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viernes, 5 de febrero de 2016

CONFESIONES (Parte 1)



De nuevo el encuentro con Francisca le había dejado el cuerpo desasosegado y alma oprimida. Debería odiarla. Despreciarla por todo el daño que le había causado a lo largo de los años. El que aún continuaba haciéndole a él y a su familia. Debería, pensó con tristeza. Y sin embargo, no podía hacerlo.

Se dirigió hasta la puerta de la taberna para echar el pestillo. Aquella noche le había pedido a su hija encargarse él de cerrar el negocio. Necesitaba tiempo para estar a solas, pero a la vez, manteniendo la mente ocupada para no tener que pensar en todas las desgracias que se habían encadenado una tras otra, y que habían colmado con creces todo el cupo de sinsabores que una persona podía soportar. Y si no fuera suficiente con todo esto, Francisca seguía empeñada en hundir el cuchillo en la herida que más le dolía.

Francisca…

Habiendo pasado ya unas horas desde su encuentro, solo podía recordar su rostro. Su voz… Y no las duras palabras que le había dedicado. Siempre era igual. Su amor por ella conseguía disipar los dardos hirientes que su rencor y su desprecio le lanzaban sin ningún pudor. Y mientras salía al exterior, con el único fin de llenar sus pulmones del aire cálido de la noche y apaciguar su ánimo, pensaba irónico en lo paradójica que resultaba su actitud.

Él, adalid siempre de las libertades de todos, sobre todo de los más desfavorecidos, resultaba ser el más esclavo de todos ellos. Esclavo de un amor tan grande como doloroso. Cautivo de su embrujo. De su recuerdo.

Se sentó en el banco que había junto a la posada, apoyando la cabeza sobre la pared y cerrando los ojos. Debería odiarla, sí. Pero era incapaz de hacerlo. La amaba más que a su propia vida.

– Buenas noches, Raimundo -.

Una voz le sobresaltó obligándole a abrir los ojos. Se trataba de Don Anselmo, que estaba frente a él mirándole con una media sonrisa y las manos cruzadas sobre el pecho.

– Don Anselmo, no le sentí llegar -. Le saludó de igual modo. - ¿Qué hace por aquí a estas horas tan intempestivas? Siempre pensé que los hombres de Dios se recogían pronto -.

– No seas hereje, Raimundo -. Le amonestó. – Me apetecía dar un paseo. ¿Puedo? -. Hizo un gesto con la mano señalando el asiento a su lado.

– Claro, por supuesto -. Raimundo se movió, invitándole a sentarse junto a él.

– Gracias -. Habló el cura. – Por tu actitud y tu semblante hace un momento pensé que quizá querías estar a solas -.

Raimundo bajó la cabeza sonriendo. - ¿Por qué dice eso? Es un buen amigo y siempre es agradable hablar con usted. Aunque no siempre estemos de acuerdo -. Le miró de reojo.

– Si no fueras tan sacrílego y tan blasfemo, te aseguro que hubieras sido un buen sacerdote, Raimundo -. Ambos hombres rieron hasta que aquellas risas se fueron disipando. Don Anselmo suspiró. – Me preocupas. Lo sabes ¿verdad? -.

– No tiene por qué hacerlo. Estoy bien -. Quiso tranquilizarlo Raimundo.

– No, no lo estás -. Le refutó. – Y que pongas tanto empeño en afirmar lo contrario, es lo que más me preocupa -. Volvió su mirada hacia su amigo. – Sabes que puedes contarme lo que sea Raimundo. Desde hace días te noto afligido… ¿Qué es lo que te inquieta? -.

Raimundo se dejó caer hacia adelante, apoyando los brazos sobre sus rodillas. – Disculpe padre, pero no creo que me entendiera… -. Le respondió con sorna.

– Prueba a ver -. Replicó el cura. – Tal vez te sorprenda -.

Raimundo le miró arqueando una ceja antes de apartar la mirada meneando la cabeza. Aquel hombre era imposible. Pero también su mejor amigo. Con el que siempre había podido contar. Tomó aire dejándolo escapar lentamente a continuación.

- ¿Puedo hacerle una pregunta? -. El páter asintió con la cabeza. - ¿Alguna vez ha estado enamorado? -.

