- Doña Francisca ha llegado esta
nota para usted -.
Una de las doncellas se acercó hasta ella
haciéndole entrega de la misiva, y esperando nuevas órdenes.
- ¿Quién la trajo? -, le preguntó
mientras rompía el lacrado de la misma y sacaba la nota que ocultaba en su
interior.
- Un muchacho hace unos
minutos, Señora. Y no, no dio señas de quién se la había entregado -, se
adelantó la muchacha.
Francisca le sonrió antes de
comenzar a leer.
Necesito reunirme contigo esta misma noche para tratar un asunto de
vital importancia. Te espero en la Conservera a la caída de la tarde.
Raimundo.
- ¿Ocurre algo, Señora? -, le preguntó la joven al percibir el cambio que se produjo en Francisca tras leer la
nota. - ¿Se trata de malas noticias? -.
No supo qué responderle. Pero
tratándose de Raimundo, no podía tratarse de nada bueno. Y sin
embargo, la ansiedad se apoderó de ella ante el hecho de pasar un tiempo a su
lado. Y justo en el mismo lugar que fue testigo de su amor de juventud.
…………………………
- Buenas Alfonso -. Le saludó
Raimundo mientras terminaba de colocarse el delantal. – Disculpa la tardanza,
pero nuestro señor alcalde me asaltó por sorpresa en la plaza y solo hasta ahora pude
librarme de él -, afirmó con una media sonrisa.
- No se preocupe Raimundo. Como ve
no hay demasiada faena hoy. Por cierto… -, dejó sobre la barra el vaso que
estaba secando y se volvió hacía uno de los estantes. Cogió de él una nota y se la
ofreció. – Hace un rato un bracero trajo esta nota para usted -.
Él la tomó extrañado. - ¿Un
bracero? -. Terminó de abrirla y la leyó
con detenimiento.
Reúnete conmigo en la Conservera a la caída de la tarde. Es urgente que
hablemos.
Francisca
¿Qué nueva maldad se le habría
ocurrido a ese veneno de mujer en esta ocasión? No quería acudir. ¿Para qué?
¿Para darle una nueva oportunidad de que le humillara? Estaba cansado de tanta
discusión entre ellos. De seguir así solo se causarían aún más daño. Lo mejor
sería no acudir. Y sin embargo, algo en su interior le instaba a ello.
Ansiaba verla. Como entonces.
Como siempre.
………..
Caía la noche cuando Francisca
abrió la puerta del antiguo caserón. A pesar de estar abandonado desde que
Sebastián huyó del pueblo, se sorprendió gratamente al comprobar que todo
estaba en perfecto estado. Alguien se había tomado la molestia de ordenarlo
tras las pesquisas del ejercito, que seguramente había dejado el recinto manga
por hombro. Pensó en la pobre Emilia como la encargada de aquellos menesteres.
Aunque no pudo evitar sonreír al pensar en Raimundo, ayudándole en tal tarea. A
pesar de proceder de alta cuna, se había curtido en el trabajo duro a lo largo
de los años. Obligado por las circunstancias de la vida. Las mismas que
Salvador Castro, su despreciable difunto marido, se había encargado de agilizar.
Acarició las paredes a medida que
avanzaba por los oscuros pasillos, que ella iluminaba con un pequeño quinqué.
Raimundo la culpaba por habérselo arrebatado todo, cuando en realidad, fue
Salvador y no ella quien se encargó de hacerlo. Nunca se lo desmintió. ¿Para
qué? Él jamás la creería. Además, era cierto que no había movido un solo dedo
por evitarlo. Y con el paso de los años se convenció de que, aunque lo hubiese
intentado, nada habría podido hacer para evitar que Salvador hiciera su
santa voluntad.
Percibió movimiento a medida que
se acercaba a la sala principal. La misma que Sebastián había empleado como
despacho. Con toda seguridad, Raimundo habría llegado antes que ella. No pudo
evitar que un escalofrío, fruto del temor, recorriera su espalda. Había
confiado desde el principio en que esa nota era auténtica, y por ello se había
personado en la conservera ella sola. Sin ningún tipo de compañía. ¿Y si todo
era una trampa? ¿Y si Raimundo no le había enviado ninguna misiva?
Demasiado tarde era ya para
empezar a elaborar conjeturas. Se andaría con cautela, eso sí. Pero ya no había
vuelta atrás. Cuando llegó hasta la puerta, tomó aire y giró el pomo con
suavidad.
……..
Se había pasado toda la tarde
como si estuviera atontado. Pensando unicamente en la nota que Francisca le
había enviado. ¿Qué es lo que querría hablar con él? No veía el momento en que
empezara anochecer para salir de la taberna y encaminarse hasta la conservera.
Todo estaba tal y como Emilia y
él lo dejaron la última vez que se pasaron por allí. El ejercito había dejado
tirados papeles junto con otros muchos enseres, que ellos dos se encargaron de
ordenar. De hecho, al verlo ahora ante sus ojos, era como si el tiempo no
hubiera pasado. Como si se hubiese detenido para siempre.
*****
Miraba por el gran ventanal de
su habitación cómo la tarde iba dando paso a la cálida noche. Sintió unos
brazos que le rodeaban dulcemente por la cintura para comenzar después a reptar
por su pecho. El calor de un beso en el cuello le estremeció por completo,
erizando la piel de su nuca.
- Pensé que aún dormías… -. Se fue
girando hasta que sus miradas se cruzaron. Le sonrió dulcemente mientras
colocaba un mechón de su cabello detrás de la oreja.
- ¿Cómo pretende que siga durmiendo
cuando usted no hace más que pavonearse frente a mí en paños menores, señor
Ulloa? -. Se colgó de su cuello mientras rozaba con sus labios la comisura de
los suyos. - ¿Tenemos que irnos ya…? -. Le dijo con un puchero al que él nunca
podía resistirse.
- Si no quieres que tu padre te
regañe por llegar tarde sí. Hemos de irnos ya. Pero… -, dejó la frase
suspendida en el aire mientras la alzaba en sus brazos, y la miraba arqueando
pícaramente una ceja.
Francisca prorrumpió en
carcajadas, acariciando su pecho al mismo tiempo. - Pero… -, se acercó hasta su
oreja, mordisqueando tiernamente el lóbulo de la misma. - ¿Tienes alguna idea
en mente, Ulloa? -, le susurró.
- ¿Te sientes atrevida? -, susurró de forma
sensual junto a su boca. - ¿Osada? ¿Desafiante? -.
El cuerpo de Francisca vibraba
con cada susurro de sus labios. Nadie conseguía estremecerla como él. Raimundo
la llevó de nuevo hasta la cama, depositándola en ella muy lentamente, y
cayendo sobre ella con suavidad. Bajando su mano desde su mejilla hasta llegar a
su muslo. Trazando círculos con la yema de los dedos. Un suspiro escapó de su
boca y Raimundo lo atrapó entre sus labios.
- Moriría por ti, Francisca… te
quiero -. Rozó de nuevo su boca en suaves toques. – Te quiero…Te prometo que
nunca te haré daño. Nunca… -.
****
Irónico. Resultaba dolorosamente
irónico que se acordara de ese momento junto a Francisca en ese preciso
instante. Tan solo unos meses después de aquello, tuvo que ocasionarle el mayor
daño posible. Rompiendo su promesa. Destrozándose ambos la vida por los
malditos convencionalismos. Por el cochino dinero.
Se giró cuando escuchó que se
abría la puerta a sus espaldas.
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