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lunes, 20 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 5)



Deambuló sin un rumbo fijado después de haber pasado la noche en una de las cabañas de labradores abandonadas que se prodigaban a lo largo y ancho del pueblo. Necesitaba descargar su enojo en soledad. Ahora era capaz de comprender muchas de sus actitudes a lo largo del día pasado. Esas miradas descaradas a Fe; ese deseo irrefrenable por Francisca y que era incapaz de controlar…

Aunque sobre esto último, no estaba tan seguro de poder achacarlo a las pastillas. Esa pasión desmedida por ella había existido desde siempre.

Suspiró mientras se acercaba hasta la orilla del río y se refrescaba el rostro. Había pasado una noche de perros en la que no había podido pegar ojo. Ante él se presentaba la imagen voluptuosa de Francisca, dispuesta a atormentarle en su agonía. Ni siquiera estaba ya enojado con ella y hasta podía comprender su acción.

- Se encuentra aquí, Raimundo -.

Se giró no sin cierto sobresalto al escuchar la voz de Mauricio tras él. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no le había oído acercarse.

- Llevo toda la noche buscándole. Me alegra comprobar que se encuentra bien -, añadió.

Raimundo se incorporó, pasándose una vez más la mano por la nuca para refrescarse. Después de volvió hacia el capataz.

- ¿Te ordenó Francisca que me encontraras? -, le preguntó.

Mauricio negó con la cabeza. - No señor, no hizo falta -. Se acercó a él ofreciéndole un zurrón en el que portaba algo de comida. Raimundo lo tomó y se sentó en una roca. - Fe me contó todo lo sucedido con usted, la señora y esas… pastillas -, prosiguió  mirándole a los ojos.

Raimundo sonrió sin ganas. - Supongo que esas malditas pastillas nos han traído más de un quebradero de cabeza, ¿no es así, Mauricio? -. Pegó un mordisco a un trozo de pan antes de dar un buen trago de agua. - La diferencia entre tú y yo… -, le señaló con el dedo. -… es que tú decidiste tomarlas por iniciativa propia. A mí me fueron impuestas -.

El capataz se sentó junto a él, apoyando los codos sobre las rodillas.

- Estoy convencido de que la señora no lo hizo con mala intención, señor -. Trató de defender a Francisca. - Lo cierto es que usted se encontraba demasiado apagado últimamente. Como sin fuerzas -. Ladeó la cabeza para mirarle. - La señora le quiere a usted por encima de todas las cosas. Jamás le haría daño -.

Raimundo sonrió mientras le miraba de reojo. - Leal a Francisca hasta el final -, murmuró. - Lo sé, Mauricio, no te inquietes. Sé que Francisca no lo hizo con mala intención, pero eso no quita que me sienta engañado. Tú mejor que nadie puedes comprender cómo me he sentido durante el día de ayer -.

Mauricio se encogió de hombros. - En este punto, la diferencia entre usted y yo es que al menos usted tiene con quien aplacar sus deseos. Ya me entiende -. Agachó la cabeza algo avergonzado por su osadía. - Además, los efectos ya tienen que haber pasado y vuelve a ser el mismo de siempre -. Se puso en pie. - La sangre no ha llegado al río, Señor. Regrese a casa -.

Raimundo también se incorporó y le entregó el zurrón. - Regresa tú, Mauricio. Yo aún deseo quedarme un rato por aquí -. El hombre asintió con la cabeza. - Y si Francisca te pregunta si me has visto, dile que no ha sido así ¿de acuerdo? -.

- Pero Raimundo… -.

- Mauricio. Haz lo que te digo -. Le ordenó.

- Como ordene, Señor… -.

………………..

La noche comenzaba a caer y continuaba sin noticias de él. A primera hora de la tarde había interrogado a Mauricio cuando este llegó de trabajar en las tierras, pero sin éxito alguno. Le constaba que su capataz había estado buscándolo por todas partes, incluso en casa de su hija. Pero había sido incapaz de dar con él.

Temía que por su mala cabeza, por una decisión precipitada y errónea, hubiera perdido a Raimundo para siempre.

Cenó a solas, aunque apenas probó bocado. Tenía el estómago cerrado por la preocupación y la angustia. Nadie sabía darle nuevas acerca de su paradero. Raimundo llevaba todo el día sin dar señales por la casona y a estas alturas, dudaba que se presentase. Aun así, se resistía a retirarse a su alcoba a pesar de las insistencias de Fe.

- Señá, ¿por qué no se marcha ya al catre? El Don Raimundo no creo que asome el morro por aquí esta noche -.

Francisca se giró hasta ella, parapetada como estaba en la ventana. - ¿Llegará el ansiado día en que no des alguna patada al diccionario, Fe? -, le preguntó. - Retírate tú y déjame sola -.

La muchacha insistió. - Pero señá, es por su bien. Hoy ha comío como un pajarico y apenas se ha separao de esa ventana -.

Francisca le replicó. - No me gusta tener que repetir las cosas, descarada -. Su tono no resultaba tan intimidante como en otras ocasiones. Apreciaba la preocupación de su criada, aunque era algo que jamás admitiría ni dejaría que se percibiese.

Volvió a dirigir toda su atención hacia el jardín, a través del ventanal del salón.

- Dónde diantres estás, Raimundo… -, musitó.

…………….

Se incorporó en la cama al escuchar un ruido proveniente de la planta inferior. A regañadientes había decidido retirarse a su alcoba tras haber pasado varias horas en el salón. Esperando.

Silenció hasta sus propios pensamientos para centrar toda su atención en aquello que le había parecido escuchar. De nuevo un crujido. Esta vez estaba completamente segura de haberlo escuchado. Salió de la cama y se puso una bata antes de abrir la puerta de su habitación y decidirse a bajar al salón.

Bajó de puntillas las escaleras con el fin de no alertar de su presencia. Al llegar al recibidor, tomó uno de los candelabros, dispuesta a defenderse si fuera menester.

El sonido de una respiración en el salón, terminó por congelar la sangre en sus venas. Aun así, no se amilanó y entró de un salto en la estancia, empuñando en alto el candelabro.

- Maldito cobarde, déjate ver -, gritó.

- Yo también me alegro de verte, querida -, le respondió una voz.

- ¿Raimundo? -, preguntó. Corrió a encender las luces para encontrárselo sentado en el sofá. Mirándola con una sonrisa burlona. 

- ¿Pensabas atacarme con eso? -, le preguntó señalando lo que todavía portaba entre las manos, aunque tuvo tiempo suficiente para recorrer su figura de manera apreciativa. Aquel camisón se ceñía perfectamente a sus formas.

A ella no le pasó desapercibida su mirada. Algo que le extrañó sobremanera ya que pensaba que él continuaría enfadado con ella por haberle suministrado las pastillas.

- No esperaba verte por aquí -, afirmó con sinceridad.

Raimundo se levantó y se dirigió hasta ella. - Sigo viviendo aquí, ¿no? -, le preguntó mientras le arrebataba con cuidado el candelabro de las manos, y lo dejaba sobre la mesa.

- Por supuesto -, se apresuró ella a responder, abrazándose la cintura algo turbada ante su intensa mirada. - Es solo que… dadas las circunstancias, pensé que tú… -.

- Pensaste que yo no querría regresar -. Raimundo terminó la frase por ella.

- Te marchaste tan enfadado conmigo… -, añadió ella. - Pero déjame decirte que mi intención no fue en absoluto… ¿qué…? ¿Qué haces? -, preguntó titubeante.

Había comenzado a tratar de justificar sus actos, cuando apreció que Raimundo comenzaba a quitarse la chaqueta sin dejar de mirarle a los ojos. Siguiendo por el chaleco, el cual había comenzado a desabotonar.

- Demostrarte que no necesito ninguna maldita pastilla, Francisca -, afirmó avanzando hasta ella. - Que tu sola presencia me basta para rozar el cielo con los dedos -. Francisca cerró los ojos cuando sintió su mano acariciando su mejilla.

- Raimundo… -, musitó. 

- Que eres la única que despierta mis sentidos hasta hacerme enloquecer -. Rozó su rostro con los labios mientras sus manos ceñían su cintura. - La única… -.

Las palabras murieron enterradas en su garganta cuando sus labios tomaron los de ella. Besándola con deliciosa lentitud. Torturándola con breves e intensos roces que estaban colmando su serenidad, llevándola hasta el punto de casi perder la consciencia.

- Raimundo… -, volvió a musitar. - Estamos en el salón -. Sin saber cómo era posible, todavía podía discernir dónde se encontraban.

Él comenzó a reírse, y su risa, profunda y grave, resonó por toda la habitación, debilitándole las rodillas. - El salón, el despacho… hasta la cocina resulta el lugar ideal para poder amarte, mi vida -.

Aun así, y consciente de las reticencias que podrían manifestarse en ella, la tomó entre sus brazos, dirigiéndose escaleras arriba hasta su alcoba. Dispuesto a recuperar todo el tiempo perdido en insensateces.

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