Jamás se había sentido tan deseada como en ese instante. Ni
siquiera por él mismo. Después de la fría despedida que habían mantenido a la
puerta de su alcoba la noche pasada, lo que menos imaginaba es que Raimundo se
comportase de aquella forma tan pasional, y menos sin haber cruzado una sola
palabra con ella. Esperaba una disculpa por su parte, pero jamás aquel arranque
amoroso.
Fuera como fuese, lo había echado tanto de menos aquella
noche, que solo pudo entregarse al mismo frenesí que se había apoderado de
Raimundo. Podía sentir sus manos recorriendo todo su cuerpo a pesar de las
ropas, y su boca la devoraba con un ansia que despertaba todos sus sentidos.
Poco a poco, con el mismo ímpetu con el que se había
abalanzado sobre ella, se apartó y se quedó mirándole a los ojos con
desconcierto.
- Si esta va a ser la manera que tengas de disculparte a
partir de ahora, quizá deba enojarme contigo mucho más a menudo -, le dijo con
una sonrisa.
Raimundo agachó la cabeza y buscó asiento en el diván. - Discúlpame
Francisca, no sé por qué me he comportado así -.
- Así ¿cómo? -, le respondió ella. - ¿Con sangre en las
venas? -. Se dirigió hacia él. - Si bien es cierto que tú y yo siempre hemos
sido como lava ardiente, lo de hoy me ha sorprendido -. Tomó asiento a su lado,
tomándole con dulzura por el mentón. Volvió a fruncir el ceño al observar su
semblante. - ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? -, acarició su mejilla. - No
tienes buena cara -.
Raimundo resopló. - Ojalá supiese qué me ocurre, Francisca -,
tomó su mano, sintiendo nuevamente que se prendía en él la llama del deseo.
Volvió su mirada hacia ella, y tiró suavemente de su mano haciendo que
Francisca cayera sobre su pecho. - Te quiero tanto…-.
La abrazó con fuerza, escondiendo el rostro en su cuello. Sin
poder evitar lamer la piel de su cuello con la punta de la lengua. Provocando
en ella un intenso estremecimiento.
- Lo sé, cariño -, respondió Francisca. - Y
si te encuentras en este estado por lo ocurrido anoche, te digo desde ya mismo
que no te inquietes… -. Gimió cuando sintió sus dientes mordisqueando su cuello.
- Raimundo… -, musitó.
Más una vez más, él se apartó y escondió la cabeza entre las
manos.
- Raimundo, me está asustando -, añadió Francisca al advertir
el sudor frío que perlaba su frente. - ¿Deseas que llame al doctor Moliner?
Dime qué te ocurre, te lo ruego -. Un suspiro agónico fue la única respuesta
que él le ofreció. - Espérame aquí -, le dijo mientras se ponía en pie. - Iré a
pedirle a Fe que nos prepare una infusión que temple los nervios de ambos -.
- ¡No! -, gritó Raimundo corriendo hasta la puerta y poniendo
los brazos en cruz para evitar que Francisca abandonase la habitación. - A Fe
no -, casi suplicó.
- Raimundo Ulloa, ¿se puede saber qué diantres te pasa? -,
entrecerró los ojos. - ¿Ha ocurrido algo con esa descarada? ¿Te ha importunado
de alguna manera? -.
Más bien la he
importunado yo a ella,
pensó. En aquel estado de excitación continuo en el que se encontraba, lo que
menos deseaba es que la muchacha se dejase caer por el despacho y refiriese a
Francisca lo que había acontecido en la cocina. Estaba seguro de que Fe había
apreciado la forma en que la había mirado.
Incluso ahora, ver a Francisca frente a él con los brazos en
jarras tensando su blusa, delineando perfectamente sus perfectos pechos, estaba
causando estragos en él. Era incapaz de apartar la mirada de sus labios
carnosos mientras le hablaba. Tan solo quería poseerla allí mismo, sobre la
mesa.
Justo en ese instante alguien llamó a la puerta. Raimundo
suspiró al escuchar la voz de Mauricio al otro lado.
- Señora -, la llamó. - ¿Se puede? -.
Se apartó de la puerta buscando refugio una vez más en el
diván. Francisca abrió la puerta y se encontró con su capataz portando una
bandeja con sendas tazas de té y un poco de bizcocho.
- A Fe se le ocurrió que podía apetecerles una infusión ya
que Raimundo no ha querido desayunar nada en la cocina -.
- ¿Y por qué lo tras tú y no ella, Mauricio? ¿En qué anda
metida esa haragana para que seas tú quien haga su trabajo? -, inquirió
Francisca.
- No se enoje con ella, Señora. Es cosa mía -, la disculpó. -
Tenía que venir a informarle acerca de un asunto con las acequias y me ofrecí a
traer yo mismo el tentempié -.
Francisca suspiró resignada, lanzando una mirada de reojo a
Raimundo, que seguía descompuesto en el diván.
- Deja la bandeja sobre mi mesa y márchate, Mauricio -.
Acompañó sus palabras con un enérgico movimiento de cabeza.
- Pero señora, las acequias… -.
- Ya me has oído, Mauricio. O ¿me vas a hacer repetírtelo? -.
El capataz obedeció a Francisca y dejó la bandeja sobre la
mesa. Después, se retiró en silencio del despacho, dejándolos a solas.
- Me siento algo débil -, murmuró Raimundo. - ¿Por qué no
vienes a sentarte aquí junto a mí, Francisca? -, le pidió. - Necesito sentirte
-.
- Ahora mismo, mi amor -, le respondió ella acercándose hasta
la mesa y sacando de su bolsillo el frasco que le había quitado a Fe. Ocultando
la visión con su cuerpo, extrajo dos pastillas y las diluyó en la infusión de
Raimundo. - Pero antes has de prometerme que te tomarás la infusión. Y sin
rechistar -.
Él bebió casi sin apenas respirar, mientras Francisca le
observaba en silencio. Tan solo esperaba no haberse excedido al suministrarle
aquellos dos comprimidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario