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lunes, 15 de febrero de 2016

CONFESIONES (Parte 4)



- Buenas noches, Francisca… -, musitó. Estaba realmente hermosa.

- Hola Raimundo -.

Quedaron frente a frente. Mirándose. Esperando a que el otro diera el primer paso que rompiera ese mutismo que los envolvía. Que los asfixiaba desde el mismo momento en que sus ojos se habían cruzado.

Tiene gracia, pensó tristemente Raimundo. Ellos, que siempre parecían tener una palabra hiriente para regalarse, se observaban ahora sin saber qué decir. En el más absoluto silencio.

Silencio de palabras huecas. Vacías. Que no sentían, pero que les ayudaban a esconder un amor del que se sentían esclavos. Mientras sus ojos eran los únicos capaces de no ocultar la verdad que se encerraba en lo más profundo de su ser. Aunque el orgullo los cegara de tal manera, que eran incapaces de vislumbrarlo siquiera.

Deslizó la mirada por su cuerpo, igual que una caricia. Deteniéndose en cada curva, de manera casi imperceptible. O al menos eso era lo que él creía, ya que al regresar de nuevo por el mismo camino que sus ojos habían trazado, pudo percibir cómo las mejillas de Francisca se habían cubierto de un delicioso rubor.

-¿Y bien Raimundo? -. Pudo hablar al fin, recuperándose aún del minucioso escrutinio al que éste le había sometido unos segundos atrás. – Aquí me tienes -, le dijo mientras se adentraba más en la habitación y dejaba el quinqué sobre la mesa. – Te rogaría que fueras breve en tu exposición. Es tarde, y no deseo perder el tiempo con una más de tus tonterías -.

Había permanecido de espaldas a él, poniendo sus manos sobre la mesa en busca del apoyo que necesitaba. No era la primera vez que Raimundo le dedicaba una mirada igual, aunque siempre se había negado a ella. Como ahora, en que era capaz de sentir sus ojos clavados en la nuca. Ocultando a duras penas el intenso escalofrío que recorrió su columna vertebral.

- ¿Cómo dices? -. Su voz profunda vibró en la habitación, haciéndole cerrar los ojos al sentirla tan cerca. Raimundo enlazó sus manos tras la espalda, para evitar la habitual tentación de tomarla por la cintura. Aunque se mostraba bastante extrañado por la situación. – Más bien has de ser tú quien me diga a qué viene esta extraña reunión. A fin de cuentas, fuiste tú quien me citó aquí para hablar conmigo -.

- ¿Yo? -, se giró ella. – No… Fuiste tú quien envió una nota para pedirme que viniera -. Se movió nerviosa hacia él. – Para tratar no sé qué asuntos de vital importancia -. Repitió en voz alta las mismas palabras que contenía la nota que había recibido.

- Perdona, pero te equivocas -. Sacó de uno de sus bolsillos la misiva que él había recibido aquella misma tarde, comenzando a leer en voz alta. – “Reúnete conmigo en la conservera a la caída de la tarde” -. La miró mostrándole el papel. – Déjate de jueguecitos, Francisca -.

- Trae acá -. Casi le arrancó la nota de las manos, leyendo ella misma su contenido. – Yo no he escrito esto -. Le miró con una sonrisa burlona. – Además no es mi letra. Y mira… -. Sacó de su bolsito otra carta parecida, ofreciéndosela para que la leyera. Insistiendo al ver que Raimundo la miraba extrañado y no tenía intención de cogerla. – Vamos, tómala y lee. Para que veas que no he sido yo quien ha formado esta absurda pantomima -.

Finalmente cogió la nota que ella le brindaba y la leyó en silencio. 

– Tampoco es mi letra -. La miró. – Pues si no has sido tú, y evidentemente, yo tampoco… ¿Quién se supone que nos ha citado aquí? -.

- Y lo que es más importante… -. Se acercó a él hasta quedar cara a cara. - ¿Por qué motivo? -. Entrecerró los ojos. Dedicándole una mirada desconfiada. - ¿Seguro que todo esto no es cosa tuya, Raimundo?  -.

- Ya te dije que no. Te doy mi palabra -. La encaró alzando el mentón y frunciendo el ceño. - ¿Es que no te basta con ella? -.

Francisca arqueó una ceja. – No me hagas hablar... -.

Volvieron a quedarse en silencio. Retándose con la mirada, hasta que un estruendo les hizo volver a la realidad. La puerta se había cerrado de golpe.

- Ha debido ser la corriente -. Dijo él, pero sin moverse y sin despegar sus ojos de ella. – Este viejo caserón está abandonado desde que… -. Se quedó en silencio al pensar en todo lo ocurrido en el pasado. Desvió la mirada, haciéndola vagar lentamente por la habitación hasta detenerse de nuevo en Francisca.  – Nada más quedan en él los recuerdos. Lejanos y tristes recuerdos -. Suspiró.

- No todos fueron tristes… -. Musitó ella, que se había quedado perdida también en algún rincón del pasado. Pero rápidamente fue consciente de sus palabras y del sentido de las mismas y trató de volver a su pose habitual. – En fin, si no hay más que decir, me marcho. Sea quien fuera quien nos reunió aquí, y los motivos que le llevaron a ello, poco importan -. Se encaminó hacia la puerta. – No pienso quedarme para averiguarlo -.

Al pasar por el lado de Raimundo, se detuvo. Aunque no le miró. No podía. De hacerlo, tal vez olvidaría demasiados años de sufrimiento para renunciar al rencor y entregarse a una pasión que la consumía. Para rendirse a sus pies dispuesta a recibir solamente aquello que él quisiera ofrecerla.

- Con Dios, Raimundo -. Susurró.

Quiso dar un paso hacia adelante, pero él no se lo permitió, tomándola con suavidad de la mano. Soltándola casi de inmediato al ser consciente de su acción.

– Espera -. Musitó.

Volvió su mirada a ella, que se había quedado quieta en el sitio. Observándole de tal manera que sintió cómo su corazón golpeaba con furia sus costillas.

– Es muy tarde y no es prudente que andes sola por estos caminos. Si no tienes inconveniente, te acompañaré hasta la Casona -.

Francisca asintió y sin más fue hacia la puerta con intención de abrirla. Giró el pomo, pero esta no se abrió. Un nuevo intento segundos después, le devolvió el mismo resultado.

- No se abre -. Se giró nerviosa.

Raimundo la tomó por la cintura, apartándola con delicadeza. Aunque antes, se recreó unos instantes con su contacto. Sintiendo su calidez bajo las palmas de sus manos. No supo cuánto la extrañaba en su vida hasta ese mismo instante. Teniéndola pegada a su cuerpo.

Con decisión se dispuso a abrir la puerta. Movió el pomo, pero la puerta no cedió. Lo intentó una vez más. Nada. Azorado, y frotándose la nuca por temor a la reacción de Francisca, se giro hacia ella.

- Parece que nos hemos quedado aquí encerrados… -.

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Fuera, alguien que estaba escuchando sus quejas por el encierro, no pudo ocultar la sonrisa que apareció en su rostro. Su plan, acababa de ponerse en marcha.
 

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