De nuevo el encuentro con
Francisca le había dejado el cuerpo desasosegado y alma oprimida. Debería
odiarla. Despreciarla por todo el daño que le había causado a lo largo de los
años. El que aún continuaba haciéndole a él y a su familia. Debería, pensó con
tristeza. Y sin embargo, no podía hacerlo.
Se dirigió hasta la puerta de la
taberna para echar el pestillo. Aquella noche le había pedido a su hija
encargarse él de cerrar el negocio. Necesitaba tiempo para estar a solas, pero
a la vez, manteniendo la mente ocupada para no tener que pensar en todas las
desgracias que se habían encadenado una tras otra, y que habían colmado con
creces todo el cupo de sinsabores que una persona podía soportar. Y si no fuera
suficiente con todo esto, Francisca seguía empeñada en hundir el cuchillo en la
herida que más le dolía.
Francisca…
Habiendo pasado ya unas horas
desde su encuentro, solo podía recordar su rostro. Su voz… Y no las duras
palabras que le había dedicado. Siempre era igual. Su amor por ella conseguía
disipar los dardos hirientes que su rencor y su desprecio le lanzaban sin
ningún pudor. Y mientras salía al exterior, con el único fin de llenar sus
pulmones del aire cálido de la noche y apaciguar su ánimo, pensaba irónico en
lo paradójica que resultaba su actitud.
Él, adalid siempre de las
libertades de todos, sobre todo de los más desfavorecidos, resultaba ser el más
esclavo de todos ellos. Esclavo de un amor tan grande como doloroso. Cautivo de
su embrujo. De su recuerdo.
Se sentó en el banco que había
junto a la posada, apoyando la cabeza sobre la pared y cerrando los ojos.
Debería odiarla, sí. Pero era incapaz de hacerlo. La amaba más que a su propia
vida.
– Buenas noches, Raimundo -.
Una voz le sobresaltó obligándole
a abrir los ojos. Se trataba de Don Anselmo, que estaba frente a él mirándole
con una media sonrisa y las manos cruzadas sobre el pecho.
– Don Anselmo, no le sentí llegar
-. Le saludó de igual modo. - ¿Qué hace por aquí a estas horas tan
intempestivas? Siempre pensé que los hombres de Dios se recogían pronto -.
– No seas hereje, Raimundo -. Le
amonestó. – Me apetecía dar un paseo. ¿Puedo? -. Hizo un gesto con la mano
señalando el asiento a su lado.
– Claro, por supuesto -. Raimundo
se movió, invitándole a sentarse junto a él.
– Gracias -. Habló el cura. – Por
tu actitud y tu semblante hace un momento pensé que quizá querías estar a solas
-.
Raimundo bajó la cabeza sonriendo.
- ¿Por qué dice eso? Es un buen amigo y siempre es agradable hablar con usted.
Aunque no siempre estemos de acuerdo -. Le miró de reojo.
– Si no fueras tan sacrílego y
tan blasfemo, te aseguro que hubieras sido un buen sacerdote, Raimundo -. Ambos
hombres rieron hasta que aquellas risas se fueron disipando. Don Anselmo
suspiró. – Me preocupas. Lo sabes ¿verdad? -.
– No tiene por qué hacerlo. Estoy
bien -. Quiso tranquilizarlo Raimundo.
– No, no lo estás -. Le refutó. –
Y que pongas tanto empeño en afirmar lo contrario, es lo que más me preocupa -.
Volvió su mirada hacia su amigo. – Sabes que puedes contarme lo que sea
Raimundo. Desde hace días te noto afligido… ¿Qué es lo que te inquieta? -.
Raimundo se dejó caer hacia
adelante, apoyando los brazos sobre sus rodillas. – Disculpe padre, pero no
creo que me entendiera… -. Le respondió con sorna.
– Prueba a ver -. Replicó el
cura. – Tal vez te sorprenda -.
Raimundo le miró arqueando una
ceja antes de apartar la mirada meneando la cabeza. Aquel hombre era imposible.
Pero también su mejor amigo. Con el que siempre había podido contar. Tomó aire
dejándolo escapar lentamente a continuación.
- ¿Puedo hacerle una pregunta? -.
El páter asintió con la cabeza. - ¿Alguna vez ha estado enamorado? -.
