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martes, 19 de abril de 2016

BAILEMOS...



No ha venido.

Aquel era el único pensamiento que viajaba por su mente mientras observaba algo apática, sin un ápice de emoción, a todos y cada uno de sus invitados. Casi todos le sobraban entre las cuatro paredes del fastuoso salón de la Casona, cargado ahora de música, de bullicio y de risas. Demasiada gente… aunque notables ausencias.

La no presencia de su hijo, aunque esperada, no dejaba de ser dolorosa. Los años transcurridos habían sido incapaces de borrar los actos pasados. Ni los sentimientos. Bien lo sabía ella, que había puesto en marcha todas las triquiñuelas posibles para preparar aquella fiesta con el único motivo de que Raimundo se personara en la Casona. Su amor por él seguía tan latente en ella que había sido capaz de mover cielo y tierra por zambullirse una vez más en su mirada.

Nuevamente, había fallado.

Todos sus intentos por cruzar su camino con el suyo habían resultado infructuosos, y aquella pequeña reunión había sido su último intento desesperado por sentir su presencia junto a ella. En la misma habitación. Dejó escapar un suspiro. Ni siquiera pretendía que él se dirigiera a ella, ni que la mirase. Aunque esa posibilidad le destrozaba por dentro. Después de tantos años privada a su pesar de él, separada de su amor por un inmenso océano, la idea de poder observarlo aunque fuera en la distancia, era como un sueño para ella.

Tomó un copa de champán de la bandeja que una de las doncellas portaba en sus manos cuando la joven se detuvo frente a ella. Dio un sorbo dejando que el frío líquido se deslizara por su garganta. Notando el ligero cosquilleo de las burbujas. Aquel simple gesto le recordó otro momento. Otro lugar. Otra fiesta… Otros sentimientos. Movió la cabeza ligeramente buscando a su lado a la persona que le devolvía la mirada enamorada en aquel entonces. Sin embargo, ahora no estaba. Se había esfumado. El tiempo, el odio, el destino había borrado su silueta y ya no estrechaba su mano con fuerza. Ya no le sonreía mientras ambos soñaban con una vida en común.

De la noche a la mañana, sus vidas habían cambiado y aún no sabía por qué…

Sonrió cuando se percató de que María la miraba desde la otra punta de la estancia. Estaba acompañada de Fernando, y aunque quizá no había pensado en una posible relación entre ellos, no le disgustó sobremanera la complicidad que parecía haber nacido en ambos jóvenes.

Todos parecían divertirse. Incluso la propia hija de Raimundo, que también le dedicó una sonrisa cuando sus miradas se cruzaron antes de centrarse de nuevo en su marido. A pesar de los temores y reticencias que parecían haberse levantado entre ellos, era más que evidente que se amaban. Aunque ella era la prueba viviente de que solo el amor no es suficiente a veces para ser feliz.

Bebió otro trago de su copa. No era la fiesta que ella esperaba, pero al menos María parecía divertirse. Y con eso, podía sentirse más que satisfecha.

- Buenas noches, Francisca -.

Tembló como una hoja. Y de su semblante se borró la sonrisa que segundos antes había esbozado, para dar paso a otra sensación a la que no sabía dar nombre. ¿Temor? ¿Ansiedad? ¿Felicidad, tal vez?

La voz de él había vibrado a través de ella, desplazándose desde su columna. Enredándose en la boca del estómago hasta llegar a su destino. Su corazón, que explosionó de pronto en miles de sentimientos que la embargaron hasta casi hacerla marear. Incluso creyó que podía tratarse de una mala jugada de su imaginación, producto del cúmulo de frustraciones que se habían apoderado de ella al darse cuenta de que no había aceptado su invitación. Tenía miedo de darse la vuelta y que todo fuese una mera ilusión.

