Estaba arrepintiéndose de haberle
ofrecido ayuda. Los vaivenes del carromato provocados por el irregular camino,
hacían que su pierna rozara irremediablemente con el muslo de Francisca, que
estaba sentada demasiado cerca de él. Un bache del camino provocó que ella
terminase casi medio tumbada sobre él.
- ¿Es que no sabes llevar un
simple carro? -.
Francisca bufó enojada. La ira y el enfado era su manera de
fingir el suplicio que era para ella rozar el cuerpo de Raimundo en cada metro
que recorrían de ese tortuoso camino. Y ese bache había estado a punto de minar
su fuerza de voluntad y su contención.
- Lo menos que podías hacer sería
estar agradecida porque te encontrara -. Frunció el entrecejo. No entendía por qué
ella se mostraba tan beligerante con él cuando lo único que había hecho era
ofrecerle su ayuda. – Tenía que haberte hecho caso y seguir mi camino. ¡Y ahí
te las hubieras apañado tú sola! -.
Francisca le miró de reojo. Después
del hecho de que le hubiese ofrecido su ayuda sin tener obligación ninguna de hacerlo,
ella se comportaba con rudeza. Se reprendió en silencio por su actitud
descortés. Estaban tan acostumbrados a pelear por cualquier motivo, que esa
situación le resultaba desconcertante. Y si a eso sumaba su cercanía, el
resultado era preocupantemente turbador. Por eso se mostraba enfadada. Aunque
no se tratase tanto de Raimundo como de ella misma. Giró la cabeza dispuesta a
hacer algo que jamás pensó que haría, y menos ante él.
Disculparse.
- Tienes razón Raimundo. Lo…lo… -.
Resultaba más difícil de lo que
había imaginado. Hacía tanto tiempo que no se disculpaba, que las palabras
parecían no querer salir de sus labios. Suspiró agachando la cabeza.
– Lo siento Raimundo -.
- ¡Pues sí que te ha costado! ¿eh? -.
Raimundo sonrió abiertamente. Esa
disculpa había resultado música para sus oídos. Era conocedor del esfuerzo que
había supuesto para ella. Por eso tenía aún más valor.
- Serás… -.
Ni siquiera se le ocurría un
insulto apropiado. Otra vez ese maldito Ulloa estaba burlándose de ella. Pero
Raimundo se acercó hasta su oído, hasta casi quedar pegado a ella.
- Disculpas aceptadas, Francisca…
-, le susurró. Y volvió a poner toda su atención en el camino.
Tuvo que agarrarse con fuerza al
asiento para no caerse. Fijó su mirada en el borrico y se prometió a sí misma
que no miraría a Raimundo en todo lo que quedara de trayecto. De haberlo hecho,
hubiera podido observar como los nudillos de él se habían vuelto casi
blanquecinos de tanto apretar las riendas. Acercarse tanto a ella había sido
una temeridad.
Tras una media hora más de
camino, empezaron a divisar los muros de la Casona. Raimundo escuchaba el
palpitar de su corazón y la angustia ante una nueva separación. A pesar de
todo, no quería alejarse de ella. Había disfrutado de todo el trayecto sintiéndola
a su lado. Y quién sabía cuándo tiempo habría de pasar hasta que volvieran a
estar tan juntos como ahora…
Llegaron hasta la entrada de las
cuadras y fue entonces cuando Raimundo detuvo el carro. Francisca se volvió
hacia su doncella.
- Blanca, ve dentro y explícale a
Mauricio lo que ha sucedido. Que disponga lo necesario para arreglar la calesa y
traerla de nuevo a la Casona -.
La muchacha se bajó del carro y
corrió hasta la casa dejándoles a solas. Seguían mirando al frente, sin
prestarse la más mínima atención. Tras unos segundos de duda, Raimundo
descendió del carro y, rodeándolo, se acercó hasta ella. Alargó los brazos para
tomarla de la cintura y así ayudarle a bajar. Francisca colocó las manos sobre
sus hombros sin rechistar y fue deslizándose por su cuerpo, ahogando un gemido
en su garganta ante el placer que sintió con el contacto.
Pero fue posar el pie en el suelo
y sentir un dolor terrible. No pudo evitar emitir un quejido.
- ¿Es el tobillo? -, le dijo
suavemente mirándole a los ojos. - ¿Te duele? -.
- Un… un poco… -.
Y era cierto. Aunque
el dolor quedaba disipado casi totalmente ante la intensa mirada de aquellos
profundos ojos castaños. Entonces Raimundo la soltó y se agachó levantándole el
bajo del vestido.
- Déjame ver -.
Con los dedos comenzó a rozar el
tobillo hinchado, más Francisca se apartó rápidamente. Sentir sus manos sobre
ella terminaría por hacerla desfallecer. Y no podía permitirse esa debilidad.
Raimundo, que seguía agachado, la miró con el ceño fruncido.
- Vamos Francisca, no seas
chiquilla. Tienes el tobillo hinchado y me gustaría ver el alcance de esta
lesión. Puede que no sea necesario avisar a la doctora, pero para eso me gustaría comprobarlo primero -. Se incorporó enfrentándola. Francisca se rindió, segura de que
se arrepentiría de esa decisión.
- ¿Y así me dejarás en paz,
tabernero? -.
Raimundo sonrió. – Te dejaré
tranquila…por hoy -. Pronunció las últimas palabras en un susurro mientras
bajaba la cabeza.
- ¿Qué has dicho? -. Le miró interrogante.
- Nada Francisca, nada… -. Movió
la cabeza hacia los lados, y divisó a la derecha en antiguo pajar de la Casona.
¡Qué buenos ratos habían pasado allí juntos! ¡Cuántas veces se habían amado allí
mismo llevados por la premura de su pasión!
- Vayamos al pajar -, sugirió de pronto. - Allí podrás sentarte y yo tendré libertad para examinarte el tobillo
-.
Me encanta estos relatos así.... pero me impacienta esperar lo que vendrá.... No tardes en escribir la tercera parte!!!! Dios quiera que sea lo que estoy imaginándome. ����
ResponderEliminarMuchas gracias! Y disculpa la espera...
EliminarSi claro...para examinar el tobillo...jajaja
ResponderEliminarPues claro, todo muy inocente... jejeje
Eliminar