– Pero ¿cómo me preguntas eso? -.
Se santiguó.
Raimundo sonrió. - ¿Ve? Le dije
que no lo entendería… -.
Don Anselmo suspiró. – El que yo
no haya experimentado el amor con ninguna mujer, no significa que no lo haya
visto y vivido a mi alrededor -. Le miró de soslayo. – Hay una mujer, ¿no es
cierto? -.
Raimundo dejó vagar la mirada por
la plaza, aunque sus pensamientos y su corazón estaban ahora muy lejos de allí.
– Siempre la ha habido, padre. Y ese es el problema -. Afirmó apenado.
– Comprendo… -. Por supuesto que
comprendía. A su mente llegó una conversación inquietante que mantuvo no hace
demasiado tiempo bajo secreto de confesión. No le cabía ninguna duda de que
Raimundo le estaba hablando de ella. – La amas, ¿no es cierto? -. Él no le
contestó, pero su mirada lo hizo por él.
– Sí… la amas… Y ese amor te causa sufrimiento… -. Habló más casi para
sí mismo, pero Raimundo le contestó.
– Es más que sufrimiento padre.
Es dolor. Es sentir que se me desgarra el corazón… -. Cerró su puño en torno a
su camisa, justo a la altura del mismo. – Porque sé que ese amor es imposible.
Una quimera… -.
– Y si tanto dolor te causa, ¿por
qué la sigues amando? -. Le preguntó temeroso.
Raimundo sonrió con tristeza. –
Porque amarla es lo único que me mantiene con vida, padre -.
Se quedaron en silencio, cada uno
perdido en sus propias cavilaciones. - ¿Y ella? ¿No te corresponde? -. Le
preguntó de pronto. Raimundo le miró con los ojos brillantes por las lágrimas
retenidas. – Lo averiguaré… -. Musitó.
- ¿Cómo dice? -. Raimundo le
miraba con el ceño fruncido.
Don Anselmo sonrió, moviendo la mano en el aire. –
¡No me hagas caso Ulloa! Pensamientos de un pobre viejo, nada más -.
Él alzó su mano hasta colocarla
sobre el hombro del cura. - ¿Sabe? Voy a extrañarlo mucho… -.
– Yo también a ti, hereje… A
pesar de nuestras diferencias, eres el mejor amigo que tengo -. Permanecieron
mirándose en silencio varios minutos. – Bueno, bueno, dejémonos de
sentimentalismos y háblame de ella -.
Raimundo le miró sin entender. -
¿De ella? -. Arqueó una ceja. – Creí que quería que nos dejáramos de
sentimentalismos -.
Don Anselmo se apoyó en la pared
y se cruzó de brazos. – Soy todo oídos, Ulloa -.
Raimundo estaba algo
desconcertado por la actitud de Don Anselmo. Pero en estos momentos pensó que
tal vez le vendría bien desahogarse con un amigo. Hablar de ella podría aliviar
la pesada carga que llevaba en su corazón. Además, el páter no podría saber
nunca sobre a quién se refería.
– Mi pequeña… -. Sonrió dejando
que un brillo especial naciera en sus ojos. Ese que siempre aparecía cada vez
que viajaba al pasado. Cada vez que sus pensamientos, su alma y su corazón
revivían los momentos a su lado. – La criatura más dulce, encantadora y
generosa que jamás llegué a conocer -. Entrelazó las manos sobre las rodillas
dejando vagar a sus recuerdos. – Un ser lleno de luz. Ella era la brisa de
primavera que calmaba mi corazón. Que le daba vida. El fuego que encendía la
sangre de mis venas… -. Suspiró. - Éramos jóvenes. Felices. Y creíamos que nada
ni nadie, podría separarnos nunca. ¡Cuán equivocados estábamos! -. Dirigió su
mirada a Don Anselmo, que le había escuchado con suma atención. – He tenido que
vivir más años alejado de ella, que a su lado. Y sin embargo, sigue inundando
mis sueños. Su solo recuerdo me hace sonreír… -.
Los recuerdos siguieron fluyendo,
inundando el aire de la noche. Y aunque nadie puso nombre a esa mujer de la que
hablaba Raimundo, ambos tenían el mismo nombre ocupando sus pensamientos.
Francisca Montenegro.
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