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martes, 7 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 3)



Jamás se había sentido tan deseada como en ese instante. Ni siquiera por él mismo. Después de la fría despedida que habían mantenido a la puerta de su alcoba la noche pasada, lo que menos imaginaba es que Raimundo se comportase de aquella forma tan pasional, y menos sin haber cruzado una sola palabra con ella. Esperaba una disculpa por su parte, pero jamás aquel arranque amoroso.

Fuera como fuese, lo había echado tanto de menos aquella noche, que solo pudo entregarse al mismo frenesí que se había apoderado de Raimundo. Podía sentir sus manos recorriendo todo su cuerpo a pesar de las ropas, y su boca la devoraba con un ansia que despertaba todos sus sentidos.

Poco a poco, con el mismo ímpetu con el que se había abalanzado sobre ella, se apartó y se quedó mirándole a los ojos con desconcierto.

- Si esta va a ser la manera que tengas de disculparte a partir de ahora, quizá deba enojarme contigo mucho más a menudo -, le dijo con una sonrisa.

Raimundo agachó la cabeza y buscó asiento en el diván. - Discúlpame Francisca, no sé por qué me he comportado así -.

- Así ¿cómo? -, le respondió ella. - ¿Con sangre en las venas? -. Se dirigió hacia él. - Si bien es cierto que tú y yo siempre hemos sido como lava ardiente, lo de hoy me ha sorprendido -. Tomó asiento a su lado, tomándole con dulzura por el mentón. Volvió a fruncir el ceño al observar su semblante. - ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? -, acarició su mejilla. - No tienes buena cara -.

Raimundo resopló. - Ojalá supiese qué me ocurre, Francisca -, tomó su mano, sintiendo nuevamente que se prendía en él la llama del deseo. Volvió su mirada hacia ella, y tiró suavemente de su mano haciendo que Francisca cayera sobre su pecho. - Te quiero tanto…-.

La abrazó con fuerza, escondiendo el rostro en su cuello. Sin poder evitar lamer la piel de su cuello con la punta de la lengua. Provocando en ella un intenso estremecimiento. 

- Lo sé, cariño -, respondió Francisca. - Y si te encuentras en este estado por lo ocurrido anoche, te digo desde ya mismo que no te inquietes… -. Gimió cuando sintió sus dientes mordisqueando su cuello. - Raimundo… -, musitó.

Más una vez más, él se apartó y escondió la cabeza entre las manos.

- Raimundo, me está asustando -, añadió Francisca al advertir el sudor frío que perlaba su frente. - ¿Deseas que llame al doctor Moliner? Dime qué te ocurre, te lo ruego -. Un suspiro agónico fue la única respuesta que él le ofreció. - Espérame aquí -, le dijo mientras se ponía en pie. - Iré a pedirle a Fe que nos prepare una infusión que temple los nervios de ambos -.

- ¡No! -, gritó Raimundo corriendo hasta la puerta y poniendo los brazos en cruz para evitar que Francisca abandonase la habitación. - A Fe no -, casi suplicó.

- Raimundo Ulloa, ¿se puede saber qué diantres te pasa? -, entrecerró los ojos. - ¿Ha ocurrido algo con esa descarada? ¿Te ha importunado de alguna manera? -.

Más bien la he importunado yo a ella, pensó. En aquel estado de excitación continuo en el que se encontraba, lo que menos deseaba es que la muchacha se dejase caer por el despacho y refiriese a Francisca lo que había acontecido en la cocina. Estaba seguro de que Fe había apreciado la forma en que la había mirado.

Incluso ahora, ver a Francisca frente a él con los brazos en jarras tensando su blusa, delineando perfectamente sus perfectos pechos, estaba causando estragos en él. Era incapaz de apartar la mirada de sus labios carnosos mientras le hablaba. Tan solo quería poseerla allí mismo, sobre la mesa.

Justo en ese instante alguien llamó a la puerta. Raimundo suspiró al escuchar la voz de Mauricio al otro lado.

- Señora -, la llamó. - ¿Se puede? -.

Se apartó de la puerta buscando refugio una vez más en el diván. Francisca abrió la puerta y se encontró con su capataz portando una bandeja con sendas tazas de té y un poco de bizcocho.

- A Fe se le ocurrió que podía apetecerles una infusión ya que Raimundo no ha querido desayunar nada en la cocina -.  

- ¿Y por qué lo tras tú y no ella, Mauricio? ¿En qué anda metida esa haragana para que seas tú quien haga su trabajo? -, inquirió Francisca.

- No se enoje con ella, Señora. Es cosa mía -, la disculpó. - Tenía que venir a informarle acerca de un asunto con las acequias y me ofrecí a traer yo mismo el tentempié -.

Francisca suspiró resignada, lanzando una mirada de reojo a Raimundo, que seguía descompuesto en el diván.

- Deja la bandeja sobre mi mesa y márchate, Mauricio -. Acompañó sus palabras con un enérgico movimiento de cabeza.

- Pero señora, las acequias… -.

- Ya me has oído, Mauricio. O ¿me vas a hacer repetírtelo? -.

El capataz obedeció a Francisca y dejó la bandeja sobre la mesa. Después, se retiró en silencio del despacho, dejándolos a solas.

- Me siento algo débil -, murmuró Raimundo. - ¿Por qué no vienes a sentarte aquí junto a mí, Francisca? -, le pidió. - Necesito sentirte -.

- Ahora mismo, mi amor -, le respondió ella acercándose hasta la mesa y sacando de su bolsillo el frasco que le había quitado a Fe. Ocultando la visión con su cuerpo, extrajo dos pastillas y las diluyó en la infusión de Raimundo. - Pero antes has de prometerme que te tomarás la infusión. Y sin rechistar -.

Él bebió casi sin apenas respirar, mientras Francisca le observaba en silencio. Tan solo esperaba no haberse excedido al suministrarle aquellos dos comprimidos.  

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