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martes, 9 de febrero de 2016

CONFESIONES (Parte 2)



- Doña Francisca, hemos de hablar de inmediato -.

Las puertas del despacho acababan de abrirse de golpe dando paso a un agitado Don Anselmo, mientras Francisca, sobresaltada por la impresión, dejaba encima de la mesa el libro que hasta apenas unos segundos había estado leyendo.

- ¿Pero qué formas son estas de entrar en mi casa, padre? -. Se quitó los lentes furiosa, lanzándolos sobre la pila de papeles que había sobre la mesa. - ¿Acaso su próxima partida del pueblo le ha hecho perder los buenos modales? -.

El páter se tranquilizó, pensando que quizá había hecho acto de presencia con demasiado ímpetu. Enlazó sus manos a la espalda y se disculpó.

- Discúlpeme Doña Francisca, pero el asunto que nos ocupa es importante y requiere la máxima urgencia -. Se giró cerrando la puerta y encarándola nuevamente.

- Disculpas…aceptadas. Pero dígame… ¿qué asunto puede ser tan importante como para que entre en mi casa avasallando de esta manera? -. Aunque algo menos furiosa, no podía evitar mostrarse desconcertada por la presencia del cura. Y ciertamente, sentía además algo de curiosidad.

- Lo sabe perfectamente -. Sentenció él.

Francisca mudó su rostro ante la afirmación de Don Anselmo. Conocía con exactitud el “asunto” que quería tratar, pues llevaba insistiéndole en ello desde hacía ya mucho tiempo.

- Lo hemos hablado infinidad de veces padre, y en todas ellas mi respuesta ha sido siempre la misma. ¿A qué tanta insistencia? -. Protestó. – Le pido… es más, le exijo… -, recalcó esa última palabra, -…que no vuelva a mencionar este tema. Usted pronto se irá de este pueblo… -, se dejó caer hacía atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. -…y es mejor que no meta las narices donde no le conviene. ¿Estamos? -.

- No, no estamos para nada -. Replicó el cura, sentándose frente a ella y mirándola con firmeza. – Doña Francisca… -, suavizó su tono de voz. – No me queda demasiado tiempo en estas tierras, y no me gustaría marcharme sin solucionar este…desaguisado -.

- Bonita palabra para explicar mi vida, padre -. Francisca apartó entristecida la mirada, para agacharla después. – Mis motivos tengo para no querer hablar -.

Don Anselmo vio en ese momento su oportunidad para sacar el tema por el cual se había desplazado hasta la Casona. Si conseguía solucionar este punto, el resto sería pan comido.

- Y esos motivos han de ver con Raimundo Ulloa, ¿me equivoco? -. La sola expresión del rostro de ella le confirmó que no había errado el tiro al efectuar tal afirmación. – Estoy en lo cierto, como suponía… ¿Por qué no me cuenta lo que pasó realmente entre ustedes dos? Considéreme un amigo con el que descargar su pena -.

Ella le miró de medio lado, queriendo parecer indiferente y ocultando ese dolor que amenazaba con asomar, descubriéndola ante Don Anselmo.

- ¿Pena dice? -, se carcajeó con desprecio. - ¿Qué le hace suponer que ese maldito posadero me causa algún penar? -.

El cura la miró comprensivo. – Me lo dicen sus ojos, Doña Francisca. Y ellos no son capaces de silenciar la verdad -.

Apartó la mirada nerviosa. Visiblemente azorada. Retorciendo sus manos en un gesto más que revelador. Reacia aun así a hablar de sus sentimientos. Siempre había ocultado su latente amor por Raimundo y el miedo que le causaba revelarle la verdad. ¡No se la merecía! Por haberla abandonado, a ella y a su hijo. No se la merecía… pensó mientras sus ojos se cargaban de lágrimas. Y sin embargo, ansiaba contárselo. Hacerle partícipe de ello. Pero el temor a que él la odiara aún con más intensidad que ahora, refrenaba esos impulsos.

- Lo que usted me revele, no saldrá nunca de estas cuatro paredes. Se lo prometo -. Don Anselmo apoyó los brazos sobre la mesa y enlazó las manos. – Pero necesito conocer la verdad para poder prestarle ayuda -.

Francisca le miró. - ¿Y por qué habría de ayudarme? ¿Qué busca a cambio de ello? -.

- ¿Por qué piensa que ha de existir un motivo oculto para ofrecerle mi apoyo? Nada hay en mi, más que el deseo de ayudar a dos buenas personas -. La miró con detenimiento y sonrió levemente ante la expresión de ella. – Sí, no me mire de esa manera. Por más que intente ocultarlo, sé que bajo esa capa de orgullo y dureza se esconde un corazón bondadoso que solo desea que lo quieran -.

Deseaba que se abriera al fin y mostrara sus verdaderos sentimientos. Sonrió con satisfacción al comprobar que ella finalmente, comenzaba a hablar.

- Raimundo y yo nos amábamos. Desde niños. Desde siempre. O… o al menos eso era lo que yo creía -. Se levantó de la silla, dándole la espalda. – Después de jurarme una y mil veces que me quería, prefirió casarse con otra por dinero y despreciarme -. Lo encaró con lágrimas en los ojos. – Fin de la historia -.

Don Anselmo se levantó y fue hacia ella. Tomando sus manos entre las suyas. 

- ¿Fin de la historia? ¿Está segura de ello, Doña Francisca? -.

- ¿Qué quiere decir? -. Frunció el ceño.

- No se haga la ingenua conmigo -. Le amonestó con visible ternura. - ¿Usted todavía le ama? -.

¿Amarle? ¡Más que a su propia vida! Esa era la condena que cargaba sobre su espalda y que la torturaba incesantemente al saber no correspondido ese amor. ¿Cómo seguir amando a alguien que te ha causado tanto dolor? Ante los ojos de los demás se mostraría como una mujer débil y dependiente por seguir queriendo a la persona que la abandonó.

- ¿Qué más da lo que yo sienta, padre? -. Se soltó de sus manos y se encaminó de nuevo hasta la silla, tomando asiento. – Raimundo me desprecia -. Un intenso dolor impregnó sus palabras. Pero rápidamente, recuperó la compostura que había perdido durante aquellos minutos eternos. – Vuelvo a pedirle que se olvide de todo este asunto. Y por favor, le rogaría que ahora me dejara sola -.

No había más que hablar. Y sin embargo, aquella conversación había revelado mucho más de lo que él esperaba. Con una leve inclinación de cabeza, se despidió de ella dejándola sumida en su propio infierno particular. El mismo que había vislumbrado en Raimundo la noche anterior. Y del que él pensaba sacarlos a ambos, costase lo que costase.

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