- Doña Francisca, hemos de hablar
de inmediato -.
Las puertas del despacho acababan
de abrirse de golpe dando paso a un agitado Don Anselmo, mientras Francisca,
sobresaltada por la impresión, dejaba encima de la mesa el libro que hasta
apenas unos segundos había estado leyendo.
- ¿Pero qué formas son estas de
entrar en mi casa, padre? -. Se quitó los lentes furiosa, lanzándolos sobre la
pila de papeles que había sobre la mesa. - ¿Acaso su próxima partida del pueblo le ha hecho perder los buenos modales? -.
El páter se tranquilizó, pensando
que quizá había hecho acto de presencia con demasiado ímpetu. Enlazó sus manos
a la espalda y se disculpó.
- Discúlpeme Doña Francisca, pero
el asunto que nos ocupa es importante y requiere la máxima urgencia -. Se giró
cerrando la puerta y encarándola nuevamente.
- Disculpas…aceptadas. Pero
dígame… ¿qué asunto puede ser tan importante como para que entre en mi casa
avasallando de esta manera? -. Aunque algo menos furiosa, no podía evitar mostrarse
desconcertada por la presencia del cura. Y ciertamente, sentía además algo de
curiosidad.
- Lo sabe perfectamente -.
Sentenció él.
Francisca mudó su rostro ante la
afirmación de Don Anselmo. Conocía con exactitud el “asunto” que quería tratar,
pues llevaba insistiéndole en ello desde hacía ya mucho tiempo.
- Lo hemos hablado infinidad de
veces padre, y en todas ellas mi respuesta ha sido siempre la misma. ¿A qué
tanta insistencia? -. Protestó. – Le pido… es más, le exijo… -, recalcó esa
última palabra, -…que no vuelva a mencionar este tema. Usted pronto se irá de
este pueblo… -, se dejó caer hacía atrás, apoyándose en el respaldo de la
silla. -…y es mejor que no meta las narices donde no le conviene. ¿Estamos? -.
- No, no estamos para nada -.
Replicó el cura, sentándose frente a ella y mirándola con firmeza. – Doña
Francisca… -, suavizó su tono de voz. – No me queda demasiado tiempo en estas tierras, y no me gustaría marcharme sin solucionar este…desaguisado -.
- Bonita palabra para explicar mi
vida, padre -. Francisca apartó entristecida la mirada, para agacharla después.
– Mis motivos tengo para no querer hablar -.
Don Anselmo vio en ese momento su
oportunidad para sacar el tema por el cual se había desplazado hasta la Casona.
Si conseguía solucionar este punto, el resto sería pan comido.
- Y esos motivos han de ver con
Raimundo Ulloa, ¿me equivoco? -. La sola expresión del rostro de ella le
confirmó que no había errado el tiro al efectuar tal afirmación. – Estoy en lo
cierto, como suponía… ¿Por qué no me cuenta lo que pasó realmente entre ustedes
dos? Considéreme un amigo con el que descargar su pena -.
Ella le miró de medio lado,
queriendo parecer indiferente y ocultando ese dolor que amenazaba con asomar,
descubriéndola ante Don Anselmo.
- ¿Pena dice? -, se carcajeó con
desprecio. - ¿Qué le hace suponer que ese maldito posadero me causa algún
penar? -.
El cura la miró comprensivo. – Me
lo dicen sus ojos, Doña Francisca. Y ellos no son capaces de silenciar la
verdad -.
Apartó la mirada nerviosa.
Visiblemente azorada. Retorciendo sus manos en un gesto más que revelador. Reacia
aun así a hablar de sus sentimientos. Siempre había ocultado su latente amor
por Raimundo y el miedo que le causaba revelarle la verdad. ¡No se la merecía!
Por haberla abandonado, a ella y a su hijo. No
se la merecía… pensó mientras sus ojos se cargaban de lágrimas. Y sin
embargo, ansiaba contárselo. Hacerle partícipe de ello. Pero el temor a que él
la odiara aún con más intensidad que ahora, refrenaba esos impulsos.
- Lo que usted me revele, no
saldrá nunca de estas cuatro paredes. Se lo prometo -. Don Anselmo apoyó los
brazos sobre la mesa y enlazó las manos. – Pero necesito conocer la verdad para
poder prestarle ayuda -.
Francisca le miró. - ¿Y por qué
habría de ayudarme? ¿Qué busca a cambio de ello? -.
- ¿Por qué piensa que ha de
existir un motivo oculto para ofrecerle mi apoyo? Nada hay en mi, más que el
deseo de ayudar a dos buenas personas -. La miró con detenimiento y sonrió
levemente ante la expresión de ella. – Sí, no me mire de esa manera. Por más
que intente ocultarlo, sé que bajo esa capa de orgullo y dureza se esconde un
corazón bondadoso que solo desea que lo quieran -.
Deseaba que se abriera al fin y
mostrara sus verdaderos sentimientos. Sonrió con satisfacción al comprobar que
ella finalmente, comenzaba a hablar.
- Raimundo y yo nos amábamos.
Desde niños. Desde siempre. O… o al menos eso era lo que yo creía -. Se levantó
de la silla, dándole la espalda. – Después de jurarme una y mil veces que me
quería, prefirió casarse con otra por dinero y despreciarme -. Lo encaró con
lágrimas en los ojos. – Fin de la historia -.
Don Anselmo se levantó y fue
hacia ella. Tomando sus manos entre las suyas.
- ¿Fin de la historia? ¿Está
segura de ello, Doña Francisca? -.
- ¿Qué quiere decir? -. Frunció el
ceño.
- No se haga la ingenua conmigo -.
Le amonestó con visible ternura. - ¿Usted todavía le ama? -.
¿Amarle? ¡Más que a su propia
vida! Esa era la condena que cargaba sobre su espalda y que la torturaba
incesantemente al saber no correspondido ese amor. ¿Cómo seguir amando a
alguien que te ha causado tanto dolor? Ante los ojos de los demás se mostraría
como una mujer débil y dependiente por seguir queriendo a la persona que la
abandonó.
- ¿Qué más da lo que yo sienta,
padre? -. Se soltó de sus manos y se encaminó de nuevo hasta la silla, tomando
asiento. – Raimundo me desprecia -. Un intenso dolor impregnó sus palabras.
Pero rápidamente, recuperó la compostura que había perdido durante aquellos
minutos eternos. – Vuelvo a pedirle que se olvide de todo este asunto. Y por
favor, le rogaría que ahora me dejara sola -.
No había más que hablar. Y sin
embargo, aquella conversación había revelado mucho más de lo que él esperaba.
Con una leve inclinación de cabeza, se despidió de ella dejándola sumida en su
propio infierno particular. El mismo que había vislumbrado en Raimundo la noche
anterior. Y del que él pensaba sacarlos a ambos, costase lo que costase.
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