– Pero ¿cómo me preguntas eso? -. Se santiguó.

Raimundo sonrió. - ¿Ve? Le dije que no lo entendería… -.

Don Anselmo suspiró. – El que yo no haya experimentado el amor con ninguna mujer, no significa que no lo haya visto y vivido a mi alrededor -. Le miró de soslayo. – Hay una mujer, ¿no es cierto? -.

Raimundo dejó vagar la mirada por la plaza, aunque sus pensamientos y su corazón estaban ahora muy lejos de allí. – Siempre la ha habido, padre. Y ese es el problema -. Afirmó apenado.

– Comprendo… -. Por supuesto que comprendía. A su mente llegó una conversación inquietante que mantuvo no hace demasiado tiempo bajo secreto de confesión. No le cabía ninguna duda de que Raimundo le estaba hablando de ella. – La amas, ¿no es cierto? -. Él no le contestó, pero su mirada lo hizo por él.  – Sí… la amas… Y ese amor te causa sufrimiento… -. Habló más casi para sí mismo, pero Raimundo le contestó.

– Es más que sufrimiento padre. Es dolor. Es sentir que se me desgarra el corazón… -. Cerró su puño en torno a su camisa, justo a la altura del mismo. – Porque sé que ese amor es imposible. Una quimera… -.

– Y si tanto dolor te causa, ¿por qué la sigues amando? -. Le preguntó temeroso.

Raimundo sonrió con tristeza. – Porque amarla es lo único que me mantiene con vida, padre -.

Se quedaron en silencio, cada uno perdido en sus propias cavilaciones. - ¿Y ella? ¿No te corresponde? -. Le preguntó de pronto. Raimundo le miró con los ojos brillantes por las lágrimas retenidas. – Lo averiguaré… -. Musitó.

- ¿Cómo dice? -. Raimundo le miraba con el ceño fruncido. 

Don Anselmo sonrió, moviendo la mano en el aire. – ¡No me hagas caso Ulloa! Pensamientos de un pobre viejo, nada más -.

Él alzó su mano hasta colocarla sobre el hombro del cura. - ¿Sabe? Voy a extrañarlo mucho… -.

– Yo también a ti, hereje… A pesar de nuestras diferencias, eres el mejor amigo que tengo -. Permanecieron mirándose en silencio varios minutos. – Bueno, bueno, dejémonos de sentimentalismos y háblame de ella -.

Raimundo le miró sin entender. - ¿De ella? -. Arqueó una ceja. – Creí que quería que nos dejáramos de sentimentalismos -.

Don Anselmo se apoyó en la pared y se cruzó de brazos. – Soy todo oídos, Ulloa -.

Raimundo estaba algo desconcertado por la actitud de Don Anselmo. Pero en estos momentos pensó que tal vez le vendría bien desahogarse con un amigo. Hablar de ella podría aliviar la pesada carga que llevaba en su corazón. Además, el páter no podría saber nunca sobre a quién se refería.

– Mi pequeña… -. Sonrió dejando que un brillo especial naciera en sus ojos. Ese que siempre aparecía cada vez que viajaba al pasado. Cada vez que sus pensamientos, su alma y su corazón revivían los momentos a su lado. – La criatura más dulce, encantadora y generosa que jamás llegué a conocer -. Entrelazó las manos sobre las rodillas dejando vagar a sus recuerdos. – Un ser lleno de luz. Ella era la brisa de primavera que calmaba mi corazón. Que le daba vida. El fuego que encendía la sangre de mis venas… -. Suspiró. - Éramos jóvenes. Felices. Y creíamos que nada ni nadie, podría separarnos nunca. ¡Cuán equivocados estábamos! -. Dirigió su mirada a Don Anselmo, que le había escuchado con suma atención. – He tenido que vivir más años alejado de ella, que a su lado. Y sin embargo, sigue inundando mis sueños. Su solo recuerdo me hace sonreír… -.

Los recuerdos siguieron fluyendo, inundando el aire de la noche. Y aunque nadie puso nombre a esa mujer de la que hablaba Raimundo, ambos tenían el mismo nombre ocupando sus pensamientos. Francisca Montenegro.

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