida. Estaba harta
de caminar y le dolía mucho el tobillo. Los últimos metros le costó mucho
esfuerzo poder dar siquiera un paso. Estaba salvada.
Pero esa sonrisa en su rostro se
fue borrando a medida que tomaba forma ante ella la persona que llevaba aquel
destartalado carromato. La palidez de su rostro llegó a su punto más alto
cuando el carro se detuvo y se encontró a un sonriente Raimundo Ulloa.
- Vaya, vaya, vaya…-.
Se dedicó a
estudiarla de arriba a abajo, recorriéndola con una mirada burlona que trataba
de esconder la preocupación que había sentido minutos antes. Volvía de La
Puebla, de recoger unos mandados cuando topó con una Calesa volcada en el
camino. Su corazón se había detenido durante los minutos que tardó en llegar
hasta ella. Conocía demasiado bien a la propietaria de ese carruaje y, solo
pensar que podía estar malherida en su interior, o incluso muerta, se le helaba
la sangre. Había bajado presurosamente de su carro, corriendo como un loco
hasta que vio sentado junto a la Calesa a un hombre, fumándose tranquilamente
un cigarrillo. Era el cochero, que le informó que Francisca estaba bien, y que
había partido camino del pueblo a pie hacía ya una hora, como alma que lleva el
diablo y amenazándole con acabar con él si se le ocurría regresar a casa.
Siguió recorriéndola con la
mirada mientras una sonrisa burlona asomaba a su rostro. Estaba despeinada y
manchada de barro hasta casi las orejas, pero le miraba con la misma pose
altiva de siempre. Genio y figura.
- Ulloa… -.
¡Maldita fuera su suerte!
Cualquier muerto de hambre podía haber pasado en ese momento por ese camino,
pero no. Tuvo que ser Raimundo.
– Te sugiero que sigas tu camino
y dejes de importunarme. ¡Y borra esa estúpida sonrisa de tu cara! -. Estaba
furiosa porque él la hubiera descubierto en esa horrible situación. Y encima no
dejaba de mirarla y ella estaba
empezando a sentirse incómoda con esa revisión.
- ¿Has tenido algún problema
Francisca? -. Sus ojos brillaban divertidos. – Por cierto, bonito vestido -.
Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no estallar en carcajadas al ver el
semblante iracundo de Francisca. Su cuerpo vibraba cada vez que la provocaba,
aunque fuera de manera ínfima. Se sentía vivo con cada una de las disputas con
ella. Era una forma de estar cerca de ella.
- No tengo ningún problema,
Raimundo -. Se dio media vuelta dispuesta a seguir su camino, pero un pinchazo
en su tobillo, hizo que tuviera que detenerse de inmediato. Se mordió el labio
para no gritar. Cualquier cosa con tal de que ese condenado tabernero la viera
padecer.
- ¿No querrías que te llevara en
mi carro hasta la Casona? -. Raimundo observaba divertido los esfuerzos de ella
por mantenerse erguida y orgullosa, a pesar de que los pies se le hundían cada
vez más en el barro. – Deja tu orgullo a un lado Francisca -. Ella le miró.
Raimundo le estaba ofreciendo una mano para ayudarle a subir.
- Ni lo sueñes. No pienso subir a
ese carro que se cae a pedazos -. Intentó dar un paso hacia adelante con tanto
ímpetu, que resbaló con la mala fortuna de quedar sentada en mitad del barro.
Raimundo ya no pudo contener su
risa y prorrumpió en carcajadas ante la visión de la ilustre Francisca
Montenegro sentada en el fango. Se reía tanto que hasta lágrimas salían de sus
ojos. Francisca bufó furiosa tratando de incorporarse, pero solo conseguía
hundirse cada vez más. Y su tobillo le dolía terriblemente.
Él bajó de su carro dispuesto a
ayudarla a pesar de que ella se negaba a recibir ayuda. La asió con los brazos
por detrás, a la altura del pecho y le ayudó a incorporarse. Trastabilló y
pensó que caerían los dos, pero consiguió mantener el equilibrio. Francisca se
había quedado muda al sentir los brazos de Raimundo aferrándole con firmeza,
pero a la vez con la delicadeza que mostraba siempre que estaban juntos en el
pasado. Sentía su respiración en la nuca y cerró los ojos, sintiendo que se
deshacía por dentro. Tragó saliva antes de separarse de él.
- Gracias Raimundo… -. Estaba tan
turbada que no se atrevía a mirarle a los ojos. Observó su vestido. Estaba
desgarrado por el bajo, y además casi se le saltaban las lágrimas por el dolor
que sentía en el pie. Él era su única opción en ese momento. Y aunque viajar
durante el trayecto a la Casona sentada a su lado en aquel carro fuese una
tortura insoportable, no le quedaba otra alternativa. – Te…agradecería que me
llevaras hasta la Casona -.
Raimundo sonrió con ternura.
Sabía que para ella, pedir su ayuda le había costado un gran esfuerzo. Le
tendió una mano para ayudarle a subir, pero Francisca, orgullosa como era, pasó
de largo y ella misma se subió al carro a pesar del dolor que sentía.
- Blanca, sube a la parte de atrás
-, le dijo Raimundo. Y meneando la cabeza rodeó el carro para subir. Echó una
mirada a Francisca, que iba a su lado, más estirada que un palo y sin dirigirle
la mirada, y no pudo evitar sonreír. Tomó las riendas y arreó a su borrico para
que emprendiera el camino.
Jajaja orgullosa como siempre! Sigue pronto, esto promete mucho!
ResponderEliminarGracias por tu comentario!
EliminarBuen comienzo! Esto se pone interesante ;)
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