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domingo, 21 de febrero de 2016

CONFESIONES (Parte 6)



Raimundo se había quedado clavado en el sitio, observando sus movimientos con absoluta tristeza. Ambos sufrieron, era cierto. Pero Francisca se llevó la peor parte de aquello y no podía evitar maldecirse por ser el causante. Por no haber tenido el valor necesario en su momento para enfrentarse a su padre y no tener que renunciar a ella. ¡Todo hubiera sido tan distinto!

Pasó cerca de media hora en la que ninguno de los dos abrió la boca. Donde cada uno de ellos había permanecido sumido en sus propios recuerdos. Se habían lanzado algunas miradas a escondidas a sabiendas que el otro no estaba mirando. 

Siempre igual, pensó Francisca. 

Toda una vida de sufrimiento que no se acababa, pues tenía que seguir ocultando a la vista de todos, y sobre todo, a la de Raimundo, que su corazón seguía palpitando por él.

- Francisca… -, la llamó él con suavidad. Se sobresaltó al escuchar su voz y le miró a los ojos, buscando sus palabras. Él se acercó un poco, retorciendo sus manos tras la espalda. – Ya que parece que tenemos que pasar aquí la noche, podríamos preparar un lugar para dormir, ¿no crees? -.

Ella asintió con la cabeza. Estaba demasiado cansada como para hablar y mucho menos para seguir discutiendo. Solo deseaba cerrar los ojos y que cuando volviera a abrirlos, la pena se hubiera alejado de ella. Al menos, tanto como para seguir haciendo su vida algo más soportable.

- Creo recordar que había una alcoba al final de este corredor -, le dijo, señalándolo con la mirada.

- Así es… -, sonrió él de manera imperceptible. – Muchas veces nosotros… -. 

Interrumpió sus palabras en el aire. ¿Qué se supone que iba a decir? Fuera lo que fuese solo serviría para remover de nuevo un pasado que les hacía demasiado daño. 

- Vamos, te acompañaré para que puedas descansar -. Se acercó a ella, pero sin atreverse a tocarla. No deseaba importunarla más por hoy. – Yo dormiré aquí fuera -.

Fueron hasta el pequeño cuarto del fondo. Todo seguía tal y como ellos recordaban en su corazón. Raimundo tomó una de las mantas para protegerse del frío durante la noche. Ambos recorrieron la estancia con la mirada hasta que sus ojos se cruzaron a medio camino. Tras interminables segundos, ella habló.

- Buenas noches, Raimundo -, le deseó ella en voz baja.

- Buenas noches, Francisca -, respondió él de igual modo. No pudo evitar que su mano se alzara para vagar tímidamente por su mejilla. Rozándola apenas con los nudillos. – Lo siento tanto, pequeña… -.  Ella se limitó a cerrar los ojos, sorprendida por el apelativo, y a la vez deseosa de ese temeroso contacto. – Hubiera dado mi vida por evitarte tanto dolor -, añadió.

Y sin más, dio media vuelta saliendo de allí, cerrando la puerta tras de sí. Dejando a Francisca a solas, que ya no se molestó en detener el caudal de lágrimas que surcaron su rostro.

- ¿Por qué me dejaste, Raimundo? -, susurró entre sollozos. - ¿Por qué no viniste a por mí? -. Se fue dejando caer lentamente en el suelo mientras la pena se adueñaba de su cuerpo. – Yo solo quería estar contigo… -.

…………..

No debía haberla tocado. Ni rozarla siquiera. La mano le quemaba en ardiente súplica por haberla apartado de su piel. De su calor. No sabía por qué lo había hecho. Tan solo sabía que había necesitado hacerlo imperiosamente.

Volvió la cabeza mirando la puerta cerrada que le separaba de ella. Había esperado que Francisca no le dejara marchar. Que le pidiera que se quedara junto a ella. Aunque aquello hubiera sido un error a la larga. ¿Qué pasaría después?

Después todo se volvería demasiado complicado, pensó mientras se quitaba la chaqueta y después el chaleco. Aunque la idea de pasar una única noche a su lado se le antojara lo mejor del mundo. Extendió sobre el suelo la manta que había cogido de la habitación donde ella dormía, y utilizó su chaqueta a modo de almohada, doblándola sobre sí misma.

Se tumbó boca arriba poniendo un brazo sobre su frente. Y pensando en ella. Como todas las noches. Aunque esta fuera la primera que pasara tan cerca de ella en mucho años.

………….

No fue consciente del tiempo que pasó en el suelo, aunque hacía ya unos minutos que sus lágrimas se habían secado. Igual que si saliera de un trance, se levantó a duras penas tratando de ubicar dónde se encontraba. Miró la cama. ¡Estaba tan cansada…!

Se fue despojando del vestido, quedándose con el corsé y las enaguas. Deshizo su moño, peinando después su pelo con los dedos. Metiéndose a continuación entre las sábanas. Cerrando los ojos para olvidar, al menos un instante, todo lo que había sucedido con Raimundo.

******************

- De mí murmuran y exclaman:

¡Ahí va la loca soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos!
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado -.

Se volvió hacía Raimundo, que permanecía tumbado boca arriba con los brazos detrás de la cabeza, escuchándola leer poesías del libro que le acababa de regalar. ¡Estaba tan emocionada con aquel presente…!

- Es maravilloso…Gracias Raimundo -. Sus ojos brillaban emocionados mientras le miraba con una preciosa sonrisa en los labios.

El abrió un ojo y la miró de medio lado. - ¿Te ha gustado entonces? -.

- ¿Qué si me ha gustado? -. Dejó el libro con cuidado sobre el mantel donde una hora antes habían improvisado un pequeño picnic. Acercándose de manera pícara a él. - ¿Quieres que te haga saber lo mucho que me ha gustado? -.

Quedó tumbada sobre su pecho apenas a unos centímetros de sus labios. Delineando su contorno con sus dedos. – No te imaginas cuánto te quiero, amor mío -.

- No tanto como yo, pequeña mía -. Besó con deleite la punta de sus dedos. - ¿Y bien? -. Le dijo después de unos segundos.

- ¿Y bien qué? -. Le preguntó acariciando su pecho.

- ¿No decías que ibas a agradecérmelo? -. Le respondió arqueando una ceja.

Francisca sonrió antes de abalanzarse sobre él y adueñarse de sus labios en un beso largo y profundo que les robó a ambos el oxígeno. Y que, como siempre, les dejó con ganas de más.

- ¿Estaremos siempre así Raimundo? -. Reposó la cabeza sobre su pecho. – Quiero decir… Me da miedo que el tiempo pase y puedas llegar a dejar de quererme -.

- ¿Cómo puedes pensar eso, mi ángel? -. Raimundo se incorporó, enmarcando su rostro. – Te amo -. Besó sus labios. – Te adoro -. Volvió a besarla. – Solo si  el sol dejara de brillar cada día, se extinguiría mi amor por ti -. Sonrió. – Y ni por esas -.

- Te quiero… -, dijo ella.

- Te quiero… -. La imitó Raimundo. – Y así será siempre. Nunca lo olvides -.

*********


- Raimundo… -.

Pronunció su nombre removiéndose en sueños. Despertándose al fin, mientras una lágrima se deslizaba por su rostro hasta morir en sus labios. Apartó las sábanas y se puso en pie, yendo hasta la puerta. Con sumo cuidado, procurando no hacer ningún ruido, la abrió muy despacio y salió. Completamente convencida de lo que iba a hacer.

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