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domingo, 5 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 2)



El sol entraba a trompicones por las ventanas, apenas cubiertas por las cortinas. Apretó con fuerza los ojos cuando aquel intenso resplandor llegó hasta él. Comenzó a desperezarse, medio satisfecho medio sorprendido, por haber sido capaz de conciliar el sueño después de las miles de vueltas que dio en la cama antes de tomar un vaso de leche para acompañar aquella pastilla.

Se incorporó quedando sentado en la cama. Estaba empapado en sudor, y a su mente llegaron como un vendaval, ecos de un sueño que volvía a estremecer todo su cuerpo. Todo había sido demasiado real como para ser una ensoñación, por eso volvió la cabeza buscando a Francisca a su lado. Sin embargo, ni rastro había de ella ni del hecho de que hubiese pasado la noche a su lado.

Alargó la mano y cogió el pequeño reloj que tenía sobre la mesita junto a la cama.

- Por todos los… -, resopló poniéndose en pie casi de un salto. 

Eran más de las diez y él continuaba aún en la cama. Frunció el ceño al darse cuenta de que Francisca ni siquiera había asomado por su alcoba para comprobar si se encontraba bien o no. Suponía que aún debía andar molesta con él por su comportamiento la noche pasada.

Pensó en ella, en aquel mohín que siempre aparecía en su semblante cada vez que se enojaba por algo. En ese carácter endemoniado capaz de arrasar con todo lo que encontrara a su paso. En esa lengua viperina. Esa lengua…

Recorriendo su pecho. Lamiendo sus labios…

Tuvo que buscar apoyo en una de las butacas de la habitación para no caer. ¿Qué le estaba ocurriendo? Todo él temblaba como una hoja con solo pensar en Francisca. Bien era cierto que siempre había sentido un profundo deseo por ella desde siempre, y que éste se había acrecentado desde que estaban juntos. Pero lo de ese instante pasaba de castaño oscuro.

Se sentía mareado y sólo podía pensar en correr en su busca. Tenía que tratar de calmarse antes de pensar siquiera en salir de la habitación. Cerró los ojos, intentó despejar su mente y tomó una gran bocanada de aire que llenó sus pulmones. Después, terminó de vestirse y asearse, y abandonó la habitación dispuesto a encontrarse con Francisca para poder disculparse por su actitud pasada.

Se detuvo frente a la puerta de su alcoba. Probablemente no se encontraría en ella, y sin embargo no pudo evitar rozar el picaporte con los dedos. Un latigazo de deseo espoleó su cuerpo hasta arrancarle un gemido. Un sudor frío recorrió su frente y la apoyó sobre la puerta completamente desconcertado.

Algo extraño le estaba sucediendo y no alcanzaba a comprender de qué se trataba. Desde que se acostó una vez regresó de la cocina, una cadena de acontecimientos le tenían casi desfallecido. Desde aquel extraño sueño que había tenido con ella hasta esta actitud suya a la cual no encontraba explicación.

- Nada que un buen café no logre disipar -, se dijo exhalando a continuación un suspiro.

Consultó la hora en su reloj. Era ya bastante tarde y posiblemente ella ya habría desayunado. Lo mejor que podía hacer era bajar a la cocina y pedirle a Fe que le sirviese un café y un trozo de bizcocho antes de presentarse ante Francisca.

Bajó las escaleras que comunicaban con la cocina, no sin antes echar un vistazo al salón por si Francisca se encontraba por allí cerca. Nada. Todo estaba en absoluto silencio, así como cerrada se encontraba la puerta de su despacho.

Llegó a la cocina con las manos en los bolsillos, y no pudo evitar sonreír al ver a Fe faenando, siempre con una sonrisa en los labios. Su pelo, del mismo color del fuego, refulgía con más brillo que nunca aquella mañana. Sus ojos se desviaron sin querer hasta sus caderas. Debía reconocer que era una muchacha realmente bonita y con un salero que…

¡Demonios! Ahora sí estaba realmente asustado. El rumbo que habían tomado sus pensamientos, lo inquietó sobremanera. Jamás había pensado de tal manera con otra mujer que no fuera Francisca. Y sin embargo ahora, se veía incapaz de apartar los ojos de Fe.

Casi tambaleándose se dirigió hasta la mesa de la cocina y tomó asiento. Escondió la cabeza entre las manos mientras trataba de buscar una explicación a su extraño comportamiento.

- Don Raimundo, ¡muy buenos días tenga usté! -, saludó Fe. - Paece que hoy se nos han pegado las sábanas ¿eh? -.

- Prepárame un café, por favor -, le dijo evitando mirarla. - Bien cargado -.

La muchacha frunció el ceño. - ¿Se encuentra usté bien? -, le preguntó. - ¡Pero sí está sudando como un pollo dentro del horno! -, exclamó. Acercó una de sus manos hasta él para comprobar la temperatura de su frente, creyendo que quizá se encontrara enfermo, más Raimundo la interceptó a medio camino.

- Haz lo que te pido, muchacha -, le pidió con voz seca, mirándole a los ojos. - Un café. Bien cargado. Ya -.

Fe estaba paralizada ante aquel arranque, mucho más propio de la Montenegro que de él. Pero lo que realmente la turbó, fue la intensa mirada de Raimundo, y el hecho de que aún tenía su mano tomada entre la suya. Una mirada que le recordó a la que Mauricio le había dedicado días atrás.

- Como guste, Don Raimundo -, respondió. - Pero necesito que me devuelva la mano pa’ ponerle la manduca -.

Solo entonces, Raimundo fue consciente de que sus manos seguían unidas. Como si aquel contacto le quemase, la soltó con fiereza y salió de la cocina como alma que lleva el diablo.

Fe se dejó caer en una de las sillas. - Me paice a mí que ya sabe servidora quién encontró las pastillas anoche… -. Recordó entonces que Francisca se había guardado el frasco, seguramente con la intención oculta de suministrarle alguna a Raimundo a escondidas. Resopló ante el panorama que se presentaba. - Que Dios nos pille confesados… -.

…..

Había llegado hasta el salón completamente aturdido. Buscó asiento en el sofá para poder pellizcarse en el brazo. Aquello que estaba viviendo tenía que ser una pesadilla, no existía otra explicación. El dolor que sintió en su antebrazo, le confirmó que no se trataba de ningún mal sueño. Gimió de angustia al saberse desconocedor de qué extraño mal le aquejaba. Lo mejor que podía hacer sería acercarse hasta el dispensario y referirle al doctor Moliner sus síntomas, con el fin de que este pudiera darle un remedio para cortar de raíz su extraño comportamiento.

Pero antes, debía ver a Francisca y disculparse con ella. Por lo de anoche, e implícitamente, por lo que acababa de suceder en la cocina. Suspiró antes de ponerse en pie y dirigirse al despacho. La puerta estaba cerrada, pero sabía con certeza que ella se encontraba en su interior. Podía escucharla. Es más, podía sentirla en cada poro de su piel.

Dispuesto estaba a golpear la puerta con los nudillos cuando esta se abrió de par en par.

- Raimundo… -, musitó Francisca, sorprendida de encontrarle allí parado frente a ella. - Precisamente ahora iba a… -.

No le dio tiempo a prorrumpir palabra más. Raimundo se abalanzó sobre su boca, robándole el aliento con una pasión inusitada.

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