Comenzó a revisar la correspondencia que una de las doncellas
le había dejado sobre la mesa del despacho. Apenas minutos antes, había llegado
a la casona con visible enfado tras un encontronazo con su nieto en la plaza
del pueblo.
Se había limitado a pedir encarecidamente que nadie le
molestase, al menos durante un buen rato. Necesitaba calmar toda esa rabia y
frustración que llevaba dentro. Aquella nueva discusión, había caldeado su
estado de ánimo hasta tal punto que ni siquiera había preguntado por Raimundo a
su llegada, aunque se había pasado buena parte de la mañana intrigada por el
efecto que podían hacer en él las pastillas que le suministró.
Dejó escapar un suspiro mientras se encaminó hasta el
ventanal que enmarcaba su despacho. Contemplar la extensión de sus tierras,
aquel inmenso y tranquilo paisaje, siempre había templado su espíritu, hasta en
los momentos más oscuros. Pudiera ser que ese desagradecido ahora le volviese
la espalda como antes ya ocurrió con su hijo. La diferencia en esta ocasión, es
que podía contar con Raimundo a su lado.
- ¡Fe! -, llamó a gritos. - ¡Fe! -, volvió a gritar con más
fuerza abriendo de par en par las puertas del despacho.
Pudo escuchar a la muchacha subiendo a trompicones por las
escaleras que comunicaban con la cocina, y cruzar como un rayo todo el salón
hasta llegar a ella.
- Mande la señá -.
Francisca arqueó una ceja sin dejar de mirarla. - ¿Crees que
estas son formas de presentarte ante mí? -, bufó. - Que sea la última vez que
corres de esa manera por mi salón -. Prosiguió sin darle oportunidad de
réplica. - ¿Sabes dónde está el señor? -.
La joven le respondió. - Encerraíto en su habitación sin
querer ver a nadie, señá. Vamos, eso le dijo al Mauricio porque a mí no quiso
ni acercárseme… -. Encogió un hombro mientras seguía hablando, como si
Francisca no se encontrase en la habitación. - Claro, que a servidora no le
extraña después de lo ocurrido esta mañana en la cocina -. Se irguió orgullosa.
- Que una es mucha gallina pa’tan poco gallo -.
- Pero ¿qué insensateces estás diciendo, descarada? -. Le
había tomado por el brazo y le zarandeaba sin cesar. - ¿Cómo te atreves a
hablar así de tu señor? ¡Y en mi presencia! -. Francisca no daba crédito. -
Esto es inaudito… ¡inaudito! -.
- ¡Ay, señá! Me disculpe usté pero es la verdad -. Francisca
se detuvo en seco, instándole a proseguir con un enérgico movimiento de cabeza.
- Todo ocurrió esta mañana en la cocina. El Don Raimundo bajó para desayunar y
se dedicó a observar a servidora con ojos “lidirvinosos” -. Francisca le soltó
el brazo, completamente atónita. - Pa’mí que fue él quien se tomó una de las
pastillas del frasco que usté me quitó con malas artes -.
- Con malas artes… -, refunfuñó Francisca. - Desaparece de mi
vista -, le ordenó. - ¡Ya! No quiero verte en lo que queda de día -. Aun así,
volvió a tomarla por el brazo. - Como comentes con alguien lo que hemos
hablando ahora mismo, date por despedida -. Apretó un poco más. - Y me
encargaré de que no vuelvas a encontrar faena en lo que te resta de vida.
¿Entendido? -.
La muchacha asintió con vehemencia. - Cristalino como el agua
del río que recorre nuestro pueblo. Con permisión -.
Desapareció del salón con mayor rapidez que con la que se
había presentado ante su señora minutos antes.
Francisca frunció el ceño con preocupación. Si lo que esa
deslenguada le había referido era cierto, ella no habría hecho sino agravar la
situación, suministrándole a Raimundo dos pastillas más. Recordó el ardor con
el que había entrado esa mañana en su despacho. Cómo había estado casi a punto
de tomarla allí mismo sin ningún pudor.
Si con una pastilla que había tomado por error ya se
encontraba en esa tesitura, cómo estaría ahora mismo habiendo tomado dos más.
Avanzó hasta la entrada. Desde allí, sus ojos se dirigieron a lo alto de la
escalera. Sentía una cierta inquietud en su pecho que casi le robaba el
aliento. Lo mejor que podía hacer sería subir hasta la habitación de Raimundo y
rezar porque se encontrara bien.
………….
Abrió los ojos lentamente. Estaba empapado en sudor y en la
misma posición en que se había acurrucado en la cama un par de horas antes.
Sentía su piel tan sensibilizada, que cualquier roce le hacía gemir de agonía.
Había decidido encerrarse en su alcoba ante la incapacidad que sentía de
controlar sus más bajos instintos. Supo que la situación era grave cuando se
descubrió mirando descaradamente el trasero de Antonia.
Antonia era la criada de mayor edad en la casona. Una buena
mujer que contaba con más edad que él mismo. Había corrido a esconderse en la
penumbra de su cuarto ante la posibilidad de cometer cualquier insensatez. Eso
sí, se había guardado de decirle a Mauricio que nadie, bajo ningún concepto,
entrase en aquel refugio hasta que él mismo ordenase lo contrario.
Afortunadamente Francisca no había sido testigo de su
desfachatez. Gimió solo con pensar en ella. Si en esos instantes estuviese
frente a él, no podría controlarse. Necesitaba morder sus labios, acariciar su
piel. Besar y amar cada centímetro de su cuerpo, hasta saciar esa excitación
que le robaba la voluntad.
Se incorporó de la cama como un resorte cuando alguien golpeó
su puerta.
- ¡Dije que no quería ver a nadie! -, gritó.
- ¿Ni siquiera a mí, amor? -. Le respondió. - Estoy inquieta
por ti, déjame entrar, te lo ruego -.
Raimundo sonrió al reconocer su voz. - Francisca… -, musitó
antes de correr hacia la puerta.
Ella estaba de espaldas, con las manos entrelazadas. Se
giró cuando le escuchó tras ella, sonriéndole de tal manera que le derritió por
dentro.
- ¿Qué es esa estolidez de que no deseas que nadie bajo
ningún concepto te moleste? ¿Acaso continúas sintiéndote mal? -.
Raimundo la tomó por el brazo, tirando de ella hasta su
pecho. Abrazándola con suave firmeza.
- Lo único que deseo sentir en estos instantes es tu boca
sobre la mía, cariño -, le respondió segundos antes de lamer sus labios.
Francisca sonrió con deleite antes de entregarse a él en un beso tan profundo y
sensual, que hizo flaquear sus rodillas.
Sin dejar de adueñarse de sus labios, Raimundo la tomó por
los muslos obligándole a enredarlos en torno a su cintura. Moviéndose con ella
hasta la cama y sentándose en el borde. Enmarcó su rostro con las manos, y
durante unos instantes, se dedicó a mirarla con penetrante amor.
Francisca se sintió absolutamente deseada, aunque un velo de
culpabilidad tiñó de pronto su mirada. Raimundo fue consciente de ello.
- ¿Qué te ocurre? ¿Acaso no deseas mis atenciones? -, le
preguntó con cierto temor. - Dímelo ahora si es así porque no creo que pueda
controlarme durante mucho tiempo más -. Acarició su mejilla. - Te deseo tanto
que me falta hasta el aire -. Delineó sus labios con el pulgar. - En lo único
en lo que puedo pensar, es en hacerte mía en esta cama una y otra vez -.
Francisca agachó la mirada algo avergonzada. - Sobre eso…
Creo que yo tengo parte de culpa… -.
Raimundo rió con ganas. - ¿Solo parte? -, le preguntó. - Me
tienes completamente loco… -, musitó sobre su boca.
- ¿Y Fe también? -.
Raimundo se tensó ante aquella pregunta. - Francisca, verás…
-. Ella le interrumpió poniendo dos dedos sobre sus labios.
- No mi amor… soy yo la que te debe una explicación -.
Durante los siguientes minutos, Francisca se dedicó a
referirle todo lo acontecido desde que él había tomado una de aquellas
pastillas que encontró en la cocina, hasta ese mismo momento en que los dos
permanecían abrazados. Algo que, lamentablemente para ella, cambió de pronto.
- ¡¿Me drogaste?! -, gritó con enfado, apartándola de su
lado. Poniéndose en pie con la intención de poner distancia entre ellos. Bajo
el efecto o no de aquellas dichosas pastillas, seguía deseando a Francisca por
encima de todas las cosas.
- ¡Me equivoqué, es cierto, y te pido perdón por ello! -, se
justificó. - Pero te encontrabas tan apático últimamente que no pensé que un
par de grajeas te pudieran ocasionar mal alguno, y sí te ayudarían en cambio a
recobrar ese vigor que parecías haber perdido -. Se abrazó a su espalda. -
Discúlpame, te lo ruego… -.
Supo que las cosas no iban bien cuando Raimundo se tensó al
sentir su abrazo. - Me drogaste sin ningún pudor, Francisca. Preferiste eso a
hablar conmigo y contarme tus miedos -.
Con sus manos apartó las de ella, que seguían abrazando su
cuerpo.
- Tengo que salir de aquí -, murmuró.
- ¡Raimundo, espera! -, gritó Francisca queriendo detenerle,
más él ya había salido por la puerta sin mirar atrás.
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