Aferró con fuerza la copa que portaba en su mano, girándose tan lentamente como su corazón y su tembloroso cuerpo le permitían. Ahí estaba él. Tan cerca que podía sentir su calor. Su olor. No pudo ni quiso disimular lo que sentía en ese momento. El caparazón que tantos años le había recubierto, se había desprendido de su alma hasta convertirse en polvo nada más. Dejándola desnuda frente a él. Vulnerable. Una mujer enamorada para la que el tiempo se había detenido en aquel mágico instante.

Raimundo no podía dejar de mirarla embelesado. Ni los mejores sueños que había vivido durante 15 años de ausencia anhelando un futuro reencuentro con ella podían compararse con lo que estaba viviendo ahora mismo. Sin embargo, desde su regreso, había retrasado de manera intencionada aquel momento en que sus miradas se cruzasen de nuevo por temor a que sus ojos revelasen el sinsentido que había sido su vida desde que se había alejado de ella. Había aprendido que ni el tiempo ni la distancia pueden matar los sentimientos. Tan solo logran aplacar el rencor y dejan fluir la verdad de lo que se encierra en el corazón de uno.

Se había preparado para estar frente a ella. O al menos lo había intentado. Aunque de nada sirvió, porque en el mismo instante en que Francisca posó de nuevo sus ojos en él, se encontró desarmado. Vulnerable. Tan solo era un hombre enamorado para el que el tiempo se había detenido en aquel mágico instante.

¿Cuánto tiempo pasó dibujando su rostro con la mirada? ¿Cuánto tiempo más podría permanecer quieta cuando lo que más deseaba era lanzarse contra su pecho y llorar de felicidad? Segundos… minutos… horas… Podría pasarse la vida entera mirándole en silencio.

- Estás más bella que nunca… -. Susurró.

Recordaba cada línea de su rostro a la perfección pues había tenido que vivir a base de añoranzas y recuerdos desde que tuvo que alejarse de su lado. Sin embargo, ni sus ensoñaciones de ella podían superar lo que tenía frente a sus ojos. La sintió tal y como la conoció entonces. Y su corazón se enamoró de ella nuevamente.

- Raimundo… -, musitó con dulzura su nombre, logrando que se le erizara la piel con el cadente sonido de su voz. - Has venido… -.

Él la amó con la mirada. - Cómo no hacerlo cuando la mujer más hermosa de la fiesta me invita personalmente -.

Ella abrió los labios para contestarle con un cumplido semejante. Pero no pudo hacerlo. Estaba tan perpleja, tan emocionada por verle de nuevo, conteniendo de manera tan férrea sus impulsos que le pedían a gritos lanzarse a sus brazos, que era incapaz de hacer fluir las palabras que deseaba pronunciar.

Ambos pasaron largos segundos reconociéndose en silencio. Exclamando con la mirada lo que no eran capaces de articular con palabras. ¿Cómo podría expresarse un amor tan grande sin correr el peligro de no lograr manifestar su magnificencia? A lo largo de los años para ambos, una mirada había dicho más que toda una declaración de intenciones. Aunque estuvieran demasiado ocupados con su propio orgullo como para distinguirlo.

Las risas, las voces a su alrededor se disiparon hasta casi desaparecer. Cayeron en un profundo silencio donde solo existían ellos dos. En su propio mundo, en su rincón particular. Francisca estaba perdida en su mirada. Le zumbaban los oídos y podía percibir su sangre circulando desesperada por sus venas.

- Raimundo, yo… -.

- ¡Abuelo! -. La risueña voz de María, interrumpiendo su íntimo momento, fue como un jarro de agua fría para los dos. Sin embargo, la presencia de la joven junto a ellos no evitó que de manera disimulada, ambos continuaran devorándose con la mirada. - Al fin se ha dignado a venir. Ya temía que no quisiera hacer aparición en mi fiesta -. Estampó un sonoro beso en su mejilla al tiempo que recorría el salón con mirada satisfecha. - Ha sido todo un éxito, ¿verdad madrina? -.

Francisca esbozó una sonrisa indulgente a la muchacha antes de mirar nuevamente a Raimundo. Ruborizándose. - Totalmente -.

María frunció el ceño, percatándose de la tensión que se respiraba entre ellos y que confundió con enfado. Desvió su mirada de uno a otro. - No me vayan a discutir ¿de acuerdo? Hoy solo permito que exista alegría y felicidad para todos -.

- No te inquietes, María -. Raimundo dibujó una media sonrisa sin despegar sus ojos de Francisca. Estaba completamente hechizado por ella. - Te aseguro que lo último que deseo en este momento, es discutir… -.

Francisca sintió un intenso calor inundando todo su cuerpo ante la profunda mirada que él le estaba dedicando. Afortunadamente para ellos, María no era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Notaba la boca seca y tuvo que procurarse otro pequeño sorbo de su copa de champán para lograr algo de alivio.

El tintineo de una copa que estaba siendo golpeada, hizo que los tres buscaran la procedencia del mismo. La música se había detenido y todos los presentes estaban ahora al pendiente de Fernando, que se había desplazado hasta el centro del salón. Previamente, había dejado su copa encima de la mesita.

- Aprovechando que tengo su atención… -, comenzó su discurso. -… y con el permiso de Doña Francisca… -, se inclinó con una suave reverencia hacia ella, que no entendía nada de lo que pretendía el muchacho. Pudo notar la mirada de Raimundo recorriéndola de arriba a abajo, así como su presencia tras ella, a escasos centímetros. Se sintió azorada durante unos breves segundos. -… me gustaría añadir algo más. María… -, extendió su mano a la vez que llamaba a la joven, que se acercó hasta él y la tomó entre la suya.

- ¿A qué viene esta sorpresa? -, le susurró María temiéndose las intenciones del muchacho. - Encomiéndate a todos los santos, Fernando. Por tu bien no vayas a ponerme en evidencia -.

- No, todo lo contrario -, refutó él. - Tranquilízate, ¿de acuerdo? -.

…………………………..

Tras la sorpresa inicial que había supuesto para todos el anuncio que confirmaba que Fernando y María andaban en relaciones, los ánimos andaban demasiado caldeados. Para todos excepto para dos personas que continuaban librando su batalla particular. En esos momentos Francisca no tenía cabeza para nada más que no fuera seguir a Raimundo con la mirada allá donde fuera, hablando con unos y con otros y tratando de tranquilizar a Emilia y Alfonso, que parecían ser los más disgustados con la noticia. Aunque a su vez, el propio Raimundo le dedicaba furtivas miradas que solo conseguían ponerla más y más nerviosa.

- Abuelo por favor, necesito su ayuda -. María se había acercado hasta él en busca de socorro. - Necesito que la gente deje de estar al pendiente de nosotros en lo que hablo con mis padres. Necesito tranquilizarlos y hacerlos creer que este anuncio no es más que una chiquillada. Una broma de Fernando -.

- ¿Una broma? ¿Qué clase de broma es esta, muchacha? -.

- Ay abuelo, ahora no tengo tiempo de explicárselo detenidamente. Ayúdeme, por favor… -. Raimundo resopló pero asintió con la cabeza dando conformidad a lo que le pedía su nieta. - Esto es lo que haremos -, prosiguió ella. - Pondré de nuevo algo de música y usted sacará a bailar a mi madrina -.

Él abrió los ojos como platos. - ¿Cómo dices? No… -, meneó la cabeza en señal de negación. - No creo que sea una buena idea -. Y sin embargo, nada le complacería más que mecer entre sus brazos a Francisca mientras la música envolvía sus cuerpos.

- Teme que ella no quiera, ¿verdad? -. María frunció los labios mirando a su madrina, que permanecía apartada soportando la aburrida e insistente charla de la alcaldesa. - No sé qué le ocurre, pero la he notado algo rara durante la fiesta… -. Entrecerró los ojos mientras seguía mirándola. - Hemos de salvarla de Dolores. Venga conmigo -.

Tomó la mano de Raimundo y se dirigió con él hacia donde estaba Francisca. - Buenas Dolores, ¿lo está pasando bien? Me alegro -. Hablaba con rapidez para no dejar a la mujer opción ninguna de responder. - Don Pedro le anda buscando. Creo que desea contarle algo importante -.

Cuando se hubieron quedado los tres a solas, Francisca se dirigió a su ahijada, visiblemente molesta. - ¿Por qué no sabía nada de tus intenciones para con Fernando? ¿A qué ha venido esto, María? -.

La joven le arrebató la copa de entre las manos. - Ahora no hay tiempo madrina. Necesito su ayuda y la de mi abuelo para poder solucionar todo este embrollo -.

Francisca miró de reojo a Raimundo, que sin embargo, la miraba a ella de frente. 

- ¿Nuestra  ayuda? -, titubeó. - ¿Qué pretendes? -.

María tomó la mano de Francisca. - Baile con mi abuelo, por favor... Voy a poner algo de música -. Besó la mejilla de Francisca y se alejó dejándolos a solas.

La melodía empezó a sonar. María estaba junto al gramófono, con las manos unidas en súplica rogándoles que por favor comenzaran a bailar. Raimundo tragó saliva y volvió sus ojos hacia Francisca, que permanecía mirando un punto fijo, fingiendo aparentar tranquilidad. Aunque su respiración entrecortada le delataba. Extendió una mano, ofreciéndosela para que ella la tomara.

- ¿Bailamos? -, murmuró.

Ella miró su mano para después alzar sus ojos hasta caer en la profundidad de los de él.

- Raimundo, no… -.

- Por favor… -, suplicó él interrumpiéndola.

Y ella no pudo negarse a lo que también deseaba.

Avanzaron hacia el centro del salón, sintiendo de pronto las miradas de todos sobre ellos. Pero nada parecía importarles. Sentía que flotaba, que ella no era realmente ella. Que tan solo podía observar la secuencia en la lejanía, envuelta entre una neblina que le hacía ver que todo era un sueño del que pronto despertaría.

Raimundo movió su brazo hasta hacerlo reposar en torno a su cintura. Le pareció que ella temblaba, pero él mismo también lo hacía. Francisca era la única que le hacía latir el corazón tan rápido y tan lento a la vez. Se negó a cerrar los ojos cuando advirtió la calidez de la mano de ella junto a su mejilla antes de que la posara con suavidad en su hombro. No deseaba perderse ni uno solo de los segundos que pudiera pasar a su lado.

Francisca ahogó un suspiró, humedeciéndose los labios a continuación cuando su brazo se ciñó con más firmeza en su cintura. Raimundo siguió aquel sencillo gesto, anhelando ser él mismo quien recorriese su boca con la suya.

Empezaron a moverse al compás de la música, sin dejar de dedicarse miradas cargadas de dudas y temores. De sorpresa y de sueños. De amor y de deseo. El mundo era nada más de ellos dos. No existía pasado ni futuro. No existían murmuraciones, ni reproches, ni miradas inquisidoras. No eran conscientes del revuelo que habían ocasionado a su alrededor, en el mismo salón de la casona donde ahora todas los ojos estaban clavadas en ellos.

Ajenos a la expectación que causaban, se fueron acercando cada vez más y más, hasta que ella reposó su mejilla junto a la de él, mientras Raimundo deslizaba su mano por su espalda en una intensa y lenta caricia.

- Tiene que ser un sueño… -, musitó Francisca a escasos centímetros de su oído.

- Nuestro sueño… -, respondió él.

Porque de sueños también se vive… y el suyo, el de ambos, estaba empezando a convertirse en una dulce realidad.

3 comentarios:

  1. Me encanta la dulzura de este momento, ojalá hubiese ocurrido eso!
    Espero con ansiedad el siguiente capítulo!

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  2. Esta versión promete, no tardes en continuar ;)

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  3. No dejas de sorprender y de causar curiosidad en el lector... Es una lástima que nos prohíban de ver estos momentos en la serie, pero gracias a este rincón podemos imaginar estos capítulos y más!!!... Gracias y no tardes en escribir, espero con ansias el próximo. Cariños a la distancia